Weekend

La trucha de El Anfiteatro

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Las vacaciones en Bariloche siempre habían sido para mí sinónimo de pesca, no precisamen­te asociadas con múltiples capturas ni con enormes ejemplares; todo lo contrario. El sabor del desafío estaba justamente en conocer nuevos lugares, en lograr desentraña­r los secretos de cada río o lago, y así poder robarle una de esas preciadas y escurridiz­as truchas, que aunque fuera pequeña, tenía como destino final la ofrenda que se compartía en la mesa familiar. Con los años, y viendo despoblars­e algunos ambientes, fui adoptando la pesca y devolución con varias especies, pero confieso que siempre me guardo algo bueno para comer. Es la esencia misma de la actividad. Pensar en un gran río es pensar en el Limay superior, con su enorme boca que no termina nunca de devorar tan inmenso lago, con la velocidad de sus rápidos y la quietud de sus remansos; con sus grandes rocas y la sombra de sus sauces. Corrían los finales de 1978, nuestro país se debatía en medio de un conflicto fronterizo que casi nos lleva a la guerra y, en medio de tan singulares circunstan­cias, transcurrí­an mis vacaciones en Bariloche. Amenaza de guerra en un entorno de paz, situación paradójica con sentimient­os encontrado­s pero allí estábamos, con mi viejo, haciendo abstracció­n del mundo y dispuestos a disfrutar de otra tarde de pesca. El escenario elegido fue El Anfiteatro, en toda su magnificen­cia. Un lugar incomparab­le donde la naturaleza derrochó sus máximos recursos y, para asegurarno­s las mejores perspectiv­as, delineó sus gigantesca­s tribunas. Recuerdo que estacionam­os el auto a orillas de la ruta, lo más lejos posible del asfalto; cargamos los pertrechos e iniciamos el dificultos­o descenso por la ladera del valle desde más de 50 metros de altura. La tierra f loja, los resbalones y el rodar imparable de alguna que otra piedra pretendier­on detenernos. Nada iba a torcer nuestro rumbo ese día. Nos ubicamos entre unos sauces, a orillas de un remanso producido por un recodo del río. La corriente se frenaba a l lí y formaba una especie de gran pileta de aguas cristalina­s, detrás de la cual el torrente ti raba con toda su fuerza. Armamos nuestras rudimentar­ias cañas de fibra macizas, con los reeles frontales de aquellos tiem- pos, colocamos las cucharas giratorias que usábamos entonces y… ¡a pescar! Las cucharas iban y venían peinando el remanso en todas las direccione­s, nos empeñábamo­s en ganar las mayores distancias pero con poco resultado. La tarde caía y sólo papá había logrado pescar una pequeña trucha criolla. Los últimos lances del día, un tiro fallido que cae a escasos cinco metros de mis pies, recojo la línea con bronca para repetir el lanzamient­o y la cuchara que se frena… Y la cuchara que no viene… ¡Y la cuchara que se va! El nylon escapaba incontrola­ble, la línea se alejaba y, allá a lo lejos, el agua explotaba con un poderoso salto. Intentaba mantener la calma pero era inútil. Recuerdo que papá quería ayudarme pero yo lo alejaba: la trucha iba a ser toda mía. La emoción era indescript­ible y las piernas me temblaban. No podía dejar que el pez ganara la correntada y se perdiera, pero la chicharra del reel no paraba de sonar, el nylon se estiraba y el fantasma del corte acechaba a cada instante. Así, de a poco, se fue cansando. Nunca olvidaré esa silueta plateada dueña del río, yendo y viniendo a su antojo en la transparen­cia del remanso, hasta terminar varada en la playita de arena. Allí un último salto, ¡la cuchara que se rompe y el mosquetón que se abre! Pero ya estaba en mis manos, ¡nadie me podría robar esa felicidad! Lamento que no hubo balanza, ni rollo en la cámara, ni otro testimonio más allá de estos recuerdos… El fin de esta historia nos encontró en la antigua hostería frente a la placita Belgrano, dos familias reunidas junto a la parrilla humeante, los dueños del lugar y nosotros. Las escamas para abajo, un condimento apenas suave, poca brasa y sin apuro. Un manjar color rosado y de abundante carne para el recuerdo. Un diciembre con vino blanco en la copa y un brindis por la tan ansiada paz, que quiso Dios que así fuera.

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