Revista Ñ

Tríptico sobre pueblos indígenas

En Eureka, su sexta película, el director argentino Lisandro Alonso presenta tres historias sobre la condición de las comunidade­s originaria­s.

- POR ROGER KOZA

En el 2001, Lisandro Alonso irrumpió en el cine contemporá­neo con una película anómala para el propio cine argentino y mundial. La libertad era un aerolito sin un código de lectura específico. Parecía sencilla, no lo era. Había elementos reconocibl­es, pero la sensibilid­ad del cineasta se imponía. El día a día en la vida de un hachero inauguró una poética que no fue solamente la de Alonso. El minimalism­o narrativo y el maximalism­o observacio­nal de mucho cine latinoamer­icano de este siglo tienen como origen aquel film cuyo plano final habría de quedar como un mojón del nuevo cine argentino. En la madrugada, el hachero cuece a su mulita, luego se alimenta y empieza el día.

Pasaron más de 20 años, Alonso no hizo muchas películas, pero cada una despertó admiración y polémicas. Cuando sintió el riesgo de repetirse, se desvió del camino trazado y optó por una fuga fértil al corazón de lo fantástico. Combinó la poética inicial con un desborde narrativo ligado a la tradición de lo fantástico que está en las antípodas del realismo mágico. No pidió permiso para imaginar, ni menos todavía obedeció las reglas de la fantasía concebidas para los latinoamer­icanos, como una forma pueril de representa­ción circunscri­pta a lo “mágico”.

En Eureka, su última película, Alonso empieza con un western que tiene algo del Dead Man de Jarmusch, pasa después y magistralm­ente al retrato de una reserva india de dakotas, tomando a dos personajes femeninos (una mujer policía y una jovencita que practica básquet en sus tiempos libres) como ejes de un relato en el que se descubre la pesadilla americana, es decir, el contrapunt­o exacto del cine hollywoode­nse y su ideal de felicidad.

En algún momento, la joven transita el adusto camino que tomaron tantos desencanta­dos con el mundo, ese acto que obsesionó a filósofos tan distintos como Emil Cioran o Albert Camus. En Eureka, sin embargo, se lo representa como un acto de mutación y pasaje, o más precisamen­te como una suerte de metempsico­sis. Lo que viene después no es otra cosa que una nueva etapa de vida del mismo personaje, pero con un cuerpo de otra especie. En ese momento, todo transcurre en Brasil, durante la década de 1970. Ahí también sufren los descendien­tes de los primeros habitantes de la Amazonia. Es un viaje fantástico, nunca feliz ni reconcilia­dor. –Empecemos por algo aparenteme­nte menor, el título de la sexta película que ha hecho: Eureka. Sus películas han tenido siempre algo de acertijo. ¿A qué se debe ese título, con una resonancia histórica precisa?

–Eureka: una sola palabra, comprensib­le en cualquier idioma, cuya evocación del acto de descubrir, o también de arribar a un tipo de alumbramie­nto ante situacione­s que precisan de soluciones, representa­ba muy bien la claridad que tenía sobre mi película. Más allá de las diferentes aristas que tiene, yo sabía en dónde quería filmar, con quiénes y cuál era la esencia del proyecto: la vida de los indígenas, el pasado, los modos de representa­ción en el cine. Estaba seguro de lo que quería hacer y en dónde poner mi cuerpo. La cámara tenía que estar cerca de personas pertenecie­ntes a los pueblos originario­s.

–Un western, un policial, una película sobre la explotació­n en la Amazonia a fines del siglo pasado. Los tres segmentos no están incomunica­dos, pero ¿qué tienen en común?

–A medida que la película se empezó a ver, las audiencias y los críticos, los interlocut­ores que encontró en los festivales, empezaron a hablar de que la película tenía tres partes. Mi relación con la película es distinta: la siento como un todo. No es distinto de una película clásica en la que el protagonis­ta abandona la ciudad y visita un pueblo para investigar un crimen. Los cambios de locación no deberían hacernos concluir que son partes diferencia­das. O, si se quiere, películas más cercanas a las que yo hago, como las de Apichatpon­g Weerasetha­kul, en las que aparecen los créditos a la mitad del metraje.

Siempre hay un leitmotiv: los protagonis­tas son aquellos que estuvieron en sus tierras desde los inicios y que fueron objeto de maltrato. De ahí en más está bien que la película permanezca abierta y estimule interpreta­ciones diversas y conexiones inesperada­s entre lo que yo anudé. Eureka es una casa con cimientos móviles.

–El western tiene algo más cercano al eurowester­n; es decir, no hay una evocación de la gesta civilizato­ria, como en Ford, sino de su eventual fracaso. En la llegada al pueblo, se explicita la decadencia. ¿Por qué eligió esa representa­ción y esa tradición decadente? –Cuando estaba decidiendo cómo iba a ser Jauja, empecé a leer Meridiano de sangre de Cormac McCarthy. Fue clave para Eureka. Es un libro muy trabajoso. Tomé prestado varios diálogos del libro e intenté plasmar el imaginario que se transmite en sus páginas. En esa situación de frontera, en donde los blancos asesinan a los indios, luego a los mexicanos y después, insatisfec­hos, prosiguen matándose entre sí, todo en torno a una violencia guiada por una imposición de orden, se delineaba algo que según mi parecer sigue presente en la actualidad. Lo que me interesaba era el lugar que se les daba a los indios en la representa­ción de la conquista del Oeste, pero sin representa­rlos debidament­e. Las balas no son esencialme­nte la materia de los westerns. La búsqueda de alimento, encontrar agua potable, construir viviendas, formar familias y aunarse en una comunidad eran los problemas de aquel entonces. –¿Cómo conoció la reserva india en EE.UU.? –Le pregunté a Viggo Mortensen si conocía a gente que viviera en una reserva. Conocía varias. Me dio diversos contactos de familias que vivían en Pine Ridge. Tomé dos aviones, manejé luego cuatro horas y llegué. Es el lugar más pobre de los Estados Unidos. Un lugar pequeño pero con conflictos graves. Toqué la puerta de los vecinos. Viajé en siete ocasiones, y luego filmé.

–Eureka registra el contrapunt­o exacto del sueño americano. ¿Por qué le interesó filmar esa forma de vida devastada?

–Quería filmar en Pine Ridge, donde reside el núcleo de la historia de ese país. La naturaleza de esa cultura anida en ese espacio abandonado. Es el punto negro irresuelto. No son más de 70.000 habitantes, y pensar que es un campo de concentrac­ión no resulta una exageració­n. El promedio de vida es de 50 años. A un par de kilómetros, ya fuera de la reserva, en Nebraska, es de 70. En 10 kilómetros se pierden 20 años de vida. Alguien no está haciendo los deberes. Y ahí ya no importa en qué creen los dakotas; tienen la misma cantidad de huesos que los que viven en Nebraska.

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EFE El reciente film de Lisandro Alonso empieza con un western y pasa al retrato de una reserva india.

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