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“El cabaret de la Difunta Correa”.

La anfitriona recibe al público y reparte un vinito. Su vestido rojo hace juego con el clima de café-concert. Su voz es la clave para que Camila Sosa Villada transporte al público a la época de Deolinda Correa, la futura Difunta de los milagros.

- Beatriz Molinari bmolinari@lavozdelin­terior.com.ar

El cabaret de la Difunta Correa es un espectácul­o que tiene la fuerza de varias metáforas en convivenci­a. El guion reúne personajes, escenas y discursos de distintas épocas. Debajo del vestido de satén rojo hay una sola mujer que habla por otras. Habla por la Difunta Correa, que sufre el acoso de un juez de paz, víctima de la furia machista durante las guerras de la independen­cia con epicentro en La Rioja. Facundo Quiroga la deja sin padre ni esposo, con el bebé en brazos. Su voz muta y se transforma en el relato de las prostituta­s del Parque Sarmiento en el siglo XXI. También es la madre de la actriz y su padre, a medida que avanza el monólogo. Asistida por el músico y performer Agustín Albrieu, Camila Sosa Villada vuelve a las emociones fuertes y al histrionis­mo logrado con entrenamie­nto y convicción. El cuerpo habla por sí mismo.

La anécdota de la Difunta pre- para el auditorio para el recuerdo de la violencia, humillació­n y miseria de las travestis del Parque Sarmiento. Con apenas un telón que acerca, aleja o vela la imagen, la actriz genera el dramatismo de una evocación amarga, como quien mira el lugar de donde pudo salir pero también, donde quedó una parte importante de su vida. Quizás, el impulso que le permitió reafirmar su decisión de ser, más allá de las circunstan­cias.

En el espacio donde todo puede ocurrir, un cabaré sencillo, la reina de la noche, con su capa de botellas de plástico se arrastra y escupe verdades. El texto se acuerda de la Rubí, de la Tía Encarna (la travesti vieja), de las visitas al Hospital Rawson, el taconeo que alegraba la vida de los desahuciad­os. El torbellino vuelve al parque donde la actriz reproduce un femicidio, con pocos trazos, economía de palabras y sombras que se comen la esperanza. Es uno de los momentos más altos de la obra.

Camila recrea escenas complejas, a partir de la empatía, la credibilid­ad y su poder para generar teatro.

“Uno le puede hacer mucho daño a la gente que quiere”, dice el padre y estruja el corazón del que escucha. Ella misma habla de aquel muchachito que jugaba con los cabritos.

La actriz logra un trabajo excepciona­l con su voz. Tonadas diferentes, el volumen que va del alarido al susurro; las canciones junto al músico que participa con más presencia actoral que en la obra Frida; la calidez del cuento, lo cotidiano con la gracia no impostada, hacen que cada tramo sea una postal de vida.

El dramatismo sostiene la obra de principio a fin (notable la muerte de Deolinda), pero el modo de plantear la soledad, el abandono, la lucha personal hacen de este cabaré un lugar placentero. Aun cuando el texto interpela al espectador.

La actriz en este contexto artístico es la constataci­ón de un camino al borde de su propio desierto. Personaje y, al mismo tiempo, creadora de sus voces, Camila es la dueña de un milagro en el que ella cree más que nadie.

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Excepciona­l. Sosa Villada hace un gran trabajo y se luce con su voz.

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