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El mundo desde una fosa en enero

- José Playo jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

El señor de bigotes me invita a bajar a la fosa para que veamos la panza de mi auto. Prende una linterna y repasa los bajofondos del vehículo señalándom­e lo que está mal.

Siempre me han gustado los talleres mecánicos. Me encanta cuando tienen un panel en la pared con el dibujo de la silueta de las herramient­as. O cuando tienen un tacho enorme de agua para meter las ruedas y buscar las burbujas de una pinchadura.

Este es distinto, está dedicado a la colocación de equipos de gas, no se parece mucho a los talleres clásicos. Me pregunto si es por eso que no hay pósters de mujeres desnudas. O será simplement­e que tener gente en tetas colgando de las paredes ya pasó de moda.

Cuando éramos chicos, mis primos solían desinflar las bicicletas adrede para ir hasta el taller de un gordo que tenía todas las paredes llenas de rubias california­nas con pelos batidos que no te sacaban los ojos de encima.

Siempre sentí mucha confusión en los talleres mecánicos.

–Lo que te piden en el ITV es una pelotudez, con el perdón de la palabra –me explica el hombre de la fosa con paciencia–; se han puesto hincha quinotos ahora porque quieren recaudar más.

Le acabo de explicar que me estamparon un sello de falta grave en el papel de la inspección técnica vehicular.

El señor de bigotes va iluminando caños, mangueras y tuercas con la linterna. Me explica cosas técnicas que no comprendo, igual digo “Ajá” cada vez que me señala algo.

Felisa me muero

Es enero y me veo venir un desembolso non grato para inaugurar el año y me dan ganas de irme a mi casa a patalear sobre la cama. Pero me quedo porque la temperatur­a es mucho más baja dentro de la fosa y entonces pregunto cosas para que sigamos ahí abajo tomando todo el fresco que se pueda.

Además, me gusta cómo se ve el mundo con los ojos al ras del suelo.

Estoy a punto de indagar sobre el uso de pósters de gente desnuda cuando el señor de bigotes me interrumpe con más especifica­ciones.

–Los equipos de gas se han instalado así toda la vida –continúa–, pero con el perdón de la palabra estos hijos de su madre ya no saben con qué hincharte las pelotas y ahora inventaron que hay que cambiar el sistema.

Con paciencia –y de manera muy didáctica– el señor me cuenta que la cuna sobre la que viajan mis dos tubos de gas no está homologada. Además hay unas tuercas que no son las que autorizan ahora. Y para cerrar, también tengo que correr el caño de escape unos centímetro­s porque la distancia no sé qué.

–Boludeces –dice el hombre mientras le pasa el trapo a los minions que duermen en el vientre del auto–, antes no te exigían esto, ahora dicen que está mal instalado; en resumidas cuentas vas a tener que pagar lo mismo porque ellos te cagan como quieren.

–Qué tipos de mierda –acoto–. Con el perdón de la palabra.

Yteve

Celebro que haya leyes que respetar así como los correspond­ientes controles, pero a veces se les va un poco la mano. Me paso varias horas al día sobre el auto, y me paran cada dos por tres: me sé de memoria en qué tramos de la Circunvala­ción y de las rutas que transito hay policías entre conos, e incluso les conozco el humor en función de la hora.

Pero los más complicado­s son los inspectore­s de ciudad, que llevan brazos fosforesce­ntes y la mano hábil para labrar las actas. Les tengo más miedo a los inspectore­s que a los mosquitos del dengue. Y ahora estoy fuera de la norma.

Cuando fui a hacer la inspección, el mismo muchacho que atendía me dijo: “Si quieren recaudar, sí o sí te van a encontrar algo”.

–Pero tengo todo en regla –le dije mientras me sellaba como infractor grave por el estado de mis tubos.

–“Casi” todo en regla –me corrigió antes de agregar–: también vas a tener que sacarle el polarizado a los vidrios, que este año se considera falta.

Ahora estoy en el taller pidiendo presupuest­o para adaptarme a las leyes. Mientras hago cuentas mentales para faenar el sueldo, miro a los ojos al perro del lugar.

El bicho tiene la nariz pegada al piso y cada vez que bufa levanta una nubecita de tierra.

–Vamos a hacer bien los números –me dice el señor de bigotes–, pero te recomiendo que si querés ahorrar plata, no les des bola a estos desgraciad­os y te hagas un viaje a las Termas de Río Hondo y te saques la oblea de circulació­n nacional; así no te joden más.

Salgo de la fosa y le toco la cabeza al perro. La tiene grasosa y apenas si levanta la vista. El calor también lo está liquidando. No debe ser fácil ser mascota de taller, estar todo el día mirando autos quietos parece un oficio aburrido.

Afinando el lápiz

Salimos de la fosa y el calor de enero nos envuelve como una bufanda. El señor de bigotes se rasca la frente y se deja tres rayas oscuras de tizne en la piel.

–Vamos a la oficina que está más fresco –me sugiere.

Adentro hay una chica que nos dedica una sonrisa cuando dejamos pasar al perro. El aire acondicion­ado me despeja un poco. El señor de los bigotes le indica uno por uno los costos en material y ella va sumando todo con la calculador­a.

Estamos en un pueblo serrano bajo amenaza de tormenta. Desde donde estoy se ve el horizonte sitiado por nubarrones oscuros.

–…cambio de tuercas blablablá, cambio de recorrido mangueras blablablá –le dicta el hombre a la chica que teclea.

Mientras tanto veo el almanaque del lugar. En vez de una persona desnuda tiene un perro con la cabeza ladeada y los ojos redondos. Falta poco para la noche de Reyes.

–Te va a costar esto –me dice la chica mostrándom­e la calculador­a–. Y a este monto hay que sumarle la mano de obra.

Me quedo unos segundos mirándolos a ambos. En mi cabeza los Reyes Magos se convierten en tres inmigrante­s ilegales que buscan una zona liberada para poder vender anteojos y carteras sobre mantas en la vereda. –¿Se puede pagar con tarjeta? –Sí, pero te tengo que matar con el recargo –contesta la chica.

–Guau –dice el perro desde el suelo.

–En serio te recomiendo que te vayas a hacer la inspección a las Termas; es un viaje hermoso – cierra el señor de bigotes.

Tiempos locos

Me subo al auto y lo pongo en marcha. Cierro los vidrios y prendo el aire, que no alcanza para apagar el infierno del interior. Hierve la luneta, hierve el tapizado, hierve la botella de agua del asiento.

El verano es una película repetida de sofocones, sudor y quejas. Hago girar la llave y fantaseo con llegar a casa y acostarme a dormir bajo la ducha.

En la ventana, el paisaje pasa como una tela rasgada. Me concentro en las nubes gordas y encrespada­s.

Se escuchan los primeros truenos y el vapor sube. El mecánico me recomienda que no gaste dinero en un arreglo innecesari­o; los que hacen la inspección técnica me dicen que los zorros grises me van a sacar plata de todas maneras; la chica encargada de cobrar me avisa que me tiene que decapitar con los intereses si pago en cuotas.

¿Cómo será vivir en un universo sin tantas contradicc­iones? ¿Qué hay que hacer para no volverse loco en una realidad como esta?

Unos metros más adelante veo a una pareja de viejos que intenta cruzar la ruta. Aminoro la velocidad para darles paso, pero me rebasa una camioneta supersónic­a a todo lo que da por la izquierda y los viejitos se quedan clavados en la banquina.

En segundos pasan a flotar en el espejo retrovisor, difuminado­s por las ondas de la temperatur­a del asfalto.

Están tomados del brazo. Él tiene una boina y traje oscuro. Ella usa pollera hasta los tobillos y por las mangas de la remera le asoman dos brazos gruesos y pálidos.

¿Estarán apurados por llegar a su casa antes de que se desate la tormenta? ¿Creerán en los Reyes Magos? ¿Serán felices?

Me suena el teléfono y tengo que salir de la ruta y volver a estacionar para contestar la llamada.

–Buenas tardes, mi nombre es Andrés y soy del banco, lo llamamos para saber si conoce nuestras promocione­s de verano...

Frente a mí se yergue una nube muy oscura y panzona, enganchada en el serrucho de las sierras.

–No sabés el nubarrón que tengo adelante, Andrés querido; parece un culo cagando rayos de sol –le digo al vendedor antes de cortar la comunicaci­ón y volver a trepar con el coche a la ruta.

A los pocos metros cae la primera piedra, enorme, en seco, y da de lleno en el medio del parabrisas.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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