Edipo para todos
Marco Bellocchio es uno de los grandes cineastas en actividad; el mejor de Italia, uno de los pocos maestros europeos vivos, un genio. El espectador vernáculo puede verificarlo. Se estrenaron en los últimos años Vincere, Bella durmiente, Sangre de mi sangre. Como pocos, Bellocchio es capaz de suscitar desconcierto y reconocimiento, risas y lágrimas, intensas emociones y complejos pensamientos. Puede tomar la vida de un pintor ateo, un político sin escrúpulos, un conde inmortal, o reconstruir el secuestro de Aldo Moro e imponer sus temas predilectos: la vida inconsciente, la crítica política, el rechazo a las certezas de la teología y su desconfianza respecto de la institución familiar.
Dulces sueños es una película anómala. Más que un filme de Bellocchio, parece uno de un imitador del maestro con tendencia a la sensiblería. La forma en la que trabaja sobre el evento traumáti- co acontecido en la niñez del protagonista, un reconocido periodista deportivo de La Stampa, es lo más fiel a su estilo. La hermosísima madre ha muerto demasiado temprano para saber quién es, y será entonces una presencia fantasmal. Idealizada como una criatura amorosa e irreemplazable, el niño Massimo nunca sabrá exactamente la razón de su muerte. Hay una intuición y un vacío de información, enigma privado que el filme revelará.
Eso explica cómo episodios infantiles combinados con imágenes ominosas de la infancia (de la televisión y de viejas películas) siguen presentes en la vida anímica del adulto. En una tardía escena (onírica), un personaje se zambulle desde un trampolín y en ese sueño de caída hay toda una cifra de la angustia del personaje. Esa sensibilidad y poética es la de Bellocchio. Pero en el filme se trata casi de una excepción.
Sucede que Bellocchio subraya en demasía, fija emociones primarias reconocibles y desestima la indeterminación del sentido. En la escena clave, en la que se lee una famosa carta que el periodista pu- blica como respuesta a una carta de lectores de su diario en contra de su madre, solamente el chiste seco del final de esa escena tiene que ver con el director, como si el propio material con el que trabaja no le diera resquicio para plasmar su visión de las cosas. La didáctica vence a la desobediencia.
El drama edípico de Dulces sueños fagocita todo. El contexto es apenas un fondo difuso que permite indicar fechas. La vida política italiana brilla por su ausencia y la contienda con la religión se limita a una clase de cosmología en la que el niño intuye la esterilidad de la metafísica cristiana. No está mal Dulces sueños, hasta que se recuerda Il regista di matrimoni y La sonrisa de mi madre. Este Bellocchio devaluado solamente cumple frente a una cartelera inescrupulosamente infantilizada semana tras semana.