La bebida hecha mandato
No me gusta el fernet con coca. He dicho esa frase entre coterráneos y me gané auténticas miradas de reprobación, gestos nada sutiles de desconfianza o incredulidad, incluso reprimendas del tipo: “Qué te hacés la especial, a todos nos gusta”, como si con mi rechazo a ese vaso espumante cometiera traición a la patria. Cuando me ha tocado decir lo mismo a personas de otras provincias, han puesto en duda mi origen, como si ese líquido del color de la brea fuera el único DNI del gen cordobés. Y me han preguntado después si “aunque sea” cuento chistes y bailo cuarteto, las tres gracias convertidas en mandatos cordobeses. No es que reniego del fernet como gesto altanero en contra del chauvinismo de esta provincia. Tengo muy buenas razones para preferir otras bebidas. Y creo que, en rigor, hay más motivos que expliquen por qué no es un néctar delicioso que razones para sostener que lo es. El fernet solo, como aperitivo, tiene sus encantos y responde a las cualidades de ese tipo de bebidas. Pero el fernet con cola (cualquiera sea la marca), en esos vasos XL en los que los tomamos aquí, muta en otra cosa. Si bien conserva su amargor, la cantidad de gaseosa que lo acompaña (sea en proporciones para su versión strong o más liviana) lo convierte en un líquido empalagoso que se adhiere al paladar como un tapizado de glucosa. Esa corona blanca que tantos alaban tiene el sabor de la espuma loca. Y el aroma puede resultar invasivo y convertir el matiz de sus hierbas en una estela abrumadora. Ni hablar del toque final, el gas que hace que tomar dos vasos equivalga a cenar tres lomitos completos. No tengo nada personal con los integrantes de este equipo: ni con el fernet, ni con la coca, ni con los hielos. Por separado, todos me caen bien. Pero juntos prefiero verlos de lejos y dejarlos circular, como a los autos del rally.