Paisaje bello e inerte
Para ser una película sobre la errancia, Nomadland es demasiado sedentaria: la cámara complacientemente preciosista de Chloé Zhao gravita en torno al seguro hogar que provee la elocuencia de Frances McDormand como Fern.
Agente infiltrada entre desempleados y desamparados de caravana, paradójicamente estelar entre tanto desfile de almas anónimas, Fern parece decir que la realidad por sí misma no basta, que el retrato colectivo necesita del probado unipersonal para cobrar sentido. Del mismo modo, el drama del personaje se desgaja en el tópico social abordado sin desplegar un arco memorable.
Nomadland quiere ser “Vanguardia” –tal el nombre de la camioneta de la protagonista– en su falta de especificidad, pero termina siendo en cambio una casa rodante que jamás se larga a la ruta, que se estanca en la divagación y el relleno.
No es casual que el filme lleve la firma de una directora joven: Zhao idealiza a los ancianos que retrata – barbudos, ajados– tanto como al terreno milenario, creyendo encontrar allí una autenticidad que es más autoconvencimiento que revelación.
Más aún, hace actuar de a ratos a McDormand como chica hipster que juega a saltar rocas o a sacarse selfies con una réplica del presidencial Monte Rushmore.
Los problemas de Fern son parábola de la generación de Zhao: trabajos precarios (operaria en Amazon, limpia-baños, cocinera de comida chatarra, basurera), vínculos erráticos, residencias cambiantes.
El colapso omnipresente por sí solo –junto a sus campamentos y ollas populares– justifica a la película por su vigencia antropológica, pero lo único que propone como alternativa es el registro de un (bello) paisaje inerte: el documental no le alcanza a la ficción y viceversa, y el resultado es una máquina de repetición como aquello que se denuncia.
En vez de ser “pionera” de los nuevos tiempos, Nomadland es un triste crepúsculo.