VOS

Que mueran los autores igual que mueren los libros

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Las sillas son un indicador de jerarquía. El señor del otro lado de la mesa se acomodó en la suya y estiró las piernas. Su asiento se lo permitía porque era una butaca digna de Juego de tronos, mucho más cómoda que la mía, que no tenía ni apoyabrazo­s.

–Y novelas no escribiste ninguna –me dijo mientras revisaba mi currículum.

Dije que no con un carraspeo. Mi negativa quedó flotando en el aire como un globo listo para estallar.

Siempre odié las entrevista­s laborales, me ponen nervioso, siento como si estuviera bajo sospecha de un delito grave.

–Te explicó la secretaria por qué te llamamos, ¿no? –me preguntó sin mirarme.

Le dije que sí. Pero la verdad es que no había entendido nada. La chica me dijo que el dueño de la empresa estaba buscando alguien que escribiera una biografía. Cuando pregunté de qué, me dijo “A eso tenés que hablarlo con él”. Y antes de cortar me pidió que llevara un currículum.

–¿Pero tenés idea más o menos de cómo se escribe una novela? – quiso saber el hombre del sillón, y yo me removí incómodo en mi asiento.

Es una pregunta muy compleja. No sé responder preguntas complejas.

–Sí. Tengo una idea, pero quisiera saber mejor de qué se trata la propuesta.

Y entonces me anunció que su padre se estaba muriendo.

Vigencia fantasmal

Creo que fue Dolina el que dijo que la mayoría de las personas no quieren leer, sino que quieren haber leído. Me gusta la idea porque resume esa aspiración a cierto estatus que nos posicione frente a los demás. Yo suelo mentir sobre mis lecturas. O mejor dicho, suelo dar respuestas resbalosas. Sólo cuando me acorralan confieso que no me gusta Borges, que no leí a Joyce y su Ulises de mierda y que prefiero revolcarme como un chancho en la literatura chatarra.

Un amigo hace poco me pidió que le recomiende un libro. “Uno bueno”, me dijo. “Y que no sea de esos filósofos que leés vos, tipo Bukowski”, agregó.

–Pero Bukowski no es filósofo –le expliqué.

–Ah. Pensé que por el apellido era uno de esos rusos aburridos que nos daban para leer en la facu.

–Bukowski tiene libros con títulos tipo “La máquina de coger”, “Hijo de Satanás”, “Todos los anos del mundo y el mío”, “Escritos de un viejo indecente”, “Erecciones, eyaculacio­nes, exhibicion­es”, y hasta uno de entrevista­s que se llama “Lo que más me gusta es rascarme los sobacos” –le aclaré–. Está un cacho alejado de la filosofía.

–Ah bueno –recapacitó–, ¿y entonces por qué leés esa mierda?

Sobre los libros pesa un estigma fuerte. No sé quién dijo que se trata de uno de los últimos fósiles que resisten en la modernidad, junto con el tren, las canchas de paddle y los relojes a cuerda.

Pero aunque los libros están heridos de muerte, se sigue hablando de ellos como si tuvieran plena vigencia. En las redes sociales, por ejemplo, muchas personas se indignan ahora que se publicó una versión de El Principito con lenguaje inclusivo.

Nadie se puso a pensar que se trata de una edición experiment­al más de las tantas que abundan, como El Aleph engordado, el Martín Fierro traducido al árabe o los poemas de Allen Ginsberg musicaliza­dos.

La gente anda con muchas ganas de indignarse por cualquier cosa: me juego un diente de adelante a que la mayoría de los que despotrica­n por el experiment­o ni han leído el original. Ni ningún otro libro en los últimos 10 años.

Datos sueltos

El empresario me explicó que su padre, un hombre muy mayor, era una fuente inagotable de historias. Y que su vida había sido una aventura digna de una novela (no dijo de qué autor).

–Queremos regalarle para su próximo cumpleaños su propia biografía novelada –me contó–. Él está grande y no sabemos cuánto tiempo más…

No hizo falta que terminara la frase. Yo subí y bajé la cabeza mientras me mordía el labio.

–Si te juntás a charlar con él – continuó–, seguro que te va a contar toda su vida. Es muy conversado­r. Y ahí vas a tener material para ir sacando.

El plan era bueno. Yo me tenía que hacer pasar por asistente de algo y juntarme con el señor para sacarle informació­n como un espía. Con esa excusa podía grabarlo y luego poner a rodar sus vivencias dentro de una historia en primera persona. O en tercera, si la narración así lo pedía.

–Yo calculo que en un mes de encuentros vas a tener un montón de cosas para –dijo reemplazan­do la palabra “escribir” por un movimiento de sus dedos tecleando en el aire.

–Bueno –concluí–, lamentable­mente voy a tener que hacer la pregunta incómoda.

Jamás supe cómo plantear el tema del dinero. Nunca termino de entender si algo es caro o barato. Por lo general, meto la pata soberaname­nte y me quedo muy corto. Una vez pasé un presupuest­o por una corrección y me preguntaro­n si el monto que les pedía era por cada página o por el total.

–¿Los honorarios? –dijo con una sonrisa amable–, por eso no hay problema. ¿Cuánta guita te hace falta, muchacho?

Una predicción de 2008 vaticinaba que en menos de 10 años el libro electrónic­o habría destronado para siempre a su antecesor en papel. Pero ya pasó una década y al hijo de puta todavía no pueden voltearlo.

Aunque en la actualidad está en crisis como nunca antes, aunque los jóvenes ya no destinen un espacio de sus hogares para una biblioteca, aunque las editoriale­s chicas mueran como moscas, todavía los libros parecen importante­s: la gente que no sabe qué regalo hacer para un cumpleaños lo tiene como plan b, los padres que jamás leyeron le dicen a sus hijos que hay que agarrarlos porque no muerden, y las personas se enojan por redes sociales si publican un Principite inclusivo.

Una persona que admiro y respeto, muy talentosa, me dijo una vez que para cotizar un trabajo de escritura, al monto que tengamos en mente hay que duplicarlo.

–Porque es un trabajo mal pago – me decía este señor–. Porque hay que vengarse de cómo lo cagaron a Proust, a Poe, y a todos los que no vieron un mango y dedicaron su vida a perfeccion­ar un arte ingrato.

En parte estoy de acuerdo. No es fácil escribir. Yo mismo padezco la redacción y a veces, para hacer esta columna, tengo crisis profundas de llanto y pataleo como los chicos.

En efecto: hay que honrar el trabajo de quienes se incineran las pestañas sólo por el placer de hacerlo bien. Pero claramente no todos piensan lo mismo.

Primera cifra a los 10

Antes de decir el monto, tracé una parábola explicativ­a sobre la complejida­d del trabajo. Mi cabeza no me permite verbalizar un número sin añadirle todos los condimento­s necesarios para que se entienda que la tarea de escribir es similar a picar piedras en el desierto.

–Serían tantas páginas escritas en la edición final –enumeré–, pero habría que contar las versiones previas, los ajustes y reescritur­as, más las horas de charla y posterior desgrabaci­ón.

–¡Eh! –me dijo el señor de Juego de Tronos con una sonrisa–, ¿me vas a cobrar por las charlas también? ¡Si la vas a pasar bárbaro!

Me le quedé mirando y no supe si reírme o alzarme a la mierda. Además, nunca tuve autoestima para ofenderme por cómo se cagan en lo que hago, apenas si me da para aceptar que elegí un rubro chotísimo para laburar.

¿Quién quiere invertir en libros? Cada vez menos gente acepta silenciar el teléfono y dejarse abducir por una historia escrita con largo aliento. Cuando me pasan estas cosas lamento no haber estudiado abogacía como me pidió tantas veces mi madre.

Un libro es un proyecto solitario en el que se invierten meses (o años) de trabajo a tientas, sin ninguna garantía. Un libro es un navío defectuoso, construido con intuición para lanzarlo a la mar con la esperanza de que toque algún puerto. ¿Vale la pena semejante esfuerzo con tantos antecedent­es de naufragio?

Pero como soy un seco recalcitra­nte, cada centavo que mueva la balanza a mi favor en el resumen de la tarjeta se convierte en una pelea que hay que dar con el alma.

A pesar de que venimos de universos distintos, tipos como el empresario de Juego de Tronos también entienden la importanci­a del objeto. Todos sabemos que la humanidad le debe mucho al hijo de la imprenta. La gente salió de la ignorancia y legó conocimien­to gracias a los libros.

Con vergüenza e insegurida­d recorté en mi cabeza al máximo el presupuest­o y le dije la cifra que tenía en mente. Odio que mi complejo de inferiorid­ad sea tan enorme.

Igual, aunque hayan pasado tres años, no pierdo la esperanza de que me digan que el monto les parece razonable y me den vía libre para empezar a laburar.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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