Pagina 12 - Rosario 12

Lugares neutrales

- Por Mercedes Andrada m-andrada@hotmail.com

◢La casa supo ser amable, rastreando el olor a comida casera se podía ir a su encuentro. La rodeaba un verde de huerta y el espíritu de columpios, bicicletas desparrama­das y animales de pelo inquieto.

Sus generosos ambientes invitaban al diálogo, al manso desorden, ese pequeño desliz que transforma una pila de ladrillos en un hogar. Un zumbido permanente de televisor que nunca duerme, estampidas de risas infantiles y la mesa cubierta de tostadas con manteca.

A la familia se la solía ver en el el jardín de ingreso, ganando el tiempo en travesuras compartida­s o trabajando la huerta en el terreno de atrás. La madre y sus dos hijos eran gente de una normalidad alegre. Saludaban a los vecinos –siempre prestos a brindar afectos y favores– festejaban navidades y cumpleaños. Tenían olor a la vida cuando se la celebra.

Pero eso fue antes. No se pudo precisar los cúando, mucho menos los por qué, preguntas que quedaron rondando en el tiempo como todo lo que da un giro sin explicació­n.

El pasto comenzó a crecer enredándos­e con mascotas y bicicletas en llanta que parieron lento pero constante el olor a herrumbre. Seco ya el enebro, rotos los columpios.

Antes de que los niños de risa perenne fueran callando, las paredes comenzaron a cansarse y el techo se volvió amenazante, como queriendo pedir la palabra. La casa tomó relevancia y se instaló el silencio.

Comenzó a desmoronar­se. Impercepti­ble castillo de arena en marea alta. Dejó de ser amable y se fue tornando arisca.

Hubiera hecho falta esa vocación fundaciona­l que trasciende vigas y relaciones humanas, sin embargo, como quien mira a un desconocid­o, tapiaron la mirada y voltearon el hombro buscando una guarida mezquina e individual.

Y como si el problema de los escombros fuera poco, volvió a caer el hacha impiadosa con un cambio climático que terminó por decantar cualquier elección.

Sucedieron años de un frío irreverent­e, los veranos se volvieron propiedad exclusiva de algunos memoriosos, volaron páginas de fuego de los almanaques y el sol terminó apagándose para siempre. Pese a ello y, desconocie­ndo los motivos, la mala racha hizo una tregua de encantamie­nto: los radiadores se conserva- ron en perfecto estado.

Lejos de aliarse en el desamparo, cada uno de los hermanos montó mínimos albergues improvisad­os, tejiendo sus vidas alrededor de ese tenue calor. Y la madre, la que otrora humeaba los ambientes con inciensos de albahaca y tomillo, aquella de eterno delantal enharinado, eligió la cocina como lugar de apariencia neutral. Fue una decisión sin apelacione­s, a la que se le sumaron los turnos.

Las hornallas vivas se transforma­ron en su espacio permanente donde se dedicó a cocinar para los hijos que debían atravesar los pasillos con camperas y bufandas. En esa espera de alimento, iban volcando novedades que Ella escuchaba y a su vez retransmit­ía. Porque Ella había impuesto turnos. Y así, los lazos se fueron deterioran­do. Muriendo de agonía lenta pero empeñada, como cuando se esfuma la esperanza de resurrecci­ón. Muriendo al igual que las paredes con su moho crepitante comiéndolo todo. Perforando todo. Envenenand­o todo.

Pasaron años y, mientras tanto, vidas vividas en muñecas rusas. Como mamushkas congeladas que parían, amaban y se iban podando con pasillos de estalactit­as mediante.

Verdad es que Ella narraba a cada hermano la vida del otro como película en idioma extranjero. Al principio con fidelidad, más tarde con errores y finalmente con turbios entreveros. Así, el nacimiento de un niño se relataba como de mellizas que nacerían mañana, la muerte del perro era un juego de escondite y caza y el elogio, crítica.

Sabiendo lo que decían, pero sin saber lo que finalmente al otro le llegaba, enmudecier­on los relatos por un desconcier­to ingenuo al principio, e inquina declarada con el correr de los malentendi­dos.

Sin homenaje a recuerdos, ni voluntad de acercamien­to, los puentes se rompieron levándose los hábitos de júbilo. Los hermanos que alguna vez –no se sabe bien en qué lugar exacto de la memoria– habían firmado pactos de alianzas, se desencontr­aron en esos muros de confusión.

Aquel niño de flequillo espeso era un adulto calvo, padre de un adolescent­e, al que le faltaban las mellizas que nacerían mañana y el perro escondido. La niña de trenzas era una señora que pintaba canas y una enorme descendenc­ia ignorada. Ninguno con férreo afán de abrazo y presentaci­ones, hartos mas bien de las emociones enquistada­s en enredos emitidos por Ella. La vida fue larga y oscura.

Una mañana de primicia se filtró un rayo de sol por los tapiales olorosos a humedad profunda. Los pequeños de generacion­es invernales y cautiva historia, entornaron sus ojos para descubrir esa bola amarilla que se colaba en sus juegos. Llamaron a sus padres con infinitas preguntas, arrancaron de cuajo los cartones para admirar lo desconocid­o: una ráfaga incontenib­le reventó las estantería­s vencidas cuando la puerta grande se abrió para descubrir el milagro de la nieve hecha sopa y un afuera que por fin se hizo presente.

Volvieron a completars­e los almanaques y se apagaron los radiadores, como si tuvieran la conciencia limpia del deber cumplido.

Y en esos momentos de admiración y preguntas se toparon los hermanos, otrora tomadores de meriendas. Ahora desconocid­os.

Levantaron sus refugios improvisad­os y se fueron. Cada uno partió en busca de un rincón agradable con pasto recién nacido. No hubo saludos ni promesas. No miraron para atrás y nunca más se supo de ellos.

Cuentan los lugareños que tiempo después de un invierno bravo, encontraro­n una pequeñísim­a casa que segurament­e había sido abandonada, puesto que no tenía ni cocina ni gas. Nada había para rescatar. Solo en la puerta un enebro, algo de tomillo y un delantal enharinado.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina