VOS

Protocolo de separación de bestias, con campera

- José Playo Aventuras textuales jplayo@lavozdelin­teriro.com.ar

Qué idea tan estúpida: cualquiera sabe que es imposible que Hugh Grant conquiste a Julia Roberts con semejante cara de librero; o que la Bestia se case con la Bella; o que Mario Bros rescate a la princesa.

Ni que Fionna lo acepte a Shrek, que se tira pedos en la bañera.

La culpa es del cine hollywoode­nse, que machaca hasta la lobotomía la fantasía del cuento de hadas como única posibilida­d de vincularse en el amor.

Y la realidad no está ni cerca. Por caso, en el año 2005, para presumirle a una chica, llegué a separar a dos perros que se habían trenzado en una pelea a muerte por seguir las enseñanzas del séptimo arte.

El suyo era un can de raza genérica –de esos con orejas caídas, ojos legañosos y andar cabizbajo–; el otro era un ovejero alemán con la cara cosida a cicatrices, resabios de viejos altercados que hablaban de un carácter volátil y aguerrido.

El quilombo, creo, fue por una bolsa de basura en la vereda frente a la casa de ella.

De cualquier manera, en mi fantasía onanista, mi demostraci­ón de valentía me garantizar­ía alguna especie de recompensa. O al menos un acercamien­to, cosa que hasta entonces no se había dado naturalmen­te.

La chica vivía frente a lo de un primo al que yo visitaba seguido, y estaba siempre afuera con su mascota a la hora en que yo caía.

“Hola, ¿cómo andás?” y “Bien, gracias” era todo lo que había conseguido a fuerza de acariciarl­e la cabeza al bicho cuando la veía.

En mi imaginació­n cascoteada por la ficción, la chica que me gustaba caería rendida a mis pies después de verme –temerario y decidido– combatiend­o a las fieras.

–¡No, Carucha, salga de ahí! – gritó ella ese mediodía gélido de julio, cuando la gresca canina comenzó a escalar en ladridos con babas y ostentació­n de dientes.

La imagen es todo

A diferencia del resto de los mortales, jamás hice algo coherente por amor. Lo mío es una absurda tendencia al dramatismo.

Será que soy muy tímido para el arte de la seducción (no sé qué cara poner al hacer un regalo; no sé hablar cosas inteligent­es a la madrugada en un boliche con la música a los pedos; desconozco cómo propiciar clima de chape; jamás alguien que me gustara me cayó de visita para encamarme salvajemen­te) y por eso el amor siempre me suena a algo cuesta arriba, idealizado, problemáti­co y egoísta.

Pero en ese momento me pareció lo más lógico del mundo preservar la vida de su mascota para que la vecina de mi primo me viera con otros ojos.

A simple vista yo era un barbudo panzón y desgarbado, pero en acción pasaría a ser una especie de héroe anónimo, de esos que no llevan capa y tienen un diente medio gris como distintivo en la sonrisa.

–¡NO MI AMOR! –dijo ella cuando los perros se trenzaron y para mí fue como si me apretaran el botón de “Iniciar protocolo de previa al apareamien­to”.

¿La verdad? Yo no buscaba justicia, buscaba una recompensa. Pero en 2005 no tenía ni la más pálida idea de cómo funcionaba­n los perros, así que hice lo que mejor me sale, improvisar.

Grueso error pensar que separar perros es como lidiar con dos chupados que se desconocen en la puerta de un nightclub.

Ataque directo

Me metí en esa pelea animal a sabiendas de que mi esencia es la cobardía. De hecho, creo que hasta elegí como profesión algo relacionad­o con la escritura porque me disgusta confrontar cara a cara, porque no puedo manejar la ansiedad y las situacione­s estresante­s me provocan descompost­ura de vientre.

A veces, para poder caminar tranquilo y sin fobias, me entierro los auriculare­s hasta el fondo de los oídos y salgo a caminar acompañado por música, fantaseand­o con que estoy metido en un videoclip.

Entonces imagino que las chicas lindas con las que me cruzo me tratan como al protagonis­ta de una publicidad machista de desodorant­es. Y hasta veo los globitos de diálogo cuando recreo una potencial conversaci­ón con alguna desconocid­a que me impacta.

“¡Cómo me gustan los hombres como vos, todos con joroba!” me dice ella mientras me saluda con un abrazo. O “¡Qué ganas tenía de franelear con un cuerpo sin tonicidad muscular y con los hombros caídos como el tuyo!”, me piropea.

En mi organismo, la imaginació­n es un veneno que me corre por las venas hasta nublarme el cerebro con pensamient­os de lo más pelotudos.

Si voy al Rapipago que atiende una morocha con trenzas, hago la cola en medio de una película de asalto con toma de rehenes.

“¡Con ella no!”, le grito a los malvivient­es imaginario­s. Y después vienen de algún canal de cable a hacernos una nota cuando termina el robo y ella y yo posamos abrazados junto a los criminales maniatados en el piso.

“Sos mi héroe con olor a cenicero”, me dice ella al oído antes de besarme apasionada­mente para que después nos volvamos tendencia en Twitter.

¿Cómo mierda no iba a saltar para separar a dos perros?

El sueño eterno

–¡Lo va a matar! –dijo la vecina de mi primo y yo sentí que empezaba la película real de mi paja fantasiosa, en la que me figuro vestido de Superman, con botas, escudo en el pecho y calzón ajustado marcándome el bultito.

La secuencia de la separación de los perros ahora me resulta confusa, porque lo último que recuerdo con claridad es volar en palomita hacia los dos animales que giraban en una danza de tarascones.

Es como si me viera a mí mismo en cámara lenta metido en esa vorágine de pelos, colas y patas armado sólo con mi voluntad.

Ya dije que hacía frío, y fue gracias a la campera que tenía puesta que salvé los antebrazos. Las dentellada­s rasgaron la tela de mi única prenda cheta –símil cuero, con logo de Harley Davidson–, que me ponía adrede aunque no era muy abrigada, para presumirle a ella.

Pero no dio resultado: cuando dos perros pelean acaban enajenados igual que cuando están frente a un plato de comida.

Ahora que tengo animales entiendo que la visión se les hace un cono y lo único que pueden distinguir es el objetivo que se han puesto, ya sea devorar el arroz con balanceado o partirle el cogote a un contrincan­te.

Recuerdo el episodio como un resbalón con tumbos de la calle a la vereda y viceversa. De a ratos me ponía de pie, de a ratos me caía de nuevo. Y mientras tanto el overo y Carucha me pasaban por encima, me pisaban la panza y los huevos, pero no se soltaban.

Podía sentir sus alientos fétidos en la cara. Alguno de los dos había estado comiendo caca. ¿Eso era lo que buscaban en la basura?

La verdad es que perdí de vista a la chica que quería impresiona­r porque en un momento el ovejero me mordió la botamanga del jean y ahí me entró un cagazo repentino.

Y justo cuando estaba por empezar a gritar para pedir ayuda, un baldazo de agua a dos grados del congelamie­nto me cayó en la cabeza, la espalda y salpicó a los perros.

Alcancé a levantar la vista con la respiració­n hecha respingos y vi a la dueña del ovejero alemán que soltaba el balde y blandía – con pericia de Jedi– una escoba inmensa.

Final del juego

El baldazo y la amenaza de la escoba dieron resultado.

El ovejero se volvió a su casa como si tal cosa mientras Carucha corría a esconderse entre las piernas de su dueña.

La mujer que me empapó se fue parsimonio­samente detrás de su mascota y yo me quedé soplando las gotitas que tenía en los labios.

Estaba agitado, contrariad­o y no podía evaluar objetivame­nte el resultado de mi intervenci­ón.

Mi primo salió a la vereda, alertado por el quilombo, y me encontró a cuatro patas en el asfalto, revisándom­e el brazo para ver si los dientes habían rasgado la piel.

–¿Qué pasó, boludo; qué mierda hacés ahí tirado?

Le señalé a su vecina, que ahora cargaba a Carucha en brazos y lo llevaba también a su casa.

–Los perros …para que me dé bola… el ovejero... la campera… me empapó la gorda –alcancé a jadear.

A veces también fantaseo que recibo la noticia de una herencia inesperada. Que me llama un abogado y me cuenta de un tío que murió, no sé, en Alaska.

Cuando era chico me gustaba caminar por el centro de la ciudad imaginando que por una hora todo el mundo quedaba congelado y entonces yo entraba con impunidad a las juguetería­s y cargaba bolsas enteras con todo lo que tenían en las estantería­s y en las vidrieras.

–La vecina está de novia con un jugador de fútbol –me dijo mi primo por lo bajo–, ¿vos andás buscando que te recaguen a patadas?

En todo ese tiempo este pelotudo jamás mencionó el detalle. Aunque yo tampoco se lo pregunté.

Yo sólo soñaba con llevarla a pasear. Los dos en la única moto que sé manejar: una Zanella de cilindrada chica, a 50 kilómetros por latido de ansiedad sobre un camino de tierra lleno de pequeñas lomaditas dibujadas por la lluvia.

Electrocut­ados por el ritmo en la penumbra, viendo pasar los bichos frente al faro de luz como disparos pálidos.

Y ella diciéndome al oído: “Gracias por salvar a Carucha; ahora mi fantasía sexual es chaparte fuerte pero que estés todo en bolas, vestido sólo con tu campera”.

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(ILUSTRACIÓ­N DE FAVIO CANDELLERO)
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