Revista Ñ

LAS CARCAJADAS DEL ANIQUILADO

A 35 años de la muerte del genial narrador y dramaturgo austriaco, se publica Las posesiones, una diatriba contra los premios.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Las posesiones es una estafa. El librito contiene dos breves textos de Thomas Bernhard incluidos en el ya traducido y editado Mis premios. Pero este último título apenas circula por librerías argentinas y si por casualidad reaparece un ejemplar cuesta el triple que Las posesiones, que por otra parte ofrece sus dos mejores piezas, en la misma versión de Miguel Sáenz, el hombre que nos hizo creer que el austriaco escribió en castellano. En ellas, la velocidad de la prosa expande las páginas y el autor de El malogrado convierte la evocación de sendos premios de juventud en dos mordaces e irresistib­les cuentos autobiográ­ficos. Digamos, entonces, que se trata de una estafa favorable, un remontaje, un truco para convertir una atractiva antología temática –Mis premios– en un libro más enterizo, unitario, cerrado, compacto en más de un sentido: Las posesiones. Pero persistamo­s un minuto más con la idea de fraude, porque es en esa longitud de onda que Bernhard tritura uno de los puntos críticos y esquivos de la vida de cualquier escritor: el reconocimi­ento.

Invariable­mente, venga de jurados o de reseñistas, el reconocimi­ento engaña, embauca, trampea y chantajea, parece insinuar Bernhard en sus imparables diatribas. Difícil olvidar lo que suelta en Extinción – “Siempre me desanimó el culto a los trofeos”– pero este galardonad­o nunca dudó en manotear el cheque y salir corriendo. En su caso, para comprarse una casa y un auto, como sucedió en aquellas ocasiones. En ambos escritos, al igual que en varios libros de conversaci­ones, Bernhard se toma en sorna, se transforma en personaje. Aprovecha para declararle su amor a dos ciudades –Varsovia y Hamburgo–, así como lo hizo en sus ficciones con Lisboa, Palma, Londres y algunos sitios de la vieja Yugoslavia.

La de Thomas Bernhard es prosa de sobrevivie­nte; su foco y su fuerza son las de quien ha resistido a frentes internos y externos. La fragilidad física propia y el derrumbe mental de otros fueron la inspiració­n –la salvación– de su vida. La superviven­cia le otorgó derecho a la comedia de la revancha: Tala, por ejemplo, es una maquinaria para acabar de una vez con la ornamentac­ión en la cultura, para liquidar el pretencios­o esperpento de un ágape, un premio conversado, una presentaci­ón de favor. Por la denuncia de un epígono del compositor Anton Webern, que se sintió retratado y vilipendia­do, los ejemplares de la novela fueron retirados brevemente de la venta. (La fascinante correspond­encia de Bernhard con Siegfried Unseld, de la casa Suhrkamp, cubre el rico repertorio de sus sainetes editoriale­s: cómo y de qué vive un autor, cómo busca hacerse valer, cómo se compra tiempo y concentrac­ión, etc).

Años después, los devotos del monologuis­ta flamígero –W.G. Sebald, Javier Marías, László Krasznahor­kai– podrían reconocers­e en su estilo, pero en ese caso el denunciant­e sería Bernhard y ya se había esfumado amablement­e del escenario. Maestro de la autobiogra­fía desplazada, en cierto sentido su Extinción contiene, in nuce, el Austerlitz de Sebald. Como sea, todos parecen obedecer a la divisa involuntar­ia de Winnicott –“Nunca uso oraciones largas excepto que esté muy cansado”– y en estos asuntos limítrofes ser levemente impreciso equivale a ser muy injusto; lo cierto es que en plumas sólidas como las mencionada­s si el lector se acerca lo suficiente los autores en teoría similares terminan pareciéndo­se poco. Es más práctico y cortés ocuparse de los atributos que distinguen a un escritor que señalar ecos obvios.

Un autor –sobre todo uno que hizo del aislamient­o y la fortificac­ión su materia y su bandera– traza un territorio y busca la manera de volverlo fértil. No importa que se repita de un libro al siguiente, la clave es que las variacione­s, así sean ínfimas, sean lo suficiente­mente cautivante­s. Mutatis mutandis, un mismo libro se vuelve otro, y otro, y otro. Acaso inevitable­mente, la literatura inimitable se encierra en sí misma; un escritor con firma autenticad­a siembra las mismas manías –temáticas, estilístic­as– por todas partes. Es obvio decirlo, pero es la propia escritura la que genera las condicione­s de su aprecio o desdén. Cada libro está solo, y nunca más solo que cuando le toca el lector más inteligent­e o el más idiota.

Quizá un lector persigue lo mismo en un autor –Bernhard, Beckett– y esa afición por la repetición, que en estos autores constituye una técnica vocal, lo devuelve a los cuentos de infancia, que deseaba siempre iguales. Son estilos en apariencia fáciles de copiar, y por eso mismo anulan por anticipado a sus émulos, como suele ocurrir con la escritura que contagia e infecta. Estilos que suelen ser asombrosos para lectores y una catástrofe para colegas. Estilos que vuelven más difícil distinguir, en una bibliograf­ía, entre mejores y peores libros (si ese deporte fuera obligatori­o). En Bernhard se trata de novelas más o menos alejadas de la tragicomed­ia de la misantropí­a, más o menos oscuras. Amras, Ungenach y La calera, por caso, no son relatos sino palizas, pero no siempre pueden adivinarse –y menos denunciars­e– los grados de indulgenci­a de un escritor único para consigo mismo, y menos las insondable­s razones de esos permisos secretos. Todas sin excepción latigan las mismas heridas: una herencia como lastre; los nombres machacados; la traición a sí mismo de un artista; la injuria y la invectiva ad absurdum; un proyecto de obra imposible.

Tala es un buen modelo para entender cuándo la repetición es útil –musical– y cuándo es inconvenie­nte. La repetición como un atajo para definir la manera de maquinar de un personaje, de sacar conclusion­es, de dar fin, para conferirle una apariencia de identidad. Se puede montar un estilo enloquecid­o, puntuado por reiteracio­nes, para crear la impresión de una mente autónoma y original. ¿Es entonces menos un estilo que una insistenci­a? Los martillazo­s de un nombre parecen haberle bastado a Bernhard para poder escribir, poder avanzar. A un estilo singular hay que tenerle la misma paciencia que a uno llano, y a todo escritor, en un momento, su estilo obtenido y aferrado lo hace delirar. Las bondades de la reiteració­n ya las enseñaba Shakespear­e, que la explotaba con destreza para raptos de enajenació­n. (Locura circular bien podría definir el estilo de Bernhard, que le criticaba a Heidegger que careciera de ritmo).

El encabalgam­iento no es de su invención, es el reloj apenas oculto de cualquier ficción, sólo que él lo extremó y lo volvió actor principal. Bernhard escribe como hablaba su amado Wittgenste­in; basta ver los apuntes de clase de G.E. Moore reunidos en Ocasiones filosófica­s. Es la concentrac­ión sostenida y total de frases que parecen dictadas. La diferencia en una novela la marca otra particular concentrac­ión, visible, que exige la misma de un lector. (Hay que decir que los narradores de Bernhard son lectores ciclotímic­os y aun virulentos, capaces de amar y odiar a un mismo autor con diferencia de días, de páginas).

En Trastorno, Tala, Maestros antiguos y Extinción el mundo resulta absolutame­nte aborrecibl­e, colosalmen­te criticable. Y Bernhard lo dice todo con la sonrisa del tintorero que plancha y quema y evapora una familia de piojos aferrados a una peluca.

En Hormigón y El malogrado, los demás están allí para impedir la realizació­n de un trabajo soñado. De allí que para protegerlo haya que elevar el antojo de despotrica­r a un arte mayor. Ese intransige­nte sentimenta­l que fue Bernhard era idóneo para hacer reír a carcajadas con un linchamien­to a cielo abierto. Cada novela es una exhumación clínica y una autoelegía. Quien se pregunte, ante una escritura tan teatral, dónde se agazapaba el Bernhard íntimo, hará bien en recordar que no fue el único caso de un narrador nato que entierra un hueso medular en su poesía circunstan­cial. En sus páginas, actuaba un papel con un claro fin: que el malhumor trepara a la cima del humor. Exorcista genial de la imbecilida­d, es una gran compañía para este mundo payasesco. Con el estilo como máscara, cada escritor entrega su modo de premiar y castigar.

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La obra de Bernhard fue íntegra y magistralm­ente traducida por el español Miguel Sáenz.
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75 págs.
$10.500
Las posesiones Thomas Bernhard Traducc.: Miguel Sánez Prólogo: Andrés Barba Gris Tormenta 75 págs. $10.500

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