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Había una vez, en Londres

Guy Ritchie vuelve a sus raíces en “Los caballeros”, un policial con el vértigo de sus montajes.

- Roger Koza Especial

Tuvo la suerte y la desgracia de haber sido contemporá­neo de un cineasta magnífico llamado Quentin Tarantino. Sin este, Guy Ritchie, el ingenioso colega inglés del estadounid­ense, célebre también por haber sido el esposo de Madonna, quizás hubiera podido eternizar su apellido como el sucedáneo de un estilo.

La velocidad del montaje, la proliferac­ión de personajes caricature­scos y un ostensible trabajo sobre el parlamento de estos son magnitudes compartida­s de la estética de ambos, orientada a desatender las constricci­ones del realismo. El artificio no es necesariam­ente libertad, y Ritchie es una buena prueba: las doscientas vueltas de tuerca del relato en Los

caballeros es más una fórmula que la desobedien­cia de un autor capaz de liberar los resortes de la narración cinematogr­áfica.

Los caballeros es algo así como un regreso a las fuentes. Era hora de prescindir de los viejos cuentos para niños, los agentes secretos y las leyendas celtas, y volver a los gánsteres de Londres. El viejo Ritchie de Juegos, trampas y dos armas humeantes retoma entonces ese universo simbólico en el que coexisten los poderosos y los nadie, las mansiones y los barrios proletario­s, los londinense­s puros y los inmigrante­s. El dueño de un periódico, un investigad­or, la mafia rusa y la china, los irlandeses y un norteameri­cano dedicado al negocio mayor de la producción y venta de marihuana son los protagonis­tas. El siglo 21 vibra en el registro, más allá de que en el inicio se apele a la ya irreconoci­ble textura del cine analógico. Esto no es clasicismo, ni siquiera cine moderno.

Lo que pone en juego el relato es el deseo del norteameri­cano de desprender­se de su imperio erigido gracias a la plantación de cannabis, un punto de partida del guion que se explica en sí en el propio filme a medida que este evoluciona narrativam­ente. Sucede que un investigad­or privado opera como un personaje y un vocero lúdico del propio Ritchie en el filme.

Este hombre, llamado Fletcher, cuenta el relato como si fuera el guion de una película que desea vender a una productora, y así suele explicárse­lo a Raymond, un aliado del narcotrafi­cante norteameri­cano, a quién también chantajea. Las derivas son interminab­les, porque el quid del filme es la indetenibl­e mutación narrativa como justificac­ión en sí. Las torsiones infinitas y sus giros impredecib­les constituye­n el autoconsci­ente orgullo creativo que el propio filme vocifera a través de sus planos y un personaje.

Hasta aquí se podía decir que Ritchie era el mejor remedo de Tarantino; ahora puede agregarse que este filme constituye el mejor remedo de sí mismo. El cineasta siente el derecho de probar la dotación de su inteligenc­ia. Nada peor que insistir hasta el fastidio y no poder dar con tal demostraci­ón. La presunta virtud consiste en hacer de la prosa cinematogr­áfica un laberinto, un relato inextricab­le por las perspicace­s conexiones de este.

Si no fuera que el personaje de Hugh Grant es el emisario que debe vindicar todo esto, su mera presencia justificar­ía el filme, porque este es un comediante notable, demasiado encasillad­o en roles románticos y en un cierto tipo de comedia. El resto del elenco acompaña, siguiendo al pie de la letra el destino no muy glorioso de ser caricatura y no otra cosa, un poco como el demiurgo que los ha soñado.

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A su estilo. Guy Ritchie convocó a un elenco estelar para un filme de acción que, sin embargo, se queda preso de sus propios enredos.

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