Weekend

Tailandia

Un mar de grandes aventuras Playas y escenarios confirman confirm la fama de parparaíso que tiene la regióregió­n. Personal amable y actividade­s que vavan desde el buceo y el kayakismo a la contemplac­ión del paisaje desde la arena. Un lugar para descubrir.

- Textos y fotos: JULIAN VARSAVSKY

Desembarca­mos de una lancha en el norte de la isla Koh Phi Phi –al sur de Tailandia– con un objetivo doble: reposar sobre las arenas y buscar un poco de acción. Por la ventana del bungalow de madera con piscina privada del resort Zeavola, vemos el mar turquesa desde lo alto de una ladera. La habitación tiene tres de sus paredes de vidrio, generándon­os la sensación de dormir

en una caja transparen­te en la natura leza. Hay incluso una ducha a cielo abierto donde bañarse con privacidad.

Por la noche cenamos en penumbras a la luz de la luna en mesas sobre la arena, frente a un mar calmo como una piscina. Y a la mañana siguiente vamos al pueblo de Ton Sai para una excursión de buceo. Un pequeño barco nos lleva a Vida Nok, un islote rocoso de pared vertical coronado por selva. El guía argentino Matías de Blas nos da una clase introducto­ria y avisa que es muy posible ver tiburones. Al lanzarnos al agua los encontramo­s de inmediato: son tres de la especie punta negra, yaciendo con mansedumbr­e en el fondo. Miden casi dos metros y jamás han atacado a nadie.

Pataleo para avanzar como un Superman en cámara lenta. En el fondo hay estrellas de mar violetas y nos acercamos a una recta pared coralina, la que orbitamos como astronauta­s a un asteroide con cráteres y protuberan­cias. Atravieso un cardumen con miles de peces amarillos formando un torbellino envolvente: nado lento entre esas flechas equidistan­tes una de la otra, que pasan por centenares frente a mi luneta, hasta taparme todo el campo visual.

Tres metros más arriba diviso el vuelo lánguido de una tortuga pico de halcón que se posa a mordisquea­r un coral. Matías y otra buceadora observan a mi de-

recha dos peces loro escamados de amarillo, azul, verde y tiras naranja: eso les impide ver que por debajo les pasa viboreando una morena, esa gruesa serpiente con cara de Alien.

Nuestro bautismo lo puede hacer cualquiera sin experienci­a y alcanza 12 metros de profundida­d. El momento mágico llega con el bicolor pez payaso, inspirador de la animación Buscando a Nemo. Matías nos lleva hasta su morada, donde vive oculto entre los tentáculos movedizos de una anémona. Este coral blando es tóxico para todos los seres de este mundo, salvo para ese pececito indefenso. Me acerco a Nemo hasta colocar la máscara casi frente a sus ojos, justo sobre su cuerpo naranja con cresta blanca. No huye: se sabe seguro en el camuflaje de esos dedos violetas sacudidos al vaivén de las olas. El pez me mira fijo como suplicando piedad.

La calma de Koh Yao Yai

Después de tres noches, nos mudamos en lancha a la tranquila isla Koh Yao Yai, a salvo del turismo masivo. Sus amables pobladores son musulmanes, como la dueña de la posada frente al mar donde nos alojamos, quien nos sugiere alquilar una moto para salir a recorrer la isla.

Al día siguiente nos embarcamos en una tradiciona­l lanchataxi de madera para visitar al amanecer –antes de la llegada de la multitud– la isla Khai Nai, un

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l salir atravesamo­sun granarcode piedrapara entrarauna cuevamucho máspequeña, tantoqueha­yque acostarsed­e espaldasen­el kayakpara pasar”.

cayo de arena rodeado de peces que sobresale en el mar, sin siquiera un árbol. El cayo dorado está a 15 minutos de Koh Yao Yai y es el ideal de isla paradisíac­a: para que mantenga ese aura, hay que visitarla entre las 6:00 y las 10:00 am (o al atardecer).

Por la tarde vamos a la famosa playa donde se filmó en 1971 una película de James Bond. Navegamos dos horas entre islas rocosas que parecen fortalezas a la deri- va, para desembarca­r en la isla Khao Phing Kan, justo frente a esa roca emblemátic­a que parece un tee de golf de 20 metros de altura clavado en el mar.

A l regreso, nuestro capitán descubre una playa desier ta: nos detenemos para un picnic en u na isl a ent era pa ra no - sotros. Después de la siesta, retomamos viaje hasta una plataforma flotante donde alquilo un kayak con guía.

El conductor rema detrás mío haciendo de timón y entramos en un túnel rocoso con silencio y oscuridad totales. Hasta que descubro el regular tac de una gota que cae cada 15 segundos, retumbando con un gran eco. El guía alumbra una estalagmit­a de dos metros que brota del techo: desde allí cae la gota atronadora.

Al salir atravesamo­s un gran arco de piedra para entrar a una cueva mucho más pequeña, tanto que hay que acostarse de espaldas en el kayak para pasar. Al fondo del túnel brota una luz y hacia allí vamos: aparece una laguna esmeralda a cielo abierto, encerrada por la montaña como si fuese la parte baja de un cráter. En el centro de las aguas hay un gran árbol rodeado de las raíces de un manglar por donde caminan cangrejos. El silencio se rompe por los saltos de un pececito volador plateado que rebota tres veces en el agua y desaparece.

La playa de la escalada

Nos mudamos otra vez por mar a Railay, una playa en una península con resorts donde el mar es un estanque descomunal perforado por afloramien­tos de roca. En esas rectas paredes se practica una de las escaladas en roca más famosas del mundo, tanto por lo deportivo como por la belleza del entorno.

En Railay acechan problemas

de seguridad: hordas salvajes caminan sobre los techos de los bungalows atacando en grupo. Son unos monos delincuent­es que, si no fuese por la tela metálica que cubre las ventanas, ingresaría­n raudos a las habitacion­es a desvalijar: de hecho lo hacen si encuentran una puerta sin llave (saben bajar el picaporte).

Los humanos son “minoría étnica” en Raylai: treinta habitantes fijos contra medio millar de monos distribuid­os en clanes que, además de sus conf lictos legales con el homo sapiens, se enfrentan entre ellos por cuestiones amorosas.

Nos alojamos en un bungalow de dos pisos en plena selva del hotel Rayavadee, en un valle con paredes de roca que vemos desde la cama. El complejo está atravesado por un laberinto de frondosos senderos donde casi no entra el sol: por allí las mucamas empujan sus carritos con frutas que colocan a toda hora en las habitacion­es. Y los monos lo saben. Por eso viven en guerra con estas mujeres: las persiguen ocultos entre el follaje y, al menor descuido, abordan los carros.

Durante mi primer desayuno en mesas al aire libre me siento a saborear un licuado de papaya y un budín de coco. Al darme vuelta para conversar con unos chinos, brota de la vegetación un mono insolente que me roba una medialuna y se trepa cinco metros sobre un árbol.

Escalada en roca

Railay es un pueblo peatonal encerrado entre montañas, sin caminos ni vehículos. Salgo a caminar por su única calle para recorrer agencias de escalada y conozco al guía Satarpon.

Caminamos 20 minutos hasta una playa con una pequeña caverna. Somos quince novatos a las órdenes de Satarpon, quien dirige a tres guías. Nos colocamos casco y arneses para la clase teórica. La escalada en roca implica subir una recta pared sin ayuda de tecnología alguna. El arnés atado a varios clavos es sólo por seguridad, mientras un ayudante sostiene una soga desde la arena: si me cayera, él tironearía y yo quedaría hamacándom­e en el aire.

Hacemos las primeras prácticas y veo que esto será más sencillo de lo que parecía. No se trata de fuerza sino de técnica. Me le atrevo a la pared completa, agudizando la concentrac­ión mientras me sostengo de ínfimas grietas con la yema de los dedos. Voy bien los primeros metros pero, en la mitad de la pared, todo se complica. El guía grita que no afloje y me orienta; se sabe de memoria las grietas, que a mí me parecen cada vez más impercepti­bles. A veces las tanteo a ciegas, palpándola­s con el brazo estirado al máximo, sin encontrar la saliente. Pero obedezco y todo da resultado.

Nunca había trepado siquiera a un árbol en mi vida, pero he subido una pared vertical de 20 metros, algo que me parecía imposible. Miro hacia arriba y descubro un monito sentado en una saliente: creo que es el mismo que me robó la medialuna esta mañana. Yo estoy preocupado pensando en cómo bajaré de aquí y a él se lo ve muy tranqui, casi compasivo con ese homo sapiens de casco, tan inútil que no sabe ni cómo trepar bien una pared.

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 ??  ?? Impresiona­nte escalada en Railay Beach. A la izquierda, de arriba a abajo: snorkellin­g desde Koh Yao Yai; uno de los botes long tail o cola larga, típicos de la zona; y panorámica de islas como galeones a la deriva.
Impresiona­nte escalada en Railay Beach. A la izquierda, de arriba a abajo: snorkellin­g desde Koh Yao Yai; uno de los botes long tail o cola larga, típicos de la zona; y panorámica de islas como galeones a la deriva.
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 ??  ?? Arriba: la isla Khai Nui vista desde Koh Yao Yai. Al lado: en la Isla de James Bond. Abajo izq.: kayak entre mágicas cavernas. Der.: buceando entre los cardúmenes en Vida Nok.
Arriba: la isla Khai Nui vista desde Koh Yao Yai. Al lado: en la Isla de James Bond. Abajo izq.: kayak entre mágicas cavernas. Der.: buceando entre los cardúmenes en Vida Nok.
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 ??  ?? Cuevas, aberturas en la montaña y estalagmit­as son el paisaje por el que se rema en Railay, digno de varias fotografía­s.
Cuevas, aberturas en la montaña y estalagmit­as son el paisaje por el que se rema en Railay, digno de varias fotografía­s.
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 ??  ?? Navegación desde Koh Phi Phi. Derecha: en Khai Nui están las aguas más cristalina­s de todo el viaje. Un lugar imposterga­ble al visitar Tailandia. Der.: playa junto al resort Zeavola. Los verdes se funden en el paisaje.
Navegación desde Koh Phi Phi. Derecha: en Khai Nui están las aguas más cristalina­s de todo el viaje. Un lugar imposterga­ble al visitar Tailandia. Der.: playa junto al resort Zeavola. Los verdes se funden en el paisaje.
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 ??  ?? El istmo es exhuberant­e en la península de Raylay Beach, con playas de un lado y del otro, y mucha vegetación. Hay más primates que humanos allí.
El istmo es exhuberant­e en la península de Raylay Beach, con playas de un lado y del otro, y mucha vegetación. Hay más primates que humanos allí.
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