Weekend

La última.

- Por Juan José Lanusse

Desde que tengo uso de memoria, las armas siempre fueron un elemento más de nuestra casa. Mi viejo era fanático del tiro deportivo, por lo que a lo largo de los años, y gracias a una capacidad sobrehuman­a para no ahorrar un mísero peso, dio forma a una abundante colección de pistolas, revólveres y rif les de diferentes calibres y marcas. Que papá comprara una nueva pistola, a veces incluso a espaldas de mamá, era lo más natural para mí. Pero esta pasión siempre estuvo acompañada por una fuerte obsesión por la seguridad. Las armas eran celosament­e guardadas, nuncas estaban cargadas y nadie podía tocarlas. Por más que jamás me atreví a ir contra sus reglas, él se preocupaba por hacerme entender que sus armas no eran un juguete. Para consolidar esta idea en mi cabeza, cuando tenía 10 años decidió darme la lección definitiva: me enseñó a tirar.

Los domingos a la mañana él los pasaba en el Tiro Federal de Bahía Blanca, tirando y compartien­do esta afición con los amigos que había hecho a través de los años. Para mí

era un lugar conocido, había ido varias veces, pero siempre como espectador.

Mi debut fue una fría mañana de invierno. Papá entró al polígono como si fuera su segunda casa, saludando prácticame­nte a todo el mundo; yo iba pegado a su espalda, con más nervios que entusiasmo. Sin mucho preámbulo, nos dirigimos al sector de armas largas y me indicó el puesto donde practicarí­amos: una pequeña mesa equipada con un trípode y una banqueta, muchos metros más allá, a una distancia que no podía calcular, se encontraba un pequeño y rectangula­r blanco. A partir de ese momento papá adoptó un tono casi marcial, con precisión y rigidez me dio a entender que acá no había lugar para el juego. Abrió el estuche y sobre el trípode colocó un rifle calibre .22 que para mí era imponente, aunque en sus brazos parecía un juguete.

Durante toda la mañana sus indicacion­es se fueron repitiendo sin cesar. Una y otra vez repasamos cada etapa, desde que me sentaba frente al arma, cargaba y disparaba, hasta que debía descargar y guardarla nuevamente en el estuche. Aun así, siempre hacía énfasis en revisar la recámara y el seguro. Pero más allá de eso, me grabó a fuego su regla de oro: “Una vez que tengas el objetivo sobre la mira y estés seguro de tirar, ahí, solamente ahí, podés poner el dedo sobre el gatillo”.

A pesar de la presión que me generaba estar bajo su estricta supervisió­n, y de que le saqué alguna que otra bronca, salí airoso de mi bautismo de fuego. Volvimos a casa satisfecho­s, él había cumplido con creces su rol de padre, yo sentía que había hecho algo ex traordinar­io para mi edad. Después de eso regresamos al Tiro Federal varias veces más, no por iniciativa suya, sino por insistenci­a mía. Le había agarrado gustito al .22 y él veía con buenos ojos que su hijo se volviera un tirador. El ritual se repitió cada domingo, él se paraba detrás mío y, mientras yo tiraba, controlaba que respetara todo lo que me había dicho. Sus intervenci­ones se hicieron cada vez más esporádica­s, hasta que ya no tuvo la necesidad de estar encima mío. Al final ya no tiraba solo, sino que pasamos a practicar juntos. Cada uno con su arma y su calibre, nos volvimos compañeros de pedanas.

Mi entusiasmo por el tiro le dio mucha satisfacci­ón, pero también empezó a sacarle más de una cana a su escasa cabellera. A medida que mejoraba y tiraba con mayor confianza, la munición pasó a durarme cada vez menos. Al final, en algún momento de la mañana, siempre terminaba pidiéndole una caja más. Por su semblante se notaba que mi pedido nunca le caía bien. Con mis 10 años no lograba entender por qué, le estaba pidiendo una cajita de balas más, no un tanque de guerra. Solo con el pasar de los años, y cuando vi el precio de esas benditas cajas, comprendí el aprieto económico en que lo ponía. Ya dije que no ahorraba nada, pero tampoco era un derrochado­r serial.

Y ahí estaba yo, el pequeño aprendiz de tirador, poniendo en una encrucijad­a a su padre, que se debatía entre el placer que sentía de ver cómo estaba siguiendo sus pasos y el desbarajus­te económico, en el que su bolsillo se iba cerrando como una soga al cuello. Pero más allá de las dudas y la mala cara, siempre terminaba dándome el gusto. A veces, entre dientes, me soltaba un “no te traigo más”; algo que por suerte nunca cumplió y al domingo siguiente estaba viviendo nuevamente la misma situación. La cuestión económica se resolvería más adelante, o mejor dicho, ya la resolvería mi madre, que era la encargada de llevar las finanzas en casa.

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