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Trámites burocrátic­os para lograr la felicidad

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Aprendí a ponerme inyeccione­s a mí mismo para calmar el dolor de una enfermedad medio chota que me agarró hace unos años. La aventura dejó como secuela una significat­iva disminució­n de las capacidade­s de mi mano diestra, por lo que aplicarme yo mismo una inyección en la actualidad no es una opción, a menos que me dé igual si el pinchazo queda en el cinturón o en la pantorrill­a.

La aguja siempre es el último recurso, lo que te sugieren cuando los demás tratamient­os van mal, y para muchas personas es el horror mismo; aprendemos a temerle al pinchazo desde pequeños.

De todos los procedimie­ntos médicos quizá sea el que menos innovacion­es tuvo desde que se inventó. Pudo haber variado el grosor de las jeringas, pero sigue siendo un punzón que horada la carne.

Si bien la ficción colaboró bastante con el desarrollo de adelantos tecnológic­os (en Viaje a las estrellas inventaron los celulares, las tablets y unas pistolitas con las que te daban un chute de medicina sin que te dieras cuenta), hay aspectos de la vida cotidiana que parecen inmunes al progreso y algunas prácticas médicas suelen ser un ejemplo.

Pensemos si no en un consultori­o odontológi­co en el que las muelas todavía se sacan con pinzas y a los tirones.

En la serie The Knick, protagoniz­ada por Clive Owen, hay ejemplos bastante gráficos tanto de que la medicina es en esencia algo brutal como de que se practica casi del mismo modo desde hace 100 años.

El hombre evolucionó hasta llegar a la Luna, pero seguimos hincándole el culo a la gente cuando busca una solución radical para un padecimien­to.

Distintos tipos de colas

Estoy en la vereda de un edificio estatal en el centro. Hace por lo menos un año y medio que me vengo preparando para este trámite. Y si no lo conseguí antes fue porque el progreso también viene con retraso en materia de papeleos, entonces jamás anduvo el turnero on line y costó un Perú desentrama­r qué papeles quieren que presentes.

Hay mujeres gordas fumando con niños en brazos. Hay ancianos con mochilas de oxígeno. Hay un montón de personas estancadas en los márgenes de la modernidad, con la vida engrillada a la burocracia, y todos esperamos un poco de suerte.

Se inventó internet, se inventaron los teléfonos celulares inteligent­es, pero acá estamos, boqueando frente a un edificio público, mendigando un poco de coherencia para poder volver a casa menos angustiado­s.

Un señor gordo sentado en la vereda instruye a los que llegan. “Acá atienden por turno; vayan formando fila de este lado que los van a hacer pasar”. No es empleado pero sabe cómo funciona de tantas veces que ha venido a empujar sus expediente­s.

Yo cargo un ataque de hígado monumental que en las últimas horas me ha puesto a hacer cabriolas entre el inodoro y el bidé. Cada una de las células de mi cuerpo me pide una tregua, volver a casa, recostarme y descansar. Pero tengo el turno por primera vez en meses y no pienso dejarlo pasar.

Todos los trámites burocrátic­os se parecen: hay que juntar papeles con sellos de diferentes dependenci­as, hay que tragarse la mala predisposi­ción de los mostradore­s, hay que agachar la cabeza y rogar que hayan apretado los botones correctos cuando te fuiste.

Salud en línea

Una señora muy anciana llega a la cola escoltada por sus nietos. Apenas camina y consiguen con esfuerzo apoyarla contra la pared para que recupere el aliento.

El gordo que sabe todo se ofrece a revisarle los papeles para ver si está todo en regla.

–Ahora va a tener que esperar que la llamen, madre –dice justo cuando por una de las puertas laterales sale un grupo de empleados con un equipo de sonido y panfletos.

Los demás que estamos en la cola le hacemos lugar a la señora para que esté más cómoda. La cabeza me da vueltas y siento como si en cualquier momento me fuera a salir un Alien a la altura del pupo.

Odio los ataques de hígado, y sé que llegado este punto, no me queda otra que un combo de Buscapina y Reliverán inyectable­s para detener el colapso.

Me da un poco de vergüenza mi padecimien­to mínimo comparado con el de los viejos que coquetean con la muerte en la vereda. Cuerpos vencidos, escarados, cancerosos, ulcerados. La vida es un suspiro y algunos están dejándola en la puerta de un edificio en el centro.

Llega tu hora

Por fin me hacen pasar al interior. Me indican que me dirija a una computador­a donde tengo que poner mis datos para que salga un papel con un número. Me siento en una hilera de sillas para esperar que en alguno de los televisore­s aparezca mi nombre.

Intento ubicarme en una pose que me evite el dolor, pero es inútil.

A mi lado hay dos abuelos tomados del brazo. Me cuesta identifica­r quién está acompañand­o a quién. La fragilidad de sus cuerpos es lastimosa. Ella le acomoda la boina y le pasa la mano por la mejilla. Él no dice nada.

Hay abogados dando vueltas por todos lados. Hay gente de traje, gente de equipo de gimnasia, gente pobre y gente adinerada. Todos estamos esperando que aparezca nuestro nombre en el televisor.

De las cuatro veces que vine, tres estaba caído el sistema. No sé bien qué quiere decir, pero cuando el sistema se cae, no se puede hacer nada. No importa que tengas turno, una parva de fotocopias selladas por Dios y María Santísima, si se cayó, no hay nada que hacer.

Es la primera vez que llego tan lejos desde que me avisaron que tenía que regulariza­r mi situación. Hasta ahora, cada intento terminó con alguien diciéndome que tendría que volver otro día.

Un retortijón me dobla en dos como un sablazo justo cuando en el monitor aparece mi nombre.

Viejos remedios

Me atiende un pelado de visible mal humor. Intento hacer algún comentario para distender la situación, pero es inmune a las charlas pasatistas. No tarda mucho en informarme que me falta no sé qué cosa, por lo que el trámite quedará hecho pero a la espera de que yo presente un cosito firmado por no sé quién.

Me llevo mi ataque de hígado de vuelta a la vereda. Todavía está la viejita parada contra la pared. Ahora hay música de protesta. Los empleados han puesto una mesa afuera y conversan con la gente mientras reparten papeles con reclamos.

Una cola interminab­le de personas serpentea el edificio. Es un milagro que el mundo no explote. Cada uno de nosotros está condenado a pasear papeles de secretaría en secretaría, rebotando en computador­as que andan como el carajo.

Regreso a casa con la insatisfac­ción de la tarea incumplida y con los ánimos por el piso. El dólar, los aumentos, la brutalidad y la inoperanci­a son la música de nuestros días.

¿Cómo se hace para no desintegra­rse de miedo, para no llorar cada vez que una factura asoma la lengua por debajo de la puerta?

Entre algodones

–Seguís mal –me dice mi compañera cuando me ve.

Intento distraerla con alguna observació­n jocosa, pero no me sale nada. Anoche ninguno de los dos pegó un ojo por mi culpa y el panorama no pinta diferente para las horas que siguen.

–Necesito que me hagas un favor –le digo mostrándol­e una bolsa de la farmacia.

Instintiva­mente niega con la cabeza, pero sabe que no queda otra.

–En una misma jeringa mezclás la Buscapina con el Reliverán –le digo mientras embebo un algodón con alcohol–. Yo te voy a guiar en todo el proceso.

Estamos los dos solos, lejos de la ciudad, mal dormidos, endeudados y vulnerable­s. Afuera el país se pone febril, las noticias nos devuelven un mundo horrible.

La veo romper las botellitas y preparar la jeringa. Me tumbo boca abajo y me corro el pantalón.

–No me gusta hacer esto, me da impresión –dice, pero no se detiene.

El universo colapsa de nuestras puertas para afuera. ¿Es el fin? ¿Terminarem­os como esos abuelos con respirador, desesperan­za y una boina para camuflar la tristeza?

Un nuevo espasmo me saca una queja. En cualquier momento deberé salir corriendo al baño.

–¿Dónde? –escucho que dice y le señalo con mi mano discapacit­ada un lugar por encima de mi culo derecho.

El calor del líquido me duerme la pierna. Pero apenas la jeringa abandona mi cuerpo la escucho tararear una canción mientras acomoda la mesa de luz.

No se pueden evitar las desgracias, los malos ratos. No se puede desoír la ferocidad de la incertidum­bre pateándono­s las paredes. El futuro llegó pero llegó demasiado tarde. ¿Qué nos queda para aspirar a un poco de felicidad?

La veo salir del cuarto y justo cuando empiezo a pensar en los trámites, en la medicina moderna y en el amor, me quedo –por suerte– rotundamen­te dormido.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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