El singular inframundo de una villa en Lugano
Estreno. En Ciudad Oculta, un joven tiene sueños recurrentes con un amigo asesinado. Una obra del director argentino-brasileño Francisco Bouzas.
En el arte, la miseria es una tentación: para quienes buscan obtener un rédito de su representación, para quienes utilizan la marginalidad con el fin de descargar una visión sumaria de las cosas, para quienes pretenden fijar una palabra última sobre el estado del mundo (casi siempre amparados en alguna declinación del realismo). Antes de filmar Ciudad Oculta, el director argentino-brasileño Francisco Bouzas había empezado un documental sobre la murga Los locos no se ocultan. El trabajo en el lugar lo llevó a imaginar una película de ficción junto a los entrevistados. El cineasta explica que la producción y el rodaje fueron procesos colectivos que se nutrieron de los espacios, los conflictos y las experiencias de los chicos de la zona. El prejuicio puede preparar mal al público, que tal vez anticipe (equivocándose) un film pobre y mal confeccionado, que reclame un juicio piadoso, una limosna estética y en donde los marginales ejecuten alguna coreografía previsible y esperada por los espectadores que no comparten su realidad. Ciudad Oculta interrumpe ese tipo de transacciones. Sin renunciar a narrar la vida en la villa (Ciudad Oculta es el nombre de la Villa 15 en Lugano), Bouzas y su equipo hacen algo más: dicen que el día a día en un asentamiento desborda por igual el tratamiento sensacionalista del periodismo y el paternalismo de la corrección política. Como si la villa fuera otra cosa, algo más hondo, más espeso, un territorio que cruza planos de la existencia, un umbral que conecta a los vivos con seres de otro orden.
La historia es simple, sin embelecos: dos amigos de la infancia, Iki y Jonás, están distanciados. El primero vuelve al barrio después de haber jugado al fútbol en Paraguay, le trae un regalo a Jonás, pero este es detenido y falta a la cita. Al día siguiente lo liberan, pero ya es tarde: Iki aparece muerto, presumiblemente a manos de narcos. El reencuentro queda trunco. Los amigos de Iki rehacen sus rutinas pero Jonás queda aplastado por el duelo, no puede dedicarse a su peluquería, Iki se le aparece en visiones y un comisario lo acecha.
El universo invocado por el director es claro: las coordenadas fantásticas remiten al terror y el tono seco y hostil de la atmósfera que rodea a los protagonistas trae, aunque sea en filigrana, la memoria distante del policial negro. Con esos elementos, Bouzas trama un extraño malabarismo. La película se alimenta de la energía vital de los géneros, pero sin ceñirse del todo a sus exigencias, como si el film tuviera un plan propio que seguir donde los fantasmas, las alucinaciones o los presagios no fueran un punto de llegada sino, al contrario, un horizonte sobre el cual se emprenden otros caminos. Donde el prejuicio indica que debería haber paredes descascaradas, violencia doméstica o rincones sórdidos, Ciudad Oculta filma habitaciones coloridas y decoradas hasta el último detalle, escenas de una calidez justa y nunca exagerada y espacios que invocan lo mágico (aunque sea una magia negra) antes que la observación sociológica.
La película descoloca. Donde supuestamente debiera emerger la contundencia del sensacionalismo, Bouzas repone el registro de lo fantástico haciendo que lo real no sea nunca un dato duro sino el reverso de otra cosa oscura, terrible. El héroe, para colmo, pasa una buena parte del relato paralizado, entregado al duelo y al mutismo. En última instancia, de lo que se trata es de poder narrar eludiendo los lugares cristalizados. En todo caso, seguir a un puñado de personajes marginales es una empresa que exige filmar desde cero, de nuevo, contra los intereses creados de las películas moralistas y amarillistas.