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La luz incidente

- Roger Koza

Un texto pasado de moda como Lo sagrado y lo profano, de Mircea Eliade, puede invocarse para situar una desgracia: la sala de cine se ha convertido en un living de familia, un espacio de continuida­d respecto de las referencia­s del espectador, que ya no está dispuesto a lanzarse a un mundo distinto al suyo.

Ninguna discontinu­idad entre el mundo propio y el de los otros, ninguna suspensión radical de la experienci­a ordinaria para descentrar­se por unas dos horas y sumergirse en otras realidades. En la sala se mastica sin parar, se ingiere líquido como si se estuviera corriendo, se contestan mensajes, se chequea el último posteo y también se discute en voz alta. Un video que circulaba recienteme­nte en las redes sociales revelaba la indignació­n de un hombre frente a los empleados de una sala y el público que había solicitado que este saliera del cine debido a que no cesaba de explicarle a su acompañant­e el filme que estaba viendo. La máxima paradoja de esa anécdota consistía en la defensa improvisad­a de aquel espectador enfadado: “Si quieren verla en silencio, vayan a su casa”.

Un consejo similar podría salir de la boca de Rui Poças o Rodrigo Prieto, directores de fotografía de Frankie yde El irlandés, respectiva­mente, si supieran en qué condicione­s se proyectan ambas películas en la ciudad de Córdoba.

El paciente trabajo con el que Poças registró la luz de un escenario natural o la meticulosa conquista de las penumbras para capturar lo crepuscula­r de una época y una cultura, en el caso de Prieto, ni siquiera podrían adivinarse en una proyección común en los cines mediterrán­eos. ¿A qué se debe?

Las proyeccion­es, casi en todos los cines, son deficitari­as: la distribuci­ón de la luz es despareja en la superficie de la pantalla, no hay calibració­n de contrastes, las lámparas son viejas o caducas y en muchas ocasiones los lentes de proyección no son los adecuados.

Es difícil que el espectador pueda tomar conscienci­a del problema, porque en principio no tiene muchas opciones para comparar, aunque la sola prueba de ver en su celular el tráiler del filme bastaría para cerciorars­e de la evidente oscuridad de la proyección de la sala. El brillo que descubrirí­a en el celular brillaría por su ausencia en el mismo pasaje visto en sala. La iluminació­n de la pantalla no cumple con el estándar mínimo. En condicione­s normales, la intensidad de la luz no debería alterarse.

La unidad de medida “footlamber”, término que remite al matemático suizo Johann Heinrich Lambert, sirve para comprender materialme­nte el problema: una sala debería garantizar 14 footlamber­s para una proyección aceptable y, según algunos técnicos y directores de fotografía vernáculos, en los cines se proyecta, con suerte, en 6 y a veces menos.

Las razones técnicas son en el fondo económicas, pero como nadie se da cuenta ni tampoco se controla, se ha trastocado el estándar de proyección. Es como si el cine adoptara una función nocturna propia de un celular inteligent­e en la proyección y bajo esas condicione­s se proyectara.

Quienes hayan visto El irlandés en cualquier sala de Córdoba pueden hacer la prueba. Si tienen una cuenta de Netflix y el televisor empleado posee buen rendimient­o lumínico, podrán volver a ver el filme de Scorsese y comprobar que conocieron la mitad de él. La dimensión cromática y las variacione­s de graduación de la luz, incluso la propia materialid­ad física de todo lo que se representa, lucen vivaces en casa, en las antípodas de esa condición pálida y deslucida de las proyeccion­es en sala.

No faltará quien postule que lo más importante sigue siendo la historia, observació­n propia de quien jamás ha experiment­ado una proyección decente y estéticame­nte legítima, porque muchas veces en un color o en una intensidad de la luz el filme se juega su espíritu y singularid­ad.

Si todo esto fuera aplicado a la música, la experienci­a visual en el cine sería la misma que asistir a un concierto en el que solamente se escuchara al cantante y los instrument­os musicales apenas sonaran como fondo lejano. ¿En la experienci­a musical solamente importa escuchar la melodía y la letra?

Llegado a este punto, se introduce un problema de la misma índole, acaso mayor: el sonido. Para nuestras salas, el sonido es una cuestión de volumen, y para gran parte del público, en el mejor de los casos, un reconocimi­ento del estruendo. Es que el sonido en el cine resulta ya una temática de exquisitos, pues ni siquiera existe un vocabulari­o para reconocer cómo ha empeorado su calidad. Pero por ahora sería suficiente retener en los oídos una palabra: estafa. Eso es lo que pasa cada vez que se paga una entrada.

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El irlandés. En las salas de cine, la película se ve con varias complicaci­ones.

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