GRACIAS A LA RAZÓN QUE NOS DEJÓ KANT
Alemania celebra la herencia dejada por uno de los mayores filósofos de la historia. Todavía se puede pensar la libertad y la justicia desde su óptica.
Cuando llegué a Berlín en 1982, estaba escribiendo una tesis sobre la concepción de la razón de Immanuel Kant. Fue emocionante enterarme de que el departamento que había subalquilado estaba ubicado cerca de la Kantstrasse, aunque en aquel momento me pregunté con frustración: ¿Por qué no había ninguna calle James -Henry o William- en el Cambridge de Massachusetts que había dejado atrás; ninguna calle en honor a Emerson o Eliot? ¿Eran los estadounidenses tan indiferentes a la cultura como suponían los estirados europeos? No pasó mucho tiempo antes de que también pudiera caminar por Kantstrasse y doblar a la derecha en Leibniz sin pensarlo.
Es más difícil ignorar el modo en que Alemania, al igual que otras naciones europeas, dedica años enteros a honrar a sus héroes culturales. Este siglo ya ha visto un Año Einstein, un Año Beethoven, un Año Lutero y un Año Marx, cada uno conmemorando algún aniversario redondo del héroe en cuestión. Los gobiernos federal y municipal aportan sumas considerables para actos que celebran a los pensadores y debaten su relevancia contemporánea.
Años antes del tricentenario de Kant, el 22 de abril de 2024, la Academia de Ciencias de Berlín, a la que perteneció en su día, organizó una conferencia para iniciar los preparativos de su tricentenario. Una segunda conferencia publicó un informe de las actas, pero cuando insté a mis colegas a aprovechar la ocasión para crear programas destinados a un público más amplio, me encontré con un silencio desconcertante. Llegar a un público más amplio no es un talento que cultiven normalmente los profesores de filosofía, pero las conversaciones con otras instituciones culturales mostraron que este caso era especialmente espinoso.
No se trataba sólo del malestar por celebrar a “otro hombre blanco muerto”, como dijo el director de un museo. Los problemas se hicieron más profundos conforme cambiaba el espíritu de la época. “Immanuel Kant: Un pensador europeo” era un buen título para el informe de esa conferencia en 2019, cuando el Brexit parecía amenazar el ideal de unificación europea que apoyaban los alemanes. Apenas unos años después, “europeo” se ha convertido en un insulto. En un momento en que la Ilustración es ridiculizada constantemente como un movimiento eurocéntrico que busca apoyar el colonialismo, ¿quién se siente cómodo organizando una fiesta de cumpleaños de un año para su mayor pensador?
No obstante, las ceremonias de este año comenzaron oficialmente el 22 de abril con un discurso del canciller Olaf Scholz y un almuerzo conmemorativo que tiene lugar en el cumpleaños del filósofo todos los años desde 1805. Dos días antes, el presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier, inauguró en el palacio presidencial una exposición dedicada a los escritos de Kant sobre la paz.
A comienzos de año, cuatro importantes revistas alemanas publicaron ediciones especiales sobre Kant. El 1º de marzo se estrenó una película sobre Kant realizada para la televisión y se está produciendo otra. Se inaugurarán cuatro exposiciones sobre Kant y la Ilustración en Bonn, Luneburgo, Potsdam y Berlín. Las conferencias serán numerosas, incluida una organizada por el Divan, la casa berlinesa de la cultura árabe. Pero, ¿por qué celebrar el año Kant?
Los ocasionales comentarios autobiográficos del filósofo dan una pista sobre la respuesta. Hijo de un fabricante de sillas de montar, Kant habría llevado una vida de obrero si un pastor no hubiera sugerido que merecía una educación superior. Llegó a amar sus estudios y a “despreciar a la gente corriente que no sabía nada”, hasta que “Rousseau me hizo rectificarme”, escribió. Kant rechazó su elitismo anterior y declaró que su filosofía restablecería los derechos de la humanidad: de lo contrario serían más inútiles que el trabajo de un obrero común.
Qué descaro. La afirmación resulta aún más asombrosa si se lee una página cualquiera de sus textos. ¿Cómo demonios se relacionan, podría uno preguntarse, los derechos humanos con demostrar nuestra necesidad de pensar en categorías como “causa” o “sustancia”? La pregunta rara vez se plantea y las observaciones autobiográficas suelen ignorarse, porque las lecturas tradicionales de Kant se centran en su epistemología, la teoría del conocimiento.
Antes de Kant, se dice, los filósofos se dividían en racionalistas o empiristas, personas a quienes les preocupaban las fuentes del conocimiento. ¿Proviene de nuestros sentidos o de nuestra razón? ¿Podemos saber si algo es real? Al demostrar que el conocimiento requiere tanto la experiencia sensorial como la razón, se nos dice, Kant refutó la preocupación de los escépticos de que nunca sepamos si algo existe.
Todo esto es cierto, pero no explica por qué el poeta Heinrich Heine consideraba a Kant más despiadadamente revolucionario que Maximilien Robespierre. Tampoco explica por qué el propio Kant dijo que sólo los pedantes se preocupan por ese tipo de escepticismo. La gente común no se preocupa por la realidad de las mesas, las sillas o las bolas de billar. Sin embargo, sí se pregunta si ideas como la libertad y la justicia son meras fantasías. El principal objetivo de Kant era demostrar que no lo son.
A menudo se pasa por alto este punto, porque Kant era tan mal escritor como gran filósofo. Para cuando termina de demostrar la existencia de los objetos de la experiencia común y se dispone a mostrar en qué se diferencian de las ideas de la razón, el semestre casi ha terminado. Sin embargo, el exceso de palabras no es la única razón por la que a menudo se malinterpreta su obra. Tomemos en cuenta los efectos de una mala crítica.
Si Kant hubiera muerto antes de cumplir 57 años, sería recordado por unos pocos estudiosos por algunos textos breves y tempranos. Dejó de escribirlos en 1770 para concebir y componer su gran Crítica de la razón pura. Después de lo que los eruditos llaman su “década silenciosa”, Kant reunió el texto en seis meses y finalmente lo publicó en 1781. Durante un año y medio, Kant esperó respuestas. Cuando por fin apareció una, se trataba de una crítica en la que se lo acusaba de solipsista berkeleano: alguien que niega la existencia de los objetos comunes.
Cualquier autor puede imaginar la consternación de Kant, y muy probablemente su rabia. Apurado por refutar la tergiversación de la obra de su vida, Kant escribió una segunda edición de la Crítica de la razón pura y, más fatídicamente, los Prolegómenos. Como estos últimos son mucho más breves que el libro principal, se leen con mucha más frecuencia, lo que ha sesgado la interpretación de la obra de Kant en su conjunto. Si el gran problema de la filosofía era demostrar la existencia del mundo, entonces Kant seguramente lo resolvió. (Richard Rorty afirmó que lo hizo, y que la filosofía tiene poco más que ofrecer.)
De hecho, a Kant lo movía una pregunta que todavía nos atormenta: ¿Ideas como la libertad y la justicia son sueños utópicos o son más reales? Su realidad no puede probarse como la de los objetos materiales, porque esas ideas nos plantean demandas totalmente distintas, y algunas personas son completamente impermeables a esas demandas. ¿Podría la filosofía demostrar que actuar de manera moral, si no es particularmente común, es al menos posible?
Un asombroso experimento mental responde esa pregunta en su siguiente libro, la Crítica de la razón práctica. Kant nos pide que imaginemos a un hombre que dice que la tentación lo abruma cada vez que pasa por “cierta casa”. (El siglo XVIII era discreto.) Pero si se construyera un cadalso para garantizar que el hombre fuera ahorcado al salir del burdel, éste descubriría que puede resistir muy bien la tentación. Todas las tentaciones mortales se desvanecen ante las amenazas a la vida misma.
Sin embargo, el mismo hombre dudaría si se le pidiera que condenara a muerte a un inocente, aunque un tirano amenazara con ejecutarlo en su lugar. Kant siempre hizo hincapié en los límites de nuestro conocimiento, y ninguno de nosotros sabe si nos derrumbaríamos ante la muerte o la tortura. La mayoría probablemente lo haríamos. Pero todos sabemos lo que deberíamos hacer en ese caso, y sabemos que podríamos hacerlo.
Este experimento demuestra que somos radicalmente libres. No es el placer sino la justicia lo que puede mover a los seres humanos a realizar actos que superan el más profundo de los deseos animales, el amor a la vida. Queremos determinar el mundo, no sólo ser determinados por él. Nacemos y morimos como parte de la naturaleza, pero nos sentimos más vivos cuando vamos más allá de ella: ser humano es negarse a aceptar el mundo que nos ha sido dado.