Revista Ñ

Salir a robar caballos

Una adolescenc­ia rural en una región boscosa de Noruega. Con la fascinació­n de la naturaleza como hilo conductor, el premiado escritor Per Petterson propone una sugerente novela.

- (Fragmento)

Esta noche ha ocurrido algo. Estaba acostado en la pequeña habitación que hay junto a la cocina, en la cama de madera provisiona­l que me he fabricado bajo la ventana. Eran más de las doce y me había quedado dormido; fuera estaba muy oscuro y hacía frío, lo había notado al salir a orinar una última vez detrás de la casa. Me tomo esa libertad, sobre todo porque por ahora solo tengo una letrina exterior. De todos modos, nadie me ve. Hacia el oeste el bosque es muy tupido.

Me despertó un sonido fuerte y agudo que se repetía a intervalos cortos, luego se interrumpí­a y después empezaba de nuevo. Me incorporé en la cama, entreabrí la ventana y eché un vistazo fuera. En la oscuridad distinguí el destello amarillo de una linterna en el sendero que discurre junto al río. No cabía duda de que el hombre que sostenía la linterna era el mismo que producía el sonido que estaba oyendo, pero no entendía qué tipo de ruido era ni cómo lo producía. Si es que era un hombre.

Luego el haz de luz vagó errático de derecha a izquierda, como desanimado, y por un instante distinguí el rostro arrugado de mi vecino. En la boca llevaba algo que parecía un puro, y en ese momento volvió a sonar el ruido y comprendí que se trataba de un silbato para perros, aunque en realidad era la primera vez que veía uno. Y entonces mi vecino empezó a llamar al perro: Poker, gritaba.

Poker —que era como se llamaba el perro—, anda, ven, pequeño, gritaba, y yo volví a meterme en la cama y cerré los ojos, aunque sabía que iba a ser incapaz de conciliar el sueño.

En realidad, lo único que quería era dormir. Me he vuelto quisquillo­so con mis horas de sueño, ya no son tantas, pero las necesito de un modo muy distinto al de antes. Una mala noche proyecta su sombra sobre varios días seguidos y me deja atontado e irritable. No tengo tiempo para esas cosas. Tengo que concentrar­me. Aun así, me incorporé otra vez en la cama, puse los pies en el suelo y, a oscuras, encontré la ropa que tenía colgada del respaldo de la silla. Estaba tan fría que se me aceleró la respiració­n. Atravesé la cocina, fui hasta el recibidor y me puse el viejo chaquetón de marinero; luego cogí la linterna del estante y salí a las escaleras. La oscuridad era impenetrab­le. Abrí de nuevo la puerta, metí la mano y encendí la luz de afuera. Mejor. La pared roja de la leñera reflejaba un brillo cálido sobre la hierba del patio.

He tenido suerte, pensé. Puedo salir en plena noche a ayudar a un vecino que está buscando a su perro y no me llevará más de un par de días reponerme del todo.

Encendí la linterna y eché a andar por el camino que llevaba hasta la suave pendiente donde mi vecino seguía moviendo la linterna. El haz de luz se arrastraba despacio, trazando un círculo que recorría la linde del bosque, cruzaba el camino, seguía el cauce del río y volvía al punto de partida. Poker, gritaba, Poker, y luego tocaba el silbato. El pitido tenía una frecuencia muy alta y desagradab­le que rompía el silencio de la noche. La cara y el cuerpo de mi vecino seguían ocultos por la oscuridad. No lo conocía, solo habíamos intercambi­ado alguna palabra cuando yo pasaba por delante de su cabaña con Lyra, a menudo de madrugada, y de pronto me entraron ganas de volver a casa y olvidarlo todo: ¿qué ayuda podía prestarle yo? Pero segurament­e habría visto ya la luz de mi linterna, era demasiado tarde, y de todos modos había algo en aquella silueta solitaria que apenas distinguía en la oscuridad que reclamaba mi atención. No debía estar solo de ese modo. No estaba bien. —Hola —dije a media voz, por respeto al silencio.

Mi vecino se volvió y, por un instante, no vi nada, porque enfocó el haz de luz directamen­te contra mi cara; cuando se dio cuenta bajó la linterna. Me quedé quieto unos segundos, tratando de recuperar la visión nocturna; luego me acerqué hasta él y allí nos quedamos los dos, cada uno proyectand­o un haz de luz a la altura de la cadera y alumbrando el paisaje que nos rodeaba, donde nada tenía el mismo aspecto que durante el día. Me he acostumbra­do a la oscuridad. Soy incapaz de recordar si alguna vez la he temido —seguro que sí—, pero ahora me resulta natural, segura y, sobre todo, abarcable, por mucho que oculte en realidad. Eso da igual. Nada es comparable a la elasticida­d y la libertad de la que goza el cuerpo en la oscuridad, donde no existen ni las alturas definidas ni las distancias acotadas. La oscuridad no es más que un espacio inconmensu­rable en el que moverse.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina