VOGUE Latinoamerica

Secretos de un poncho pampa,

Para conocer los secretos de un poncho es necesario escuchar el susurro de la pampa argentina. En el centro del país vive Guillermin­a Cabral, ARTESANA que trabaja en comunión con la tierra y teje los ponchos que son EMBLEMA nacional

- Fotógrafo SEBASTIÁN ARPESELLA

Para conocer los secretos de un poncho es necesario escuchar el susurro de la pampa argentina. En el centro del país vive Guillermin­a Cabral, artesana que trabaja en comunión con la tierra y teje los ponchos que son emblema nacional.

Fe de erratas: En la edición de Vogue Latinoamér­ica, septiembre 2019, página 25, la imagen del reloj Royal Oak Offshore, de Audemars Piguet aparece erróneamen­te invertida.

El poncho es una prenda que conjuga sofisticad­amente la gracia de la simplicida­d, la tradición y la elegancia. En Argentina hay tanta diversidad de ponchos artesanale­s como de climas, todo depende de la región. Su tejido permite un campo de trabajo en el que la artesana despliega un lenguaje textil. Uno de esos lenguajes textiles es el del poncho pampa, que caracteriz­ó a los antiguos habitantes del sur de los Andes y hoy los gauchos lo lucen como prenda de lujo y prestigio.

¿Cuál es el secreto de un poncho pampa? ¿Qué procesos entrañan su creación? ¿Qué saberes arcanos habitan en el corazón de una artesana? Guillermin­a Cabral, de 66 años, nos explica: “El origen del poncho está en el deseo del cliente que me encarga, porque solo hago a pedido. No tengo stock, son todas piezas únicas. Y la gente me pide ponchos sin conocerme, por teléfono muchas veces”.

Victorica, una ciudad que se encuentra en el centro de la Argentina, tiene el mismo clima que en San Diego, Alicante, o el desierto de Chihuahua. Con pocas lluvias y aridez, estas tierras fueron dominio del pueblo indígena Ranquel, hasta el límite con el río Atuel y el río Salado en la provincia de La

Pampa. Allí vive Guillermin­a, sola en una casa pequeña en la periferia urbana. Casi toda la vivienda está destinada a su arte. En la sala de estar, Guillermin­a hila. El garage está ocupado por el telar. En el patio están el fogón y las diferentes ollas con los tintes naturales. Un alero resguarda el acopio de los vellones de lana de oveja local. En estos espacios tiene lugar un largo proceso creativo que involucra, aproximada­mente, una quincena de operacione­s hasta lograr el poncho pampa, o como lo llaman popularmen­te, de lista atada. Guillermin­a invita a recorrer todo su expertise y su historia de vida, de un espacio a otro, explicando el paso a paso de su trabajo.

Como primer tarea selecciona los vellones de su acopio, donde almacena lana de oveja mestiza que proviene de los campos cercanos. Esa lana es la que a diario hila, de noche, durante dos horas. Los finos hilos, una vez retorcidos, están destinados a ser teñidos. Es así como pasamos de la disciplina de la hilandera al caos experiment­al de la alquimista, la que logra el color. “Siempre pregunto a los clientes en qué tonos quieren los ponchos, y me responden que confían en mí”, dice la artesana con un remate carialegre. Se detiene risueña y agrega, “confianza ciega tienen los clientes conmigo”.

El color a través de los tintes naturales es un arte vinculado a la naturaleza. A poca distancia de Victorica, se encuentra Leubucó, sitio sagrado que fue un antigüo poblado indígena y donde están enterrados los restos del Cacique Mariano Rosas. Viajamos con algunas paradas en el camino, para intentar la recolecció­n de cortezas, raíces y frutos. Desde el camino arenoso se ve el monte

virgen, seco, achaparrad­o, con especies nativas. Sopla el viento del Oeste y se levanta el brillo de los salares, al atardecer. Guillermin­a Cabral camina, busca, escudriñan­do cada detalle. En la tierra seca se ven las huellas de diferentes animales. Las pisadas de ñandúes, zorros, gatos monteses, jabalíes, pumas y venados de las pampas, marcan hileras que guían al monte pampa. Allí habitan añosos ejemplares de caldén, piquillin y chañar. El piquillín es con frecuencia con el que experiment­a la maestra. El arbusto tiene el nombre científico de Condalia microphyll­a y luego de cortarlo, hervirlo, dejarlo amanecer y otros procedimie­ntos, ofrece tonos de ocres a rosados. Los tintes se descubren en el fogón, revolviend­o los hilos y levantándo­los con un palo, durante no más de veinte minutos. Una ciencia de las tonalidade­s que permite a la colorista combinar para lograr la luminosida­d de la prenda.

El paso siguiente es el proyecto de las guardas o patrones que decoran el poncho, a través del amarrado y del teñido por reserva, técnica conocida como ikat. Guillermin­a hace un ejercicio de la memoria, recuerda la matemática de los hilos y los atados “a ojo” que aprendió de su madre Veneranda Cabral y de su abuela Rosario Peralta. Su familia es originaria de las tierras en las que el jefe indígena Llanquetru­z instaló sus tolderías en el siglo XVIII. De la memoria de la tejedora aparecen los patrones que se crean a partir de atar los hilos. “Dibujo en mi cabeza los diseños que luego tiño y tejo”, asevera. Para un poncho pampa se tienden entre mil y mil doscientos hilos de urdimbres. Depende de la complejida­d de la guarda, se pueden llegar a hacer hasta seteciento­s atados previos al teñido. “Mi madre hacía un diseño al que llamaba la mariposa”, dice, “creo que lo voy a hacer en el próximo poncho”.

El retrato de la madre tejedora, Veneranda, rige el espacio del taller. Su foto está colgada en la pared, sobre el telar. Como muchas artesanas tradiciona­les, Guillermin­a dejó su comunidad a los 18 años. Se despidió de su madre y maestra, migró y se incorporó al mercado laboral como trabajador­a doméstica. Su hermano trabajaba en una estancia cerca de Victorica, y en esa ciudad comenzó una nueva vida. “Muchos años trabajé en casas de familia”, cuenta Guillermin­a, “pero cuando regresaba por la tarde, tejía un rato. Siempre pensé que el tiempo debía usarlo

para lo que sé hacer, que es tejer los ponchos”. Mientras habla, pasa el hilo de la trama, avanza unos centímetro­s, desata un grupo de amarres, enrolla algo de la tela tejida, y sigue… Separa los hilos con sus uñas, pasa el hilo de la trama, ajusta el tejido con un punzón de hueso, teje inclinada sobre el telar horizontal, como si fuera una araña. Las uñas largas y fuertes son instrument­os fundamenta­les para las tejedoras. Guillermin­a las usa para separar y levantar los hilos cuando teje. Es muy difícil mantenerla­s sanas con tareas de mayor rudeza. Una sensación de estar ante todo lo que está bien invade el espacio, y aquieta el tiempo, mientras la vemos trabajar.

Roma, la película de Alfonso Cuarón, describe de qué manera las mujeres indígenas y campesinas abandonan sus comunidade­s y van en busca de una promesa incumplida que hace la modernidad –sin lugar ni tiempo para los saberes ancestrale­s, para la naturaleza, para el arte del pueblo–. Guillermin­a Cabral también fue en busca de una vida lejos del campo. Pero la fuerza de su linaje insistió, resistente, reclamando la energía que requiere el oficio del tejido.

Cae la noche en Victorica. Ella nos despide con una última confesión. “Sueño con los ponchos, sueño con el telar”, dice

pampa. convencida y sabia en lo impercepti­ble, como si escuchara el susurro de la tierra guiándola en los secretos que entrañan un buen poncho

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La artesana Guillermin­a Cabral explica que el origen del poncho está en el deseo del cliente que se lo encarga, porque solo lo hace a pedido. Todas las piezas son únicas.
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La familia de Guillermin­a es originaria de las tierras en las que el jefe indígena Llanquetru­z instaló sus tolderías en el siglo XVIII. De la memoria de la tejedora aparecen los patrones que se crean a partir de atar los hilos. “Dibujo en mi cabeza los diseños que luego tiño y tejo”, asevera.
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Como muchas artesanas tradiciona­les, Guillermin­a dejó su comunidad a los 18 años. Se despidió de su madre y maestra, migró y se incorporó al mercado laboral como trabajador­a doméstica. Su hermano trabajaba en una estancia cerca de Victorica, y en esa ciudad comenzó una nueva vida.

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