Pagina 12 - Rosario 12

Carne de diván, por

- Javier Chiabrando

¿Qué carajo estamos haciendo con nuestros pibes? ¿Soy el único, acaso, que los ve por la calle como asustados o enojados, tiñéndose o tatuándose como rebelándos­e contra algo que no saben qué es ni qué aspecto tiene?

Aviso desde ya que esta nota no es otra cosa que poner en el papel mi propio desconcier­to. Por eso comienzo por el final: “Los pibes se han vuelto un botín. El capitalism­o los quiere consumidor­es. El progresism­o los quiere deconstrui­dos. La derecha los quiere asustados y con odio. Y los padres queremos hijos triunfador­es y brillantes. En el medio, ellos”. Ahora podemos comenzar este debate.

Pero, Chiabrando, dejate de hacer el enojado y mandá un diagnóstic­o. ¡Allá va! Lo que quiero decir es que estamos criando generacion­es de carne de diván, pibes que empiezan terapia a los diez años y quizá de por vida. Y, por favor, no me digan que no todos son iguales. ¡Lo sé! No es lo mismo un pibe de ciudad que vive al ritmo de modas y dogmas, que uno de pueblo. O un pibe pobre, que no está para modernidad­es progresist­as sino para ver cómo acompaña al padre a juntar cartón sin rifar la infancia.

Creo que a nuestros hijos les hemos trasladado (nosotros y El Gran Hermano) la idea de que fracasamos al construir este mundo. Y que ellos deben repararlo. O evitar ese camino. Y a los quince años deben empezar a decidir el rumbo que van a tener sus vidas y el mundo todo. El resultado es una mezcla de flojera ideológica, veganismo a la bartola, miedos para rifar, la carga de la autopercep­ción de género, que a veces parece forzada o peor aún, guiada por las modas, y libertad en lo sexual.

Pero, Chiabrando, ¿acaso la libertad es mala? ¡Pero no! Nosotros gozamos de la libertad de irnos de nuestras casas a estudiar. Nuestros abuelos, la de subirse a un barco para ser explotados en América. O para morir en la guerra. Hay pibes de diez años que tienen la libertad de trabajar para mantener a sus familias.

Entonces, no todo lo que parece libertad lo es. Y, además, ¿quién pone las reglas de juego de esa libertad? ¿Los padres o Google, Instagram, los influencer­s? Alguien está educando a nuestros hijos por nosotros, ¿vio? Y muchos padres hacen silencio porque a los pibes no se les puede decir que no ni siquiera cuando están por meter los dedos en el enchufe. No se les puede negar un teléfono nuevo porque se bajonean. Y claro que se bajonean. ¿Cómo satisfacer a un pibe que desde lactante ha tenido acceso a la biblioteca universal de Internet y a todas las posibilida­des imaginable­s? Chicos que son el centro del consumo del mundo capitalist­a como antes los eran solo los adultos, y con plata.

Hoy los chicos tienen libertades por las que nadie peleó. El Gran Hermano los autoriza a hacer cosas que no pidieron ni ellos ni sus familias. Libertades que les metieron por fórceps, desde esta modernidad patinosa y con demasiado idiotas útiles, sea por omisión o por acción. Y mientras los dejamos que se tatúen (a mis hijos se los negué, obvio), no les dejamos ver Los Aristogato­s porque se pueden volver salames o racistas. Una contradicc­ión detrás de otra.

Y los educamos en libertad, pero los vamos a buscar a la salida del boliche porque la libertad está bien, pero la libertad vigilada está mejor. Y como el mundo está violento, te llamo cada diez minutos a ver si estás bien, ¿viste, Pupurri? Para algunas cosas son grandes, casi adultos, y para otras son inimputabl­es. Qué merengue, por favor.

Para mí es un complot de los psicólogos. Así se garantizan laburo por siglos. Les pregunté a varios amigos del rubro y me dijeron que si quería una respuesta debía pagar la consulta, y al contado.

Y ni hablar de los cómplices, sean padres, maestros o resentidos que le trasladan a la sociedad sus frustracio­nes y taras. Y los padres, que también deben ir al psicólogo para tratar de entender qué carajo pasa. ¿Cómo no va a ser así, licenciado, si lo dicen en Tik Tok y en el prime time de la tele? Y para colmo hay que aguantarse a los jetones que nos dicen cómo los padres debemos educar a nuestros hijos, algunos de ellos ¡personas sin hijos ni deseos de tenerlos!, llámense curas o sacerdotes de nuevas iglesias.

¿Era mejor antes, Chiabrando? No lo sé. Pero antes no éramos botines de ningún consumismo material o ideológico. Al menos los que crecimos en un pueblo. Nos dejaban vivir la infancia/adolescenc­ia sin tantos mandatos más allá de ir a la escuela. Y lo que había que descubrir, lo descubríam­os tarde o temprano, aunque sea con dolor. Era una vida más bien elemental, pero bastante sana. Y acá estamos, a pesar de todo. Ahora, todo apunta a crear pibes hiperconsu­midores y algo zombis. Carne de diván, de sectas, de modas e idioteces varias. En ocasiones enfrentado­s a sus padres, como los que se cambian de nombre porque el que llevan no los representa. Y uno podría darles la razón, pero también llevarles la contra. ¿O ellos deben tener siempre razón a riesgo de que se frustren? Y frustrate un poco, Pupurri. Si yo también lloré cuando se me pinchó la Pulpo de goma.

A los padres no les doy el consejo de una buena patada en el culo, pero no lo descarten. “¿No probaste con mandarlo a la mierda?”, le dije a un amigo cuando el hijo se enojó porque no le prestó el auto. “¿No probaste decirle no me jodas, Pupurri?” Nosotros descubríam­os el mundo a medida que se nos iba revelando. Un mundo que cambiaba a la velocidad a la que crecíamos. Así éramos (medianamen­te) artífices de nuestras realidades y deseos. Ahora viven una época donde todo cambia a una velocidad muy superior a la capacidad de entender, de pertenecer. Velocidad impuesta por otros, nunca por ellos, nunca por las familias. Nosotros somos cada vez más testigos sin voto. Y seguirá así porque hay demasiada gente y colectivos y jetones laburando para que ese núcleo se deconstruy­a definitiva­mente. Ahora pido disculpas por la dispersión de mis ideas. Es puro enojo. Y vamos al remate: los pibes se han vuelto un botín. El capitalism­o los quiere consumidor­es. El progresism­o los quiere deconstrui­dos. La derecha los quiere asustados y con odio. Y los padres queremos hijos triunfador­es y brillantes. En el medio, ellos. ¿Entonces?

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