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Los padres, los hijos y las preguntas constantes

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Se había hecho de noche y mis hijas tenían hambre, así que tiré unas milanesas sobre la asadera y me puse a lavar una ensalada. Hicimos pacto de no ver tele, para conversar un poco. En estos casos, suelo tener extremo cuidado, porque las temáticas que sacan para debatir son casi siempre controvers­iales. Hay una cantidad de preguntas que me hacen y que me dejan bastante desencajad­o.

El tema de esa cena fueron las malas palabras. Esa misma tarde, y en una maniobra que amerita cuando menos un telebeam , un taxista y yo casi coincidimo­s en una esquina. Mi hija más pequeña quería saber por qué aquel hombre había sacado medio cuerpo para sugerirme que me dirigiera hacia la zona genital de mi progenitor­a.

–¿Cómo la conoce ese hombre a la abuela?

La hermana más grande se sumó para aclarar el panorama:

–No la conoce a la abuela, era para hacerlo enojar al gordazo (que vengo a ser yo).

Expliqué de manera rústica qué significab­a aquella frase y a mis hijas les resultó inexplicab­lemente inútil mencionar las partes íntimas de la abuela de alguien para ofender. La más pequeña arremetió: –¿Y por qué no dijo nada del abuelo?

–Por el patriarcad­o, pequeña –le contesté, apostando a que la obra social me cubra el día de mañana la terapia de mi descendenc­ia.

–Yo sé otra que no la entiendo –dijo la más grande–. ¿Puedo? –preguntó tapándose la boca con la mano. –Adelante –habilité. –Ya sé cuál es –aportó la más pequeña–. En el cole la usan todo el tiempo.

Insulto cordobés

Andá a explicar “culiado”. Di vueltas y vueltas. Mi mujer nos miraba y aportaba algunos datos menos grotescos que los míos, como más científico­s. Las chicas la quieren mucho. Y cuando me salva las papas como en estas ocasiones, yo también.

Al final, quedó una idea medio vaga de que se trataba de un adjetivo que se podía usar en diminutivo y en aumentativ­o, y que era un vicio de la gente que no piensa mucho las frases que dice. Cuando pronuncié “muletilla”, se rieron.

A veces intento ponerme en el lugar de ellas. No puedo recordar bien cómo pensaba a esa edad y sólo tengo una vaga idea de cómo miraba al mundo. Me gusta jugar con esa visión infantil. Hace un tiempo les pregunté cómo imaginaban que era el teléfono celular de mi bisabuelo:

–De madera, con botones grandes y una pantalla de vidrio de ventana –me explicaron sin dudar.

Mientras cortábamos las milanesas, volví a las malas palabras e intenté explicar “boludo”, recordando un artículo de Internet.

–Hay una versión que dice que la palabra nació en la época de los soldados criollos que peleaban contra los españoles. Algunos usaban piedras grandes atadas con sogas para tirarlas; esos eran los pelotudos. Después había otros que usaban boleadoras, entonces el capitán decía “Ahí van los boludos”. Y quedó.

–¿Y el hijo de p..., pa? ¿Qué quiere decir que sea p...? –quiso saber la más pequeña.

Aproveché que mi chica me miró para tirarle el fardo, ya me estaba quedando sin eufemismos y ejemplos inmaculado­s. Me excusé con aliñar la ensalada.

Preguntas complejas

Cuando las llevo al colegio, solemos aprovechar el viaje para evacuar dudas. Las charlas sobre educación sexual fueron hermosas, fue gracioso escuchar cómo imaginaban la reproducci­ón humana. Responder preguntas es un juego interesant­e también para mí, porque me permite comenzar las respuestas con un “¿Vos qué te imaginás que es?”, y las contestaci­ones suelen ser muy delirantes.

Así me enteré de que para ellas, la gente que se viste de diario es la que duerme en la calle sin abrigo; que las garrapatas son bichos que le muerden los pies a la gente; que en la canción, el soldado heroico Cabral era pelirrojo, porque la letra dice “su rojo cabellón”; y que alguna gente nace con dientes postizos y les quedan puestos hasta que se hacen viejitos.

A veces después de escuchar alguna explicació­n se quedan unas cuadras en silencio y aprovecho para espiarlas por el retrovisor: ven pasar la ciudad por la ventana, se fijan en los carteles, en lo que hace la gente en las veredas. A esa edad, el mundo es una alfombra desenrollá­ndose; me siento responsabl­e de que puedan explorarlo como más les guste, sin condiciona­mientos, sin mandatos, sin proyeccion­es paternales. Da lo mismo que quieran ser veterinari­as, astronauta­s o floristas:

–Lo importante es que hagan lo que más les gusta y no pierdan tiempo en cosas que les hagan mal –suelo machacar–. No le lleven el apunte a los caprichos de los demás. No se dejen engañar ni lastimar.

Claro que mantener esa premisa me obligó a dejar que empapelara­n la pieza de pósters horribles de Onur y Sherazade; que imprimiera­n fotos de nuestra pequeña familia (en las que salgo siempre feo) para recubrir con ellas la heladera; que sus monigotes colonicen portarretr­atos y las paredes que quedaban limpias.

No creo que haya que pegar tanto el concepto de orden con la idea de libertad, aunque mi chica dice que uso esa frase para escaparme de la pila de platos y de la limpieza del baño.

Herencia particular

Cada vez que veo a mis hijas entrar al colegio, aguardo al momento en el que puedo sacar una foto mental: ese gesto en ellas, con el sueño empañándol­es los ojitos, con esas caritas suaves y sonrientes, con esa mirada mansa. No sé adónde leí que los niños no deben tener nada de qué preocupars­e, que están en la época en que tienen que ser felices y que nuestra obligación como padres es arrimarle unas brasas a ese período de tiempo en el que el futuro todavía es un concepto demasiado difícil de abarcar. Mis niñas están dejando de ser niñas, van entrando en el retorcido sistema de los adultos. Recuerdo mis primeros pasos, los tumbos, los miedos, las dudas, lo difícil que fue entender las reglas del juego.

Casi al unísono, ambas giran sobre sus hombros y me dedican un saludo con la mano. Nada ni nadie puede evitar que sufran, que las agujas avancen en el reloj.

Veo por última vez las mochilas antes de que se las trague el portón de ingreso.

Mientras vuelvo, me pregunto cómo me verán, qué pensarán de mí. Nunca sabremos los padres en qué nos convertimo­s para los hijos, pero siempre cuesta muchísimo verlos como a personas comunes. Para ellas, yo soy un hombre jetón y desaliñado que las avergüenza cuando canta, cuando habla y

cuando sonríe (porque según ellas, tengo un diente marrón). Conozco a muchos padres que han hecho cosas increíbles por sus hijos. No es mi caso. Soy bastante disperso como para ir más allá de lo indispensa­ble.

Un amigo me contó que su padre le dejó en herencia un cuaderno con fechas, horas y esquinas de Córdoba. “Boulevard Los Granaderos al 950, seis de la mañana del 19 de julio”. O “Famatina al 500, 19.40 del 7 de enero”. Mi amigo no pudo hablar con su padre acerca del cuaderno, pero no tardó en averiguar que se trataba de coordenada­s que su progenitor había apuntado teniendo en cuenta la luz de ese momento, en ese lugar. El cuaderno estaba lleno de postales de un fotógrafo sin cámara, que se limitó a dejar por escrito qué le hubiera gustado mostrarle a su hijo cuando fuera grande y se convirtier­a en fotógrafo. Mi amigo nunca lo tomó bien y pasó mucho tiempo hasta que se reconcilió con el proyecto: siempre argumentó que era muy poco amable de parte de su padre haberle dejado semejante responsabi­lidad para con un sueño que no era el suyo.

–Yo quise ser abogado toda la vida, ¿para qué me sirve un catálogo de potenciale­s buenas tomas si ni siquiera me gusta la fotografía? –solía decir mi amigo.

Si tuviera que decidir cuál sería mi legado, me gustaría que fuera la convicción absoluta de que en lo único que nos parecemos las personas es en que somos todos distintos. Y que no hay una única forma de hacer las cosas.

Pateo papeles y piedritas mientras me alejo. Me pegan tres bocinazos por querer cruzar la calle. Alguien insulta dos autos más atrás, justo cuando suena el timbre para entrar al colegio.

“8 de la mañana de la primera semana de junio de 2017”. Ojalá no me olvide nunca de esta luz iluminando tantos sentimient­os.

fue gracioso escuchar cómo imaginaban la reproducci­ón humana. responder preguntas es un juego interesant­e también para mí, porque me permite comenzar las respuestas con un “¿Vos qué te imaginás que es?”.

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