Weekend

El amigo obediente

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Receso de verano en la Facultad de Arquitectu­ra, sinónimo de viajes y aventuras. Donde hubiera algo para hacer, allá íbamos con mi amigo José. No importaban las distancias mientras el auto caminara. Recuerdo su pequeña rural 128 celeste devorando las rutas con las revolucion­es a full y el ronroneo de su escape.

“Vengan cuando quieran –dijo el tío de mi amigo–. En mi casa de Córdoba sobra lugar”. Imposible rechazar tan gentil invitación, no terminó de decirlo que ya estábamos en camino.

Un hermoso chalet en el Barrio Las Rosas, con una cómoda habitación toda nuestra, vistas a la calle y baño independie­nte, todo sin pagar un centavo. Base de operacione­s ideal para nuestras salidas por las sierras.

El vecino de enfrente, Pedro, con sus dos metros de altura y contextura robusta, al lado nuestro era lo más parecido a un gigante. Mecánico de competició­n de oficio, era aficionado a la pesca y despuntaba el vicio con las truchas cordobesas.

No tardó en armarse la salida y partimos raudamente por los caminos

serranos, siguiendo las indicacion­es de Pedro. No podría precisar el recorrido, pero allí estábamos, estacionan­do el auto junto a un puentecito, dispuestos a caminar.

Ya es bien sabido que la pesca de las truchas cordobesas está asociada con muy largas caminatas por lugares bastante inaccesibl­es, en busca de los pozones que los pequeños arroyos que bajan de las sierras van enhebrando por el fondo de los valles.

Nuestro lugar no era la excepción, así que nos organizamo­s para una larga travesía. Colocamos en un bolso todas las cosas esenciales: las llaves del auto, el dinero para las vacaciones, nuestros documentos, la comida del día y unas pocas cucharitas de repuesto. Como José no era ducho en eso de lanzar artificial­es por lugares intrincado­s, se ofreció a llevar el bolso y a seguirnos. “Por favor cuidá el bolso! Todas nuestras cosas están allí”. Convengamo­s en que la idea de regresar caminando no nos hacía para nada felices…

Comenzamos a remontar el río. Pedro picó en punta, avanzando a grandes trancos por la costa, mientras lanzaba sus cucharas con destreza en todos los pozones que aparecían en su camino. Yo intentaba seguirlo como podía, avanzando torpemente entre las piedras y realizando algún tiro infructuos­o de tanto en tanto.

El terreno se tornaba cada vez más escarpado, las piedras resbalosas cubiertas por verdín encajonaba­n el arroyo; más arriba los arbustos espinosos nos tendían barricadas. Avanzar por las costas se volvía casi imposible. Mi preocupaci­ón ya no era poder pescar, sino seguirle el ritmo a Pedro, que se alejaba y se alejaba.

Ante la imposibili­dad de caminar por las orillas y viendo que nuestro gigantesco amigo nos abandonaba a la suerte por esos parajes desconocid­os, resolvimos avanzar por el lecho del río. Olvidé mis intentos de pesca y me concentré en ver dónde ponía los pies. Con las zapatillas sumergidas y las piedras que rodaban debajo, el avance era tortuoso. Veníamos los dos con el agua por las rodillas, yo con mi caña al hombro y José detrás con el preciado bolso.

Para peor, el sol de enero que castigaba duro sobre nuestras cabezas comenzaba a afectar nuestro humor y las maldicione­s se podían escuchar a la distancia. Llevábamos ya un rato de marcha cuando escuché detrás de mí el ruido de una zambullida. Me di vuelta y mi amigo no estaba más. ¡Se lo había tragado el río!

Solamente emergía del agua, el brazo de José con el bolso en alto. Recuerdo que agarré el bolso, lo arrojé sobre la orilla y tiré del brazo de mi amigo. Cuando emergió su cabeza, mientras tosía y le salía el agua hasta por las orejas, preguntó: “¿Se mojó el bolso?”

¡No recuerdo en mi vida, muestra más acabada del cumplimien­to de una consigna!

Su fiel obediencia quedó por siempre en el anecdotari­o. A esta altura se preguntará­n qué pasó con la pesca. Solo cinco microscópi­cas arco iris capturadas por Pedro fueron todo el pago por tamaño sacrificio.

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