Uno de los nuestros,
De las comunidades rurales, al East Village neoyorquino; de las ceremonias espirituales, a los barrios más exclusivos. El camino del MEZCAL no puede entenderse sin la gentrificación que sufren las ciudades de medio mundo. El ‘Hecho en México’ convertido e
The Standard Hotel, Nueva York, un anodino martes de finales de junio que comienza a agonizar. Diseñadores gráficos, turistas con aspiraciones artys, señoras con apellido centroeuropeo teletransportadas desde el Upper East, punkis con trajes de Ferragamo, Triple S Trainer de Balenciaga, sudaderas Fila. Una variopinta fauna se reúne alrededor de la barra del Café Standard, cuyo horario se alarga diariamente hasta las tres de la madrugada sin que parezcan importar cuestiones tan mundanas como el día de la semana. Kanye West recita versos a través de las bocinas del bar, nadie baila. Tras el bartender, tatuado como mandan los cánones de la gentrificación que vive Nueva York desde el 9/11, se agolpan las botellas.
El bourbon de Tenessee y la ginebra de Sussex luchan por un espacio en el mainstream de las bebidas espirituosas. ¿El enemigo? El mezcal. En ese Nueva York convertido en el Disneyland de lo cool, el elixir mexicano continúa con su revolución pausada. Una pareja de treintañeras platican con el encargado tras la barra. Quieren tomar, convertir el ya tradicional afterwork en una fiesta setentera, de esas tras las que suele aparecerse Joey Ramone en forma de resaca, pero se muestran indecisas. El joven de acento texano se dispone a ofrecer una clase maestra, una más, sobre una bebida que hace 20 años apenas podía encontrarse en la Ciudad de México y que hoy se ha convertido en el referente de lo que puede suceder si se aplica una estrategia global a un producto con la etiqueta Hecho en México. Las chicas preguntan, el camarero responde mientras sirve pequeñas catas de diferentes marcas de mezcal. Hay de Durango, de Oaxaca, de Guerrero y de Sonora, un abanico de posibilidades difícil de encontrar en muchos de los lugares más solicitados de la capital de México. Pero esto es Nueva York, la ciudad que entierra o asciende a los cielos a banqueros, cineastas, bailarines, abogados y licores sin importar el pedigree. Todo es posible en Nueva York.
Las chicas, que han rechazado varios tequilas, se deciden por un espadín joven de Oaxaca que el mesero sirve junto a dos rodajas de naranja y unos granos de sal de gusano. Dos más. Dos clientas más que al día siguiente explicarán en su agencia de publicidad que “no hay nada mejor que el mezcal” para vivir una experiencia tan orgánica, auténtica y silvestre como un huerto orgánico de Brooklyn. El mezcal es quizá el mayor triunfo del comercio mexicano de las últimas décadas. Su origen aún mantiene abiertas muchas dudas entre los historiadores, aunque los más optimistas lo datan hace 9,000 años, cuando los cazadores recolectores del hoy estado de Oaxaca descubrieron sus propiedades mágicas (algunos más aventurados las describen como oníricas o lisérgicas) tras la cocción subterránea de piñas de maguey que utilizaban para alimentarse. Su camino hasta la actualidad, sin embargo, ha sido enrevesado. Elemento ceremonial, secreto trasladado de abuelos a nietos durante generaciones, líquido esencial de la clase obrera y rural mexicana de la segunda mitad del siglo XX, no fue hasta el cambio de centuria cuando se volvió habitual en los bares de colonias como la Roma o la Condesa, quienes lo adoptaron con la misma pasión que a las bicicletas fixie, los pantalones de pescador o la cumbia norteña. El mezcal, definido por muchos como el tequila de la gentrificación, ya no es el premio que recibían los mineros de Zacatecas tras un buen día de trabajo ni el ahogapenas de la clase trabajadora, tampoco es un elixir litúrgico-ceremonial. Hoy el mezcal son esas dos chicas de Nueva York capaces de pagar 50 dólares por dos caballitos de mezcal en uno de los barrios más caros del mundo. Uno de los nuestros.