La última.
Esperábamos ese fin de semana de cada mes con la misma ansiedad de quien, en esta época, reserva un pasaje al exterior para sus vacaciones. No éramos bichos de ciudad, más bien nos camuflábamos en la naturaleza. Los preparativos no incluían mucho más que coordinar la fecha. Carpa, garrafa, calentador, linternas, bolsas de dormir y un bolso con lo imprescindible estaban siempre listos junto a las cañas de pescar, armas y municiones; muchas municiones. El resto lo comprábamos de pasada en el camino: picada, pan, carne para el asado… La rutina establecía que más o menos a las siete de la tarde de ese viernes cargábamos la camioneta –primero una Peugeot 404, luego una F-100, y así sucesivamente mientras pasaban los años; las 4x4 eran aún una utopía– y salíamos sin rumbo a la aventura, en el sentido estrictamente literal de la palabra. Podía ser para Entre Ríos, Punta Indio, General Belgrano... No había GPS, ni Waze, Google Maps o redes sociales para consultar posibles destinos. Tampoco aplicaciones del clima más allá del pronóstico del tiempo de las radio AM. Ni siquiera existían los Movicom, esos costosos ladrillos pesados que fueron la primera aproximación a los celulares. Para tranquilizar a las familias acerca de nuestro incierto destino llevábamos handies VHF, a través de los cuales nos comunicábamos abriendo repetidoras y pidiendo permisito, una tarea que raya- ba lo artesanal de la radioafición y en la que colaboraban varios radioescuchas desconocidos que, con alma solidaria, transmitían nuestro mensaje de tranquilidad a mi padre, quien a su vez lo retransmitía por teléfono a madres, esposas y novias. Era casi el único sentido por el cual habíamos hecho el curso de radioaficionado en LU1EEE. Usualmente partíamos desde Banfield. Jorge Goyeneche –mi hermano del alma– no faltaba nunca a la cita. Yo tampoco. En el camino podían sumarse el cansino “no doy más” Aldo Rivero con su moto, un verborrágico Marcelo Junco; Pablito Zemek o Mac Gyver Fernando Botas. Todo dependía de trabajos, guardias y compromisos asumidos. Esa noche de viernes fue igual a tantas otras. A las ocho rumbeamos por Camino Negro hacia Panamericana, atravesamos los puentes de Zárate - Brazo Largo, adquirimos vituallas en los puestos de salame y queso casero a la vera de la banquina, y a poco de andar por la 14, en un camino de tierra que salía oblicuo a la izquierda Jorge me dijo: “Doblá acá”. “¿Vos sabés adónde lleva esto?”, pregunté con curiosidad pero sin esperar una gran devolución. “Ni idea –respondió–, vamos y si no nos convence retrocedemos”. Y allí fuimos nomás, por una huella que luego se transformó en un angosto terraplén con agua en ambas márgenes, y minutos después en una achaparrada senda arbolada que se perdía entre unos pastizales. “Bajá y fíjate si pasamos”, deslicé con atisbos de duda. Jorge bajó de la F-100 y caminó hasta donde las luces se confundían con la penumbra. Su gesto puso en duda la maniobra. “Hay bastante agua, mejor no arriesgarnos. Acampemos acá”. Retrocedí unos metros siguiendo las indicaciones del haz de luz de su Maglite, acomodé la camioneta junto a un canal que parecía de riego y a cenar paté y atún enlatados mientras intentábamos entablar comunicación con las repetidoras de Zárate, Campana o Escobar, que eran las que suponíamos más próximas para llevar ese aliviador mensaje de “llegamos bien”, aunque en realidad no sabíamos adónde (las coordenadas las conocimos años después con el GPS, pero la sensación de aventura ya no fue igual). Con las luces encendidas de la camioneta, armamos dos carpas canadienses: una para dormir y otra más chica (de dos personas) para guardar equipos y alimentos. El silencio y la oscuridad eran abrumadores, por lo que el sueño no tardó en llegar. Y las sorpresas, tampoco. Un fuerte ruido desconocido nos sobresaltó. Abrimos el cierre de la carpa y delante de nuestras narices vimos pasar un descomunal transatlántico petrolero. La marcha de los motores rompía el inefable silencio al tiempo que sus luces avanzaban sobre el río Paraná, ese mismo cauce que minutos antes habíamos confundido con un charco y que casi intentamos cruzar con la F-100 cuando Jorge se bajó a inspeccionar y sugirió retroceder. Estábamos azorados. La siguiente sorpresa no fue mejor. Abismáticos gruñidos y una amenazante sombra proyectada por la luna casi llena sobre el techo de la carpa nos intimidaron. ¿Un jabalí? Jorge ganó la puerta de la tienda antes que yo. Una chancha estaba hociqueando nuestro depósito de víveres en la carpa aledaña. No había alcanzado a calzarme los borceguíes cuando por la ventana trasera lo vislumbré corriendo tras el animal, cuchillo en mano, espantándolo al grito de cuuuchiii. La carpa había quedado hecha flecos, pero el salame y queso, al menos, ¡estaban intactos!