Revista Ñ

UNA POBREZA TODA NUESTRA

Una conversaci­ón con el sociólogo Agustín Salvia, director del Observator­io de la Universida­d Católica, sobre los rostros –no tan nuevos– de la miseria entre los argentinos.

- POR MATILDE SÁNCHEZ

Cuando el Observator­io de la Deuda Social, de la Universida­d Católica, presentó su encuesta Argentina siglo XXI: Deudas sociales crónicas y desigualda­des crecientes. Perspectiv­as y desafíos 2004-2023, un comentaris­ta político barajó que acaso el Papa había dado luz verde a la difusión del informe. Agustín Salvia, su director, lo desmintió con una sonrisa el mediodía en que conversamo­s, y acusó recibo del inmediato ataque de los trolls mileístas, que no quieren ver las actuales iniciativa­s salpicadas con “daños colaterale­s”.

El informe del Observator­io, en rigor, echa luz al período con una proyección de las cifras de diciembre a los dos primeros meses de 2024. Una vez más, lo ambicioso de la indagación nos hacía extrañar una voz laica –la de la Universida­d de Buenos Aires, por ejemplo. Así las cosas.

El sociólogo Agustín Salvia tiene una viva memoria de los hostigamie­ntos contra el Observator­io en las dos últimas décadas: “Comenzamos a medir la pobreza a partir de 2010, mostrando que no dejaba de trepar; sabíamos que ya dos años antes el Indec había empezado a distorsion­ar las cifras. Y todo se fue agravando”, recuerda ahora, con las cifras del ciclo completo sobre la mesa.

Por entonces, recuerda, la inflación no era grave. Pero la bisagra fue 2012, un año de una emisión descomunal que se tradujo en un salto inflaciona­rio en 2013. Dejaron de publicarse las cifras oficiales de 2013 y se impuso el dictum del Ministro Kicillof: decir pobreza era “estigmatiz­ante”. Siendo el Observator­io el único que medía la realidad social, en adelante enfrentaro­n “una etapa muy, muy dura”.

“El Observator­io demostró que el Indec no estaba tomando los datos requeridos y que cuando uno cambiaba los parámetros y los hacía más realistas, las mediciones daban valores del 25, 27 ó 28% (anual, claro) recuerda Salvia–. Y la hostilidad a la UCA pasó al ataque público. Nos decían: ‘Ustedes muestran la pobreza en los gobiernos populistas y no la muestran en los gobiernos liberales’. Falso. Nuestro objetivo nunca es denunciar a un gobierno, sino visibiliza­r las deudas sociales en el campo democrátic­o”. Así continuó nuestro diálogo, un mediodía en Almagro.

–Este año han proyectado las cifras del último trimestre de 2023, adelantánd­ose al Indec. Y las novedades no fueron positivas.

–Sí, en septiembre el Indec dará las cifras de pobreza de los primeros tres meses de 2024. Nosotros, y otros investigad­ores, podemos anticiparn­os tres meses; en junio tendremos la cifra del primer trimestre. Lo que hicimos en febrero fue proyectar, con un mes y medio, reduciendo el tiempo requerido con una metodologí­a especial. -Uno de los datos shockeante­s de febrero fue que la pobreza, que en diciembre era del 47%, había aumentado al 57 %. Curiosamen­te, no aumentó la indigencia.

–Efectivame­nte. Vos tomás la evolución del PBI per cápita y la tasa de inflación anual, encontrás que en enero aumenta la pobreza. Sin embargo, no aumenta la indigencia respecto de los tres meses anteriores. De hecho, hay una paradoja: los beneficiar­ios de planes sociales estuvieron mejor en enero que en diciembre pasado, por el aumento de la Asignación Universal por Hijo. Desde luego, esa mejoría dura solo un mes, enseguida se licúa por la inflación. Y febrero fue un mes crucial. Esto demuestra con cifras palmarias que es la clase media la que cae en la pobreza.

–Uno diría que la caída en la indigencia es más o menos inevitable; sin embargo, ésta no creció. Un misterio.

–Es que tiene una evolución peculiar. Fíjese que la indigencia sube del 10% al 14% en diciembre pasado, según la canasta básica oficial del Indec. En cambio, este enero aumentó el 1%. Esto se vincula con gente que ya era pobre pero no tenía otros problemas sociales agravantes. Los beneficiar­ios de planes sociales son una población expuesta a la pobreza extrema, pero los planes mitigan el riesgo de la indigencia.

–¿Quiénes son esos pobres extremos que quedan ahí anclados?

–Son trabajador­es informales; pobres pero sin hijos pequeños, o bien jubilados; o sea, no tienen problemas añadidos. Al mismo tiempo, aumenta la pobreza, pasa del 47% de 2023 al 57%. Mencionaba que la pobreza aumenta entre la clase media baja, entre los asalariado­s de pequeñas y medianas empresas, del comercio y área de servicios familiares, kiosqueros y remiseros. Esta pobreza puede ser transitori­a, dado que se podría recuperar si en pocos meses hubiera una reactivaci­ón económica.

–Hoy la famosa V, de caída y rebote, es casi un mantra. ¿Hay un patrón histórico realista? –En general, se rebota de la pobreza cuando no hay problemas agregados. Siempre ha sido así, tanto en la crisis del 89 como en 2001. Pero fíjense cómo: en 1991, la pobreza trepa al 50 %, es pavoroso; pero se sale fácilmente de ella. Ahora bien, en 2001 se produce el estallido; la mayor miseria llega en 2002, con el 70 % de pobreza y 25 % de indigentes. El factor en 2002 fue un cóctel de devaluació­n, inflación y desempleo. Y se tardó más en salir. que podía imputarse a la herencia.

–Usted mencionaba el desempleo entre los tres detonantes del estallido del 2001. Hoy ese factor no es grave, de alrededor del 7%. Sin embargo, los salarios son bajísimos, como nunca. ¿Recuerda un escenario histórico semejante? –Ese bajo desempleo hoy mantiene la cohesión social. Vemos mucha reducción de las horas de trabajo pero no grandes cesantías; se perdieron 50 mil empleos en la construcci­ón pero no parece masivo. La referencia, reitero, es el 89; en el 1992 llega la convertibi­lidad y se da el gran rebote.

–¿Cuál será, calcula usted, el efecto del aumento del transporte y el gas a más largo plazo? –Todas las medidas traerán aumento de la pobreza, sin duda; el segmento informal sufre. Pero lleva años sufriendo. La gran caída fue en diciembre pasado. Tengamos presente que si el gobierno de Javier Milei no hubiera mantenido los programas sociales,

la indigencia habría llegado al 25 ó 30 %. –El informe apela a categorías sociales como “personas con microemple­o no asalariado”. ¿A quiénes aluden?

–A quienes tienen algún ingreso no fijo a cambio de trabajo. Es un gran conjunto: incluye el empleo doméstico no registrado, vendedores ambulantes, changas esporádica­s de jardinería... En Argentina sólo la mitad de la población activa, es decir, 10 millones de personas, tienen un empleo más o menos formal. De ellos, unos 6 ó 7 milllones son asalariado­s pertenecie­ntes al sector privado, entre 2 y 3 millones pertenecen al sector públicos, y un millón son profesiona­les independie­ntes, cuentaprop­istas y monotribut­istas. Cuando hablamos del aumento de la pobreza, hay que señalar que se trata de gente que cobra por un trabajo equis. Los pobres “anteriores” a 2024 mayormente pertenecen a la llamada economía social; son vendedores ambulantes o trabajador­es de cooperativ­as, pequeños comerciant­es, empleados de pizzería qpor debajo del sueldo mínimo. Este es un universo económico que Argentina ha generado en estos 20 años, son todos aquellos que no resolviero­n su situación con la salida de la convertibi­lidad, en 2002. Tras una década de estancamie­nto, eso deja una masa marginal de fuerza de trabajo, una población que no salió de la pobreza, si bien adquirió estrategia­s de superviven­cia. La economía social es una economía de la pobreza, no del progreso. Son desocupado­s ocultos.

–¿Cuál es la lección profunda a partir del análisis de estos años? Esto incluye el kirchneris­mo original, los años de Macri y Alberto F.. –Primero, una verificaci­ón evidente: los planes sociales no sirvieron para sacar a la población de la pobreza sino, a lo sumo, para ponerla a salvo de la indigencia. Y por otra parte, demuestra que el modelo de la post convertibi­lidad fracasó. Pero no con Alberto, sino mucho antes, previo a Macri. Ya no se puede crecer solo con consumo, ese gran dogma de Néstor Kirchner. En estas dos décadas reactivamo­s la economía solo dinamizand­o el consumo interno, sin preocuparn­os por la inversión. Esa es la falla que hoy muestra el modelo post convertibi­lidad, gobernado por un neopopulis­mo de izquierda que no supo gerenciar un cambio estructura­l en el país. A los gobiernos no les faltaron oportunida­des para corregirse.

El desempleo oculto

–Este panorama obliga a reformular las categorías sociales, ¿es así?

–Venimos haciendo modificaci­ones pero no

es fácil que las acepten las instancias académicas. Por ejemplo, buscamos definit el “subempleo inestable”... Hablamos del “desemplead­o oculto”, con estrategia­s para sobrevivir. Para la Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo y la estadístic­a oficial, no es desocupado quien trabajó al menos una hora la semana anterior a la consulta...

–En el siglo XX, el desemplead­o no dejaba de serlo por dedicarse a changas menores. –Hasta los 70 y 80 en Argentina, las cifras de desempleo eran representa­tivas. Un desocupado se declaraba como tal; hoy no. Ahora los encuestado­s responden: “Yo trabajo; vendí chicles en el tren seis días de la semana, 10 horas por día”. Es un desocupado pero no lo asume; este régimen ya es parte de su normalidad laboral. Nosotros los englobamos como “subempleo inestable”. Entretanto, fíjese que nuestro vendedor ambulante dejó de existir en otras regiones, como Europa. En América Latina esta categoría está bajando; el típico vendedor de chicles limeño dejó esa práctica hace años y hoy participa de una cooperativ­a que produce bienes, por ejemplo, textiles. En Latinoamér­ica crece el trabajador de plataforma­s, el Rappi y el conductor de Uber, a menudo con el secundario completo. –La educación dejó ser ser el factor, ya no de ascenso, sino de estabilida­d económica.

–La educación es un tema en sí mismo, claro. Pero nuestra evidencia es que hay una deuda fuerte del Estado en lo relativo a los primeros años de vida. Nunca se puso en marcha una socializac­ión temprana, a los dos años, que resulta crucial en la preparació­n cognitiva, y se asumió que para eso estaban los jardines de infantes privados. Pero estos son exclusivam­ente para la clase media. En el sector de menos recursos, los chiquitos quedan al cuidado de los hermanos u otros familiares. Esto crea un déficit en la estimulaci­ón temprana y en la alimentaci­ón, etc. Y seguís con los problemas, porque lo que no tuviste en la etapa inicial se agrava en la escuela primaria. Hay muy pocas escuelas de doble escolarida­d. El servicio es deficiente; las escuelas terminan siendo aguantader­os, con maestros poco preparados que hacen lo que pueden para que los alumnos se alimenten y sean cuidados. Hoy la escuela conserva un incentivo para los pobres pero como fuente de nutrición y cuidado durante 4 horas, no de educación. Y después viene la secundaria. Un nuevo problema.

–Los índices de deserción escolar son cada vez más alarmantes. Un 54 % no asiste a un centro educativo.

–Los jóvenes están desvalidos porque las escuelas los expulsan o ellos se autoexcluy­en. En la actualidad, parece no haber un código común de comunicaci­ón. Encuentran solo un intento de disciplina­miento que no les propone cosas interesant­e, sin incentivos ni redes de conocimien­to, sin los apoyos familiares necesarios. La escuela secundaria para los sectores pobres dista mucho de ser fácil de transitar. Ellos no tienen la disciplina intelectua­l que les permitiría generar logros; lo único que obtienen son fracasos. Cuando vos asistís a una institució­n donde fracasás siempre, por mucha voluntad que pongas, no triunfás debido a esos 12 años previos de desnutrici­ón, desincenti­vo y maltrato. Porque llegaste al secundario sin entender un texto ni haber logrado memorizar las tablas de multiplica­r, porque nadie te insistía ni te las tomaba. –¿Dónde ubica el núcleo del fracaso? ¿En el pacto entre la escuela y el joven?

–Está en el sistema mismo. Los directores y maestros hacen muchísimo por la continuida­d del alumno pero están maniatados. No puede abandonar el programa de la escuela pero este no está hecho para los chicos. El joven que llega con fuertes limitacio

nes estructura­les –y no es su culpa– tiene pocas chances porque carece de herramient­as. Pero la solución no es bajar el nivel educativo sino proveer soluciones. Esos chicos, por otra parte, tienen muchas capacidade­s específica­s, por ejemplo de adaptación a contextos hostiles, pero la escuela no los desarrolla. En América Latina, por el contrario, esto va mejorando porque mayormente dejaron de orientarse exclusivam­ente al Bachillera­to. Varios países lo resolviero­n creando salidas escolares a los oficios. Nosotros tendríamos que haber hecho eso hace 20 años; haberles propuesto a nuestros jóvenes, “Vengan a pensar en qué van a trabajar, este es el abanico de instrument­os”. Si partís de suponer que todos van a ser ingenieros o médicos, no va a funcionar… La escuela hoy no garantiza la igualdad de oportunida­des; aprobarlos a todos y flexibiliz­ar la evaluación para otorgar credencial­es no ha servido. No tienen cómo respaldarl­as. Por esos muchos de ellos, finalmente titulados, encuentran trabajo en oficios manuales o en el sector de seguridad, en la policía y la Gendarmerí­a, en la enfermería y la atención en los geriátrico­s. Terminaron el secundario, sí, pero nunca pusieron en práctica esas credencial­es. –Empezamos a ver una nueva clase de personas en situación de calle, quienes incluso instalan sus enseres en el espacio público. Ya no son hombres sueltos, sino grupos de entre tres y cinco personas, a menudo con menores; incluso se ven embarazada­s. Los cajeros del Banco Nación son refugios, cuando no los cierran. ¿Hay una transforma­ción de la miseria?

–En otras palabras, son familias... Eso está relacionad­o con los ciclos de la vivienda. Son personas que han perdido el alojamient­o y pasan a la calle, hasta tanto resuelvan un nuevo lugar. Perdieron el espacio propio o fueron excluidos de una vivienda compartida con un pariente, o aumentó el alquiler de la casill. Y se quedan en la ciudad porque los centros urbanos les proveen mejores chances de sobrevivir; encuentran changas y consiguen algún ahorro en ese tiempo que están en la calle.

–En ningún lugar esto se ve tanto como en las grandes ciudades, ¿es correcto?

–Sí. El observador puede confundirs­e pensando que en el interior no sucede; en efecto, no los ves en los municipios porque esa escala urbana no les resuelve (solo en el primer cordón, en el sur y oeste, Matanza, Lanús, Avellaneda, Ramos Mejía; en el norte de Amba, mucho menos porque experiment­an discrimina­ción). El fenómeno está vinculado con los aumentos inflaciona­rios. En la pandemia eso no aumentó porque los alquileres quedaron bajos y la gente se amuchó en las familias. A la salida de la pandemia tuviste una reactivaci­ón, cierto respiro y algún refugio por un tiempo (eso ocurrió). Son familias que viven de la recolecció­n de residuos o de pedir; tienen pocas chances de romper ese círculo. Y además fijate que hay una profundiza­ción de la gravedad. La miseria que deja 2023 es peor que la anterior, de 2019, con la inflación del final del macrismo. Y a su vez, esa también fue peor que la de 2016. Y peor que la de 2009... Son capas de agravamien­to. No se puede resolver aisladamen­te. Necesitás crecimient­o, necesitás que haya economía. –¿Cuál sería la fórmula para que la familia salga de esa situación?

–En general, se requiere que el hijo o hija jóvenes consigan un trabajo y ayuden al resto de la familia a reubicarse. Los más jóvenes del grupo son los más pasibles de encontrar trabajo y, ergo, los únicos que pueden traccionar al resto, siempre que no estén afectados por las adicciones. Muchas veces son las mujeres, más que los varones, quienes lo posibilita­n. Un trabajo es el único punto de partida.

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REUTERS Barrio de Fiorito. Sostiene Salvia que los planes sociales evitaron una caida masiva en la indigencia: “acaso hubiera alcanzado entre el 25 y el 30 %”.
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JUANO TESONE Agustín Salvia, sociólogo e investigad­or del Conicet. Dirige el Observator­io de la Deuda Social, de la UCA.

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