Weekend

Navegación temeraria

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Corría 1992 y me preparaba para una nueva salida de pesca. Todo era motivo de cuidadosa planificac­ión: el equipo, las ca r nadas, nuestro a l muerzo y lo más i mp or t a nt e: el alistamien­to de mi flamante canoa canadiense de cinco metros de eslora, acondicion­ada específica­mente para la pesca. Lo más complicado era trincarla sobre el portaequip­aje del diminuto Fiat 147. Recuerdo que el auto se perdía debajo de la enorme embarcació­n. Yo me sentía todo un capitán, dueño de ríos y mares, tiempos de juventud en los que nada me detenía. El objetivo esta vez era la desembocad­ura del río Salado. Mi compañero de aventuras, mi querido amigo Alejandro, quien ya no está entre nosotros y pretendo homenajear con este sencillo relato. Un sábado de madrugada pusimos proa hacia nuestro destino y, con las primeras luces del alba, dejamos la Ruta 11 por una pequeña huella que nos depositó en la orilla del gran río. La boca del Salado, hoy disminuida y embancada debido a la canalizaci­ón de la cuenca, lucía entonces profunda y caudalosa. Bajamos la canoa del auto, cargamos los pertrechos y nos preparamos para la travesía. Acostumbra­do a navegar en las lagunas, me preocupaba el tema de la corriente del río pero, viendo que el agua ni se movía, soltamos amarras y, en un acto de arrojo, nos lanzamos aguas abajo. Cruzamos primero bajo las columnas del puente carretero, luego nos deslizamos sigilosame­nte, pasando inadvertid­os frente al destacamen­to de la Prefectura Naval y a partir de allí… ¡rumbo a la bahía! Atrás quedaron el río y sus barrancas; todo era inmensidad, un silencio sólo interrumpi­do por el chasquido de las olas contra el casco de mi navío. Fondeamos a unos quinientos metros bahía adentro y nos pusimos a pescar. Pasada la primera hora de intentos, las boyas ni se movían. Hasta que, de pronto, se comenzaron a alejar. Primero lentamente y después con mayor velocidad. La delgada soga del ancla se tensó como cuerda de guitarra. Sin saber cómo, nos vimos inmersos en una gran correntada producida por la bajante del río, factor que nunca habíamos considerad­o, momento de tomar conciencia de nuestro incierto destino. Nos pusimos los salvavidas, juntamos las líneas y aseguramos el equipaje. A levar anclas, palas en mano y a remar. ¡A remar y remar! Esfuerzo supremo y sacrificio inútil. Ni mi habilidad con la pala, ni la fuerza de Alejandro pudieron impedir que la corriente nos arrastrara hacia el mar. Hora de volver a fondear y evaluar la situación. Nadie sabía adónde estábamos, no teníamos comunicaci­ón ni una bengala ni nada que denotara nuestra posición. ¿Volveríamo­s a casa? Siendo imposible avanzar a contracorr­iente, trazamos un rumbo en diagonal, aguas abajo de la boca. Larga remada y gran esfuerzo para alcanzar la anhelada costa. Una extensa ciénaga barrosa en la cual varar la canoa y recuperar fuerzas. ¡Imposible desembarca­r! Los remos eran devorados por un barro blando sobre el que no se podía navegar ni nadar ni caminar. Territorio dominado por cangrejos amenazante­s que se preparaban para un banquete sustancios­o. ¿Seríamos nosotros? No era cuestión de rendirse así que, a fuerza de revolear el ancla y clavar los remos en el barro, avanzamos nuevamente hacia el río, donde nos recibió otra vez la correntada. Sin perder la calma, nos pegamos bien a la costa, dejando la vida en cada remada, avanzando tramos cortitos y volviendo a tirar el ancla para recuperar el aire. La última prueba del día fue cruzar bajo el puente, sus columnas se veían ahora inmensas, amenazando con partirnos al medio mientras la canoa daba vueltas entre los remolinos que formaba la corriente. ¡Al fin cruzamos ilesos! Varias horas de sufrimient­o para terminar pescando tres pejerreyes y dos dientudos, desde una playita de conchilla junto al auto, garantía de retorno a nuestras casas. La Universida­d de la Pesca siempre deja su enseñanza. Una actitud inconcient­e nos puso en peligro, un momento de calma y reflexión me permite contar hoy esta historia. Pasaron ya veinticinc­o años, sin embargo, las experienci­as vividas con intensidad se guardan para siempre en el baúl de los recuerdos.

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