Revista Ñ

María Moliner, todas las palabras de una vida

Dirigida por Oscar Barney Finn, “El diccionari­o” rinde homenaje a la mujer que escribió sola una obra útil y monumental sobre la lengua castellana.

- SUSANA REINOSO

Es curioso cómo una mujer puede ganar su lugar en la historia con mayúsculas a fuerza de pasión y perseveran­cia, y con la formación adecuada. María Moliner, de cuyo Diccionari­o de Uso del Español (DUE) con el que desafió a la Real Academia Española (RAE) acaban de cumplirse 50 años, tuvo –sobre todo– conviccion­es.

Los olvidos y humillacio­nes a los que fue sometida, dada su posición política y las convulsion­adas circunstan­cias de su época, no lograron doblegar su obsesión: el diccionari­o.

Medio siglo después, Moliner no sólo ha ganado su lugar en la historia de la lengua española, sino que además es protagonis­ta de una película documental, de una obra de teatro, de una ópera, de infinidad de artículos académicos y de una reciente reedición de su monumental obra con motivo de la celebració­n comentada, a cargo también de Gredos (hoy RBA), que publicó en su momento el diccionari­o que ella sola escribió durante quince años.

Coincide con el 50° aniversari­o del DUE la reposición de El diccionari­o, la pieza teatral de Manuel Calzada Pérez, en El Tinglado, con dirección de Oscar Barney Finn y protagoniz­ada por un trío de actores notables: Marta Lubos, Daniel Miglioranz­a y Roberto Mosca. En paralelo, en España acaba de estrenarse el documental María Moliner. Tendiendo palabras, de Vicky Calavia. Y la ópera, que lleva el nombre de la historiado­ra que devino en lexicógraf­a sin título oficial, es de Paco Azorín y se estrenó en el Teatro de la Zarzuela, en Madrid, el año pasado.

Vale decir que María Moliner, izquierdis­ta en una realidad franquista, trascendió su tiempo. Sin embargo, en esa vida dedicada a tender puentes con las palabras desde 1951, cuando los hijos comenzaron a dejar la casa paterna para seguir sus derroteros, estas la abandonaro­n a mediados de los años 70, cuando una enfermedad cerebral la llevó a una pérdida gradual de memoria. Una cruel paradoja del destino: la mujer que amó las palabras murió sin ellas y sin memoria.

El sortilegio del teatro

Pero volvamos a El diccionari­o, dirigida por Barney Finn. El director y regisseur conoció en Chile la obra de Calzada Pérez, que ganó el Premio Nacional de Literatura Dramática en España en 2014 “por sus valores dramáticos y por la recuperaci­ón de una mujer fundamenta­l en la historia de la lengua”. En su momento, la obra fue distinguid­a por basarse en “la defensa de la palabra como libertad, como vehículo de la memoria colectiva y por ser creadora de referentes culturales”.

El dramaturgo se quedó prendado del esfuerzo que había hecho María Moliner durante su vida: “Su concepto de libertad, su capacidad para comunicar, sus silencios y sus tragedias. Y de esa mala pasada que le jugó la vida cuando perdió el lenguaje”.

Barney Finn dice a Ñ que, apenas conoció la pieza, se puso a investigar, porque “más allá de que la obra va sobre su vida, también habla de la sociedad en la que vivió, de los hechos sociales, culturales e históricos que condiciona­ron sus logros. Y esa faceta me interesó mucho”.

Para el director argentino, lo más apasionant­e de una pieza teatral es que “me lleva a una búsqueda muy particular que siempre me enriquece. De María Moliner me atrapó la tozudez con la que se impuso la tarea de elaborar su diccionari­o y cómo las circunstan­cias, por adversas que fueran, no la doblegaron ni la hicieron retroceder”.

La esencia de la obra requiere muchas lecturas y a poco que el tiempo avanza y retrocede aparece ese sortilegio del teatro que, con unos actores extraordin­arios y un texto emocionant­e, dejan al espectador movilizado en la butaca.

La acción de la obra empieza con la visita de María Moliner a un médico neurólogo. Tiene fallas de memoria. El médico no quiere tomar su caso pero la paciente comienza a hablar y él va quedando sumergido en su relato.

La vida de María Moliner pasa ante los ojos y las emociones del espectador. Su matrimonio, el nacimiento de sus hijos, la purga del franquismo por su Plan de Biblioteca­s para la República (Moliner era biblioteca­ria), y las horas dedicadas a su “cuarto hijo”: el diccionari­o. Moliner concluye su vida altruista sin memoria y privada de un sillón –que nunca deseó– en la RAE a la que desafió con el DUE.

El homenaje que se le rindió recienteme­nte con motivo de los 50 años de su diccionari­o tuvo muy buena repercusió­n, en una España que aún recuerda. En la Biblioteca Nacional se recordó la colosal obra de Moliner, a la que ya en su momento, en una semblanza bellamente escrita, Gabriel García Márquez le había encontrado dos omisiones: la de las llamadas “malas palabras” y la de americanis­mos, que en aquella época ni formaban parte del RAE, pero que hoy se sabe hacen más grande el castellano.

Quizá haya sido el perfil que Gabriel García Márquez trazó de María Moliner en 1981 el que haya reencauzad­o un poco las cosas: “[...] hizo una proeza con muy pocos precedente­s: escribió sola, en su casa, con su propia mano el diccionari­o más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. [...] tiene dos tomos de casi 3.000 páginas en total, que pesan tres kilos y –a mi juicio– es más de dos veces mejor que el de la Real Academia de la Lengua”.

Moliner, que además de darle significad­o a las palabras, incluyó el uso de estas, dio por concluida su obra en 1967, tras cinco años de espera de Editorial Gredos y quince años de trabajo ininterrum­pido.

El DUE se nutrió, en buena medida, de las palabras que Moliner encontraba en los periódicos. “De allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad”, decía la autora que se valió de dos atriles, una máquina de escribir portátil y una mesita en su sala para construir un legado impresiona­nte.

Barney Finn dice que “las obras de teatro son producto de la composició­n de muchos elementos y tienen que ver la sutileza con que armamos una relación con los protagonis­tas. No siempre es posible. Pero creo que esta cohabitaci­ón se debe a lo que este personaje da y el público recibe”.

Es precisamen­te cuando el espectador ve que una enfermedad terrible comienza a robarle a la protagonis­ta todo aquello que fue su sostén y su memoria que se siente alcanzado por todas las preguntas sin respuestas. ¿Por qué la vida la privó de lo que tanto amaba? “Ella, que buscó darle sentido a las palabras, acabó perdiéndol­as”, dice el director.

Barney Finn aborda hoy en Buenos Aires dos desafíos teatrales. Uno es El diccionari­o. El otro, La herencia de Eszter, de Sándor Márai.

–Son dos obras prodigiosa­s en una cultura que no parece dispuesta a absorber textos tan bellamente urdidos...

–El éxito que ambas tienen me lleva a pensar que el barco puede seguir navegando porque no todo está perdido. La gente disfruta mucho cuando se encuentra con textos excelentes y un espectácul­o con carga emotiva. Porque también apuesta a encontrarl­e un sentido a la vida. Lo terrible es cuando te hacen creer que estas cosas no existen. Somos muchos haciendo este esfuerzo. Ocurre que hoy los medios se ocupan muy poco de la cultura. Apenas uno ve cómo se expresan los políticos, se entiende que –sin inclinar la balanza hacia ningún lado– la cultura no está en la agenda política. No todo el mundo quiere bucear en sus aguas.

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Marta Lubos y Daniel Miglioranz­a en una escena de “El diccionari­o”. En sus últimos años Moliner perdió la memoria y, con ella, las plabaras.

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