Weekend

Caballería al rescate

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Fin de semana de invierno. Pronóstico de buen tiempo y la mejor perspectiv­a para liberar a los chicos del encierro del departamen­to. La propuesta: un día al aire libre en una granja recreativa al norte del Gran Buenos Aires. Llegamos tempranito y los anfitrione­s nos esperaban con un desayuno campestre. Mate cocido, pan casero con dulce de leche y tortas fritas. ¡Todo una delicia! Después vino la recorrida por la granja, el contacto de los chicos con los animales, la visita al tambo para participar de las labores de ordeñe y un paseo por la quinta de verduras. El mediodía nos encontró plácidamen­te saboreando un suculento asado a la sombra de unos sauces. Choricitos caseros, chinchulin­es doraditos y un jugoso vacío al asador. Pero semejante momento de paz y disfrute no iba a durar demasiado… Entre las mesas apareció un enorme ñandú que comenzó a mirarme con cara de pocos amigos, dio una vuelta alrededor de mi mesa si n qu it a r me los ojos de encima y prof i r ió un ex traño sonido como de trompeta desafinada. Ante tamaña muestra de hostilidad, alcé mi silla en alto, lo corrí un par de metros y el animal se alejó al trotecito hasta perderse en un monte cercano. Una costilla de asado, un vaso de vino y sin rencores, me olvidé del incidente. Llegó la tarde con la propuesta de nuevas actividade­s para recreación de los más chiquitos. Hora de amasar panes junto al horno de barro, tarea que mis hijos realizaban con total concentrac­ión, bajo la mirada atenta de mi esposa. Yo, excluido de la actividad, me alejé del grupo para sacar unas fotos desde arriba de un terraplén. Muy distraído estaba, aprendiend­o a usar mi nueva máquina autofocus con su estuche rojo brillante, cuando volvió a resonar en la lejanía la misma trompeta desafinada… Una especie de tropilla compuesta por varios ñandúes liderados por quien debía ser su jefe, avanzaba a toda máquina hacia mi posición. Sentí como si se me vinieran encima los raptores de Jurassic Park. Un sudor frío me corrió por el cuerpo y mi instinto de conservaci­ón me indicó correr. ¡Correr, correr y correr! ¡Cuánta energía desperdici­ada! Cuando yo avanzaba un metro, la bestia recorría dos. Una y otra vez se me adelantaba, cortándome el paso y lanzándome picotazos. Su objetivo parecía ser la cámara de fotos que colgaba de mi cuello. Decidido a proteger con la vida mi flamante adquisició­n, me planté en el lugar y enfrenté al enemigo. Picotazo va, manotazo viene, patada de uno y esquive del otro. Mis intentos por controlar al pajarraco eran poco efectivos, no la estaba pasando nada bien. Para colmo de males, mis pedidos de auxilio eran sofocados por el viento y mi lucha continuaba en solitario. El resto de la bandada nos rodeó inmóvil y tal vez respetando algún tipo de código, no intervino en la pelea. ¡Gracias a Dios! En un acto de arrojo logré asirlo del cogote y allí mi contrincan­te comenzó a tranquiliz­arse. Mientras tanto yo agitaba mi mano libre para llamar la atención de quien pudiera estar viéndome. Afortunada­mente, semejante alboroto no pasó desapercib­ido para otro visitante de la granja… ¡Señora! ¡Señora! Ese que está luchando con el ñandú, ¿no es su marido? Los gritos de mi esposa pusieron en alerta al encargado del lugar, quien raudamente montó su caballo rebenque en mano, cruzando el campito a todo galope, escoltado por sus perros y levantando una gran polvareda. Mi enemigo no se resistió a la carga de la caballería, entre los gritos del gaucho, los ladridos de los perros y el desparramo de plumas, se alejó en veloz retirada hasta perderse en el monte, seguido de cerca por sus secuaces. Pálido como la leche y temblando del susto pero ileso, fui rescatado de tan incómoda situación. Las risas de los presentes, las disculpas del dueño del establecim­iento y la vuelta a casa con otra historia para contar. Pasaron ya veinte años, sin embargo cada vez que veo un ñandú, ya sea en la inmensidad de la Patagonia o en la pequeña jaula de un zoológico, siento que se me paraliza el corazón. Que las aves descienden de los dinosaurio­s… ¡No tengo la menor duda!

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