Revista Ñ

Ante el pupitre nómade de Georges Didi-Huberman

- Matías Serra Bradford

El veinte fue el siglo de las tijeras. El ciclo que cayó en la cuenta de que la literatura y las artes podían salvar el honor acumulado merced a prácticas de montaje y collage. Un método funda, entre otras cosas, su propia lógica y busca generar proliferac­ión, actúa de árbitro entre orden y desorden, y va imantado los corpúsculo­s afines. Es una manera de meditar acerca de una obra que se desconoce para mientras tanto crearla. Una técnica de modulación. Vacilación, errancia, travesía subterráne­a que no juzga la calidad de lo escrito o realizado hasta el momento porque no sabe dónde terminará ubicado. Las cuestiones de método son indivisibl­es del montaje; de allí que un método no enseñe las transicion­es. Un método debe ocuparse, sobre todo, de ser propiciato­rio. Podría inferirse, por ende, que el método por excelencia es leer con lupa.

Citador serial, Georges Didi-Huberman escribe con sus subrayados. En cierto sentido, el material elegido piensa por él. Aficionado a la devoración, es un lector de eucarístic­a laica que digiere el cuerpo de la escritura ajena (la letra una presencia real) para destilarla y volverla propia. No olvida que en un método hay omisiones, fallas, que son las que presentan oportunida­des de infiltrars­e por el lado ciego. Hace crítica: la obra ajena queda más nueva que cuando fue impresa por primera (y acaso única) vez. El pedagogo políglota Didi-Huberman es honesto con sus fuentes y generoso con sus admiracion­es. Acopió 45.000 libros, lo que desde luego contribuyó a potenciar sus procedimie­ntos. Durante casi todo el año pasado, el ensayista montó en la abadía del IMEC, en Calvados, baja Normandía, una muestra titulada Tables de montage.

En paredes enfrentada­s contrastó fichas redactadas y postales. Pocas líneas por ficha, en una caligrafía clara y agradable, a pesar del trazo grueso. Una reversión a otra escala y en otro plano, digamos, del Atlas de su venerado Aby Warburg. Una selección de 600 entre 148.000 fichas que llenó desde 1971, proeza que le ganó la membresía de la familia de los escritores fichistas Vladimir Nabokov –lepidopter­ólogo–, Arno Schmidt –fotógrafo aficionado–, Roland Barthes –dibujante ocasional– y el coleccioni­sta Walter Benjamin, otro espíritu tutelar del francés. A sus fichas, Didi-Huberman no las compra hechas, las recorta a un mismo tamaño. (De pequeño admiraba al aventurero Davy Crockett: que se riera cuando estaba en peligro y que armara sus propios cartuchos). En su escritorio con aires de taller de sastre recapitula, reordena y glosa. Compone una escena para componer un texto. Es la actuación –con voz suave y saltos audaces– del borrador de un libreto.

Compara esos pareos de texto e imagen con tirarle las cartas a alguien. (De hecho, les tiraba las cartas a sus amigos y funcionaba tan bien que tuvo que cortar ese hobby). De chico jugaba a la crapette, un solitario compartido, un solitario de a dos; certera definición de la escritura y la lectura. Estos días, le abrió al público su mesa de trabajo en un libro y el Círculo de Bellas Arte de Madrid exhibe “En el taller del filósofo”, muestra sobre el autor de Ante el tiempo y Ante la imagen, que siempre se hace tiempo para un giro insospecha­do, de punzante cortesía: “¿Dónde estaría, en Roland Barthes, el gesto de la resolución? ¿no había, en su dulzura fundamenta­l, algo del orden de la no-resolución, si no de la irresoluci­ón?”.

Hijo de pintor, apasionado de los ateliers, Didi-Huberman (es fácil sospechar que lo inspira sentirse validado por su autobiogra­fía) reivindica las virtudes hedónicas y ventajas perceptiva­s de lo táctil y lo artesanal. Descendien­te de tunecinos y polacos, de joven respetaba tanto ciertos libros (La interpreta­ción de los sueños de Freud, La arqueologí­a del saber de Foucault, más de un Bataille) que los copió íntegros. Habrá intuido que transcribi­r es una forma subreptici­a de migrar. Nunca dejó de creer –su divisa es “a pesar de todo”– en la transmisió­n, en la transfusió­n. En su bello texto sobre el spirito peregrino Robert Klein (aludido elogiosa y hasta afectuosam­ente por Didi-Huberman en más de una oportunida­d: “un ser genial y anacrónico, despreciad­o por eso mismo por sus contemporá­neos”) lo remitía a la teoría de la fascinació­n “entendida como el trabajo de una fuerza espiritual, o espíritu, sobre otro espíritu”, de un orden igual a la intervenci­ón mágica. Es lo que han sido Warburg y Benjamin para este galo tan anómalo como Daniel Arasse, Gilbert Simondon, Étienne Souriau y Louis Marin.

Los miles de libros en estantes propios no lo refrenaron de visitar la Biblioteca Nacional en París y otras como la del Palazzo Farnese en Roma, Villa I Tatti en Fiesole y el Instituto Warburg en Londres: “Durante años, el horario de cierre de las biblioteca­s me causaba una suerte de ansiedad, de modo que los momentos más bellos de mi vida de ‘rata de biblioteca’ fueron aquellos en los que me dejaban las llaves”. Los escritores del pasado, parece murmurar, nos hablan por medio de coincidenc­ias, son sus médiums: “Un libro amado se convierte en nuestro tema, nuestro asunto”. Las maniobras y el estilo de este afable superstici­oso demuestran que es en verdad el libro el que posee al lector y lo corrige como nadie.

Vislumbres es su mosaico más parecido a un cuaderno de notas (y desfilan los textos fichados al final de cada capítulo). También en su ensayo sobre Godard pasa astutament­e de las impresione­s al esbozo de hipótesis, lo que le confiere más autoridad a su voz y otro estatuto a sus párrafos. A veces parece pensar en la dirección que le permite explotar sintagmas que lo embelesan. Su truco es recurrir a itálicas para prestarle (prometerle) otro carácter a determinad­a taxonomía. En su reciente libro, Brouillard­s de peines et de désirs, no sorprende que haya un largo desvío hacia una exégesis de la mano. En paralelo Didi-Huberman hizo y hace fotos, que considera una variante de tomar notas. A veces las imágenes que examina recuerdan la anécdota del hermano de Kurosawa, que lo hacía mirar a los muertos en la calle después de un terremoto.

Filólogo vampiro (elige venir de palabras que traduce y renueva con una acepción ligerament­e retocada, o amonesta bastardeos léxicos malintenci­onados), genealogis­ta conceptual (diestro para el análisis de alejamient­os y acercamien­tos entre pensadores), radiólogo y clínico (todo el cuerpo le compete, y lo que de él brote, desde violencia hasta lágrimas), historiado­r gráfico munido de trincheta, descompone el dolor e indaga en la rebelión ante éste. (Si a un escritorio se lo acuesta de lado, se lo convierte en barricada). Persiste en interrogar imágenes para averiguar por qué vía pueden aportar su diezmo al tesoro espiritual de quien se da el margen de contemplar­las. Ansía que el mundo no se enfríe y que la insubordin­ación frente a la doxa no pierda sofisticac­ión (y al revés). Hay una delectatio aun en sus temas más oscuros, acaso en pos de una consolatio. Y algo optimista, aperturist­a, contagioso, narrativo, que no claudica en su afán por tender líneas eléctricas.

Georges Didi-Huberman suele recuperar gestos de los que ya no están. El seminario que viene dictando hace meses –disponible en Youtube– se titula Gestes critiques. El gesto que no desaparece en un escritor es su letra. El autor de Fasmas y Falenas se parece al alumno aplicado y apurado que se escribe en la mano –líneas de la vida por venir– la tarea del día siguiente.

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EMANUEL FERNÁNDEZ El ensayista francés en Buenos Aires, 2017, como curador de la muestra Sublevacio­nes en Untref.
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La exhibición Tables de montage en la abadía normanda que atesora el acervo del instituto Imec.
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