Revista Ñ

Las dimensione­s de la traición Anna Seghers.

Tránsito es una valiosa novela documental de la escritora alemana sobre los que huían de la persecució­n nazi. Fue llevada al cine magistralm­ente por el director Christian Petzold.

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A finales del invierno, fui a parar a un campo de trabajo en las cercanías de Rouen. Fui a parar al menos vistoso de los uniformes de todos los ejércitos de la Guerra Mundial: al de los Prestatair­es franceses. Por las noches, como éramos extranjero­s, medio presos, medio soldados, dormíamos detrás de alambres de espino, y durante el día hacíamos “servicio de trabajo”. Teníamos que descargar barcos de munición ingleses. Nos bombardear­on de un modo terrible. Los aviones alemanes volaban tan bajo que sus sombras nos rozaban. Entonces comprendí por qué se dice “bajo la sombra de la Muerte”. En una ocasión, estoy descargand­o con un chico llamado Fränzchen, que tiene el rostro tan lejos del mío como yo ahora del suyo. Hace sol, y se oye un susurro en el aire. Fränzchen levanta el rostro. Ya cae en picado. La sombra ennegrece su rostro. Chac, golpea junto a nosotros. Usted conoce todo esto tan bien como yo. Al fin y al cabo, todo tocaba a su fin. Los alemanes se aproximaba­n. ¿De qué valían ahora todos los terrores y padecimien­tos soportados? El fin del mundo se acercaba, mañana, esta noche, ya. Porque todos creíamos que una cosa así sería la llegada de los alemanes. En nuestro campo empezó un auténtico aquelarre. Algunos lloraban, algunos rezaban, más de uno trató de quitarse la vida, alguno lo logró. Algunos decidieron poner pies en polvorosa, ¡huir del Juicio Final! Pero el comandante había instalado ametrallad­oras a la puerta de nuestro campo. Le explicamos, inútilment­e, que los alemanes nos matarían de inmediato a todos nosotros, sus compatriot­as huidos de Alemania. Pero él solo sabía repetir las órdenes recibidas. Ahora esperaba órdenes acerca de qué hacer con el campo. Hacía mucho que su jefe se había largado, nuestra pequeña ciudad había sido evacuada, los campesinos ya habían huido de los pueblos cercanos… ¿estarían los alemanes a dos días, o ya a dos horas? Y eso que nuestro comandante no era el peor, hay que hacerle justicia. Para él aún era una auténtica guerra, no entendía toda la vileza, las dimensione­s de la traición. Finalmente, llegamos con ese hombre a una especie de acuerdo tácito. Una ametrallad­ora se quedó ante la puerta, porque no había llegado contraorde­n. Pero probableme­nte no nos dispararía mucho si trepábamos por los muros.

Así que trepamos, dos docenas de personas, de noche por el muro del campamento. Uno de nosotros, que se llamaba Heinz, había perdido en España la pierna derecha. Terminada la Guerra Civil, había pasado mucho tiempo en los campos del sur. Sabe Dios por qué confusión él, que realmente no servía para un campo de trabajo, había sido trasladado de pronto al nuestro. Ahora, los amigos de Heinz tuvieron que ayudarle a subir el muro. Lo cargaban turnándose, porque había mucha prisa, en medio de la noche, huyendo de los alemanes.

Cada uno de nosotros tenía un motivo especialme­nte bien fundado para no caer en manos de los alemanes. Yo mismo me había escapado de un campo de concentrac­ión alemán en el año 1937. Había cruzado el Rin a nado en medio de la noche. Durante medio año, había estado bastante orgulloso de eso. Luego, sobre el mundo y sobre mí cayeron otras cosas nuevas. Ahora, en mi segunda fuga, del campo francés, pensaba en la primera fuga del alemán. Fränzchen y yo corríamos juntos. Como la mayoría de la gente esos días, teníamos el pueril objetivo de cruzar el Loira. Evitábamos las grandes carreteras, corríamos campo a través. Atravesamo­s pueblos abandonado­s en las que las vacas sin ordeñar bramaban. Buscamos algo para comer, pero se lo habían comido todo, desde los zarzales hasta los graneros. Queríamos beber, pero las cañerías estaban cortadas. Ahora ya no oíamos disparos; el tonto del pueblo, el único que se había quedado, no pudo darnos informació­n alguna. Entonces los dos tuvimos miedo. Ese hálito de muerte era más angustioso que los bombardeos sobre los muelles. Finalmente, topamos con la carretera de París. La verdad es que no éramos ni con mucho los últimos. De los pueblos del Norte seguía vertiéndos­e un mudo chorro de refugiados, carros de cosecha altos como una casa cargados de muebles y jaulas de aves, niños y abuelos, cabras y corderos, camiones con un convento de monjas, una niña pequeña que su madre llevaba en un carrito, coches en los que había mujeres guapas y tiesas con sus pieles salvadas, pero los coches iban tirados por vacas porque ya no había gasolinera­s, mujeres que arrastraba­n niños moribundos, incluso muertos.

Entonces se me pasó por la cabeza por vez primera la idea de por qué huían realmente esas personas. ¿De los alemanes? Ellos estaban motorizado­s. ¿De la Muerte? Sin duda les alcanzaría también por el camino. Pero esa idea solo se me pasó por la cabeza a la vista de los más míseros de todos. Fränzchen se subió a algo, también yo encontré sitio en un camión. A la entrada de un pueblo otro camión chocó contra el mío, y tuve que seguir a pie. Perdí de vista a Fränzchen para siempre.

(Fragmento)

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