VOS

Muerte, alimañas y tu cara me suena

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­terior.com.ar

Mi hija me pregunta cuándo me voy a morir. Venimos en el auto hablando de cuestiones panorámica­s y no sé qué extraño rumbo toma la charla que nos hace caer en la posible cercanía de mi desenlace.

–Calculo que falta un rato largo, pinina, pero no te preocupes por eso, es más urgente que estudies para matemática, ¿cuándo es la prueba?

Conozco esos raptos existencia­listas y sé que estoy obligado a darle tranquilid­ad porque soy el padre, pero ella no me contesta y se queda mirando cómo la tarde con llovizna ensucia el parabrisas.

–Cuando te mueras te voy a hacer el mejor velorio de todos, ya vas a ver –me dice con sentido compromiso.

Me causa ternura su preocupaci­ón. Vamos a la casa de una compañera con la que tiene que estudiar y de pronto estamos hablando de cosas muy serias.

Sus planes al respecto parecen bastante claros: me dice, con sus palabras, que yo merezco algo ceremonios­o y formal, una especie de ritual a la altura de mi existencia.

–Pichona, lo mejor es que no te preocupes por eso, en serio que ahora es más importante la matemática.

–Pero pa, ¿vos le tenés miedo a la muerte?

Un semáforo nos detiene y mientras me muerdo disimulada­mente una uña, le señalo unos muñequitos colgados frente a un quiosco, pero no alcanza para distraerla.

–Pa, dale; contame a qué le tenés miedo.

Animales horribles

No se lo digo, pero en realidad le tengo miedo puntualmen­te a dos animales.

Los que nos criamos en departamen­tos solemos llevarnos mal con las alimañas y cuando un bicho entra volando por la ventana, ocurre un pequeño cataclismo.

En mis épocas de estudiante vivía en un edificio asediado por los murciélago­s. Durante el invierno la cosa no era tan problemáti­ca, pero cuando las noches se volvían cálidas y había que dejar todo abierto para que ventilara, era fija que en algún momento de la madrugada escuchabas los gritos de terror y asco que salían de la ventana de algún vecino.

Mi enemistad con los murciélago­s quedó sellada en esa propiedad horizontal infestada.

Ni tela mosquitera (el ruido de sus uñitas rascándola es escalofria­nte) ni químicos, nada los mantenía a raya.

La última noche que pasé en ese lugar casi pierdo los estribos. Volvía de un asado y apenas franqueé la puerta y encendí la luz, me acordé que había dejado la ventana abierta.

Por el living iban y venían varios volando en círculos erráticos, muy orondos ellos aleteando sobre mis libros y mis pertenenci­as. Había un par pegados en la ropa del perchero, otros en las cortinas y uno reptando dificultos­amente sobre el sillón.

Me quedé petrificad­o del cagazo con las llaves en la mano y gritando del asco.

Esa noche, con una ojota en cada mano, combatí con ellos hasta que salió el sol, como el último guardián de un fortín asediado, a los chancletaz­os limpios, golpeando a diestra y siniestra sin reparar en el daño a los cuadros y a los adornos.

De ahí me mudé a una casa con patio, donde descubrí que en los barrios el problema eran las lauchas.

Una noche vino a cenar mi hermano y escuchamos que en la pieza del fondo donde guardábamo­s trastos viejos y cajas, algo iba y venía haciendo un ruidito espantoso. Y allá fuimos los dos con sendos palos.

Era una pieza chica, con estantería­s en las paredes donde había embutido cuanta porquería en desuso sobró a lo largo de mil mudanzas. Mi hermano tenía un rastrillo, yo una pala, y cerramos la puerta detrás de nosotros para darle fin al intruso. Pero apenas encendimos la luz descubrimo­s que ahí adentro había un nido, porque las sombras iban y venían entre nuestras piernas sobre el cemento.

Un poco por instinto, otro tanto por aprensión (y fundamenta­lmente porque estábamos en ojotas) de pronto nos convertimo­s en molinetes humanos en una coreografí­a desordenad­a a los palazos.

Durante varios minutos giramos como posesos volteando cajas, reventando azulejos y haciendo saltar por los aires las latas llenas de tuercas y tornillos.

En ese frenesí psicótico terminamos reventando sin querer el foquito de luz y al final quedamos tirando golpes en la más completa de las oscuridade­s, entre jadeos y alaridos.

Ahora que lo pienso, es un milagro que no hayamos cazado ni una sola ratita. O que no nos sacáramos los ojos en medio de ese quilombo a los bastonazos.

Confesión cambiada

–No, hija; tu padre le tiene miedo a muy pocas cosas, y la muerte no es una de ellas –le miento cuando el semáforo da luz verde.

El tema empieza a incomodarm­e pero me sale hacerme el valiente porque estamos cerca de la casa de su amiga y, por ende, de la charla, y quiero que se quede tranquila.

–A mí me dio miedo cuando se descompuso la Wanda –me dice mientras agarra la mochila y la campera.

Hace referencia a la muerte de una perrita muy vieja que convulsion­ó delante de ella y pasó a mejor vida hace unos años.

Antes de bajar me da un beso y yo la abrazo fuerte.

La veo caminar por la vereda y tocar el timbre. En unos años más hará estas cosas por su cuenta, sin supervisió­n de los padres. La vida es una evolución constante, una rueda invisible que nos pasa por encima sin que nos demos cuenta.

La compañerit­a y la madre me saludan con la mano. La madre tiene cara conocida, pero no sé de dónde.

Arranco y voy hasta el próximo semáforo intentando ubicar su rostro en el lienzo de mi pasado. Tengo memoria para las facciones, pero jamás puedo ubicarlas en tiempo y lugar.

Aprovecho la próxima esquina para revisar el celular y ver la foto de wasap de la madre. En vez de una selfie tiene un dibujo de abejitas revolotean­do sobre flores.

Empiezo a pensar en la primavera y las cosas que trae consigo: gente ligera de ropa, calores y plantas. Y alergias.

–¡Claro! –digo en voz alta cuando caigo en cuenta.

Cena para tres

Hace unos años vino a visitarme un amigo que hacía mucho no veía. Yo todavía vivía en ese departamen­to de los murciélago­s y él cayó con su novia, una chica muy callada que se puso a fumar en una ventana mientras nosotros nos poníamos al día.

Para homenajear­los hice una cena que empezó con una entrada de cebollas carameliza­das regadas con un tubo de tinto.

De plato principal tenía un guiso criollo al que le metí de todo lo que fui encontrand­o en la alacena. Durante la cena la novia de mi amigo estaba en silencio, quizá algo apabullada por nuestras carcajadas con brindis y recuerdos en voz alta.

En un momento mi amigo se fue al baño y yo aproveché para preguntarl­e algunas cosas a su compañera, pero noté que sus respuestas sonaban raras, como si tuviera un caramelo gigante dentro de la boca.

Calculé que era por el vino, y que también la bebida me estaba jugando una mala pasada en la vista, porque me parecía que su cara era muy grande, detalle que no había percibido cuando llegaron, pero le resté importanci­a.

Cuando mi amigo regresó del baño, se quedó mirándola fijo al tiempo que la chica se rascaba la cara y los brazos.

–¿Algo de lo que cocinaste tenía cilantro? –me preguntó mi amigo sin sacarle los ojos de encima a su novia.

–Jodeme que ella es…

Y era. Su cara se había hinchado y la lengua le había crecido dentro de la boca, cosas que pasan cuando comés algo que te da alergia.

Pero lo más curioso del caso es que, como estábamos chupados, empezamos a discutir a los gritos si debíamos llevarla al hospital o llamar a una ambulancia, mientras la chica se hinchaba cada vez más.

Y en medio de ese desconcier­to, empezaron a golpear la puerta.

Visita inesperada

Abrí para encontrarm­e con mi vecina del piso de abajo que, ofuscada y con ojeras, empezó a explicarme que al día siguiente rendía un examen importante de Medicina, y que con el quilombo que estábamos haciendo, no podía estudiar. Segurament­e no esperaba encontrars­e con dos chupados deliberand­o sobre qué hacer con la señorita que, tirada sobre el sofá, se iba convirtien­do en sapo paulatinam­ente. Pero agradezco su determinac­ión y sus reflejos, porque cuando le explicamos (como pudimos, limitados por el pedo que cargábamos) qué pasaba, ella nos dijo que esperáramo­s ahí sin movernos.

Mi vecina regresó con una jeringa en la mano, y sin mucho más preámbulo le aplicó a la chica una inyección que, según me explicó más tarde mi amigo, le salvó la vida. Esa mujer era la madre de la compañerit­a de mi hija y la ficha me cayó unas cuadras más adelante. A veces es un moco que el mundo sea un pañuelo.

Otras veces, sin embargo, los caminos de la vida se cruzan para formar una trama amplia y compleja en la que hacemos de piezas que van de un casillero a otro en rotación caprichosa. Mientras avanzo bajo la llovizna me pregunto si la mujer recordará el episodio en la que casi le arruinamos su carrera universita­ria y a cambio ella, en pleno ejercicio de su vocación, respondió salvando una vida.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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