Descubrimos Atalaya en MTB. Barro y caminos de conchilla para divertirse.
Sus caminos de conchilla y barro convierten una salida grupal en un hecho inolvidable. Más si se propone como plan de fin de semana junto a Magdalena.
El cicloturismo sigue creciendo en nuestro país en forma exponencial, siempre redescubriendo lugares. Tal es el caso de Magdalena y Atalaya, en la provincia de Buenos Aires, dos localidades cercanas que cada fin de semana se llenan de bikers por dos causas: la inseguridad permanente de La Plata y el Gran Buenos Aires, y la llegada constante de las formaciones eléctricas del tren Roca.
Desde la magnífica estación de La Plata, los fans de actividad tienen localidades tranquilas y pintorescas como Correa, Oliden y Bavio llegando a Magdalena, a solo 50 km de bajar del tren. Y para grupos con mucho pedal es la
ecuación perfecta: 50 de ida, unos 20 recorriendo la zona y comiendo algo en los paradores que hay allí, y otros 50 de vuelta. Y también cuenta la opción de quedarse a dormir, ya sea en camping o en alguno de los hospedajes
Nuestra idea fue similar, pero partimos en varios autos y trailers para trasladar las 12 bicis y llegar a Atalaya a media mañana. Una de nuestras claves fue contar con un biker local –Cacho Mila–, que nos guiaría. Además, ya teníamos alojamiento. Así que apenas llegados a Descanso Atalaya lo whattsapeamos a Cacho y antes de una hora estábamos rodando.
La ansiedad de siempre motivó que armára
mos las bicis y saliéramos a rodar al toque, metiendo los sandwichitos en las mochilas. Hacía años que no iba a Atalaya y me sorprendí del aire de pueblo con bicis apoyadas en los cordones, y autos y motos estacionados con las llaves puestas. Nos dirigimos al Camping Municipal –a escasos 900 m del pueblo–, donde una hermosa arboleda amarilleada por el otoño flanqueaba el arroyo Buriñigo y el muelle; y ahí nomás estaba nuestro impresionante Mar Dulce lleno de agua y pescadores. Como una neblina enturbiaba las fotos, Cacho nos guió por una senda que serpenteaba el bosque ribereño: barro, arena, ramazos por todos lados y diversión asegurada. Obviamente que la fila india se estira en este tipo de terreno porque necesitamos un margen para no chocar a la bici de adelante. Además íbamos modulando con los handys precautoriamente, verificando que todo fuera bien.
En plena marcha a los chapazos noté que Mario –que marchaba último– no contestaba a pesar de los repetidos llamados. Y cuando ya íbamos a dar vuelta, se lo escuchó a través de los siete handys: “Amigos… me caí de traste en el barro”. La carcajada fue fenomenal.
El sendero luego desaparecía en el monte para desembocar en un camino barroso donde patinamos (y nos divertimos) a lo largo de un kilómetro, hasta salir a la zona rural por los clásicos caminos de conchilla que nos invitaron a subir al plato grande, pararnos sobre los pedales y salir disparados.
Un poco de historia
Tanta adrenalina y energía quemadas exigían combustible urgente y Cacho nos dirigió hasta el balneario de Magdalena donde, aparte de una hermosa arboleda con bancos y mesas, teníamos muchos lugares donde comprar algún sánguche olvidado. Luego de almorzar, el sol se escondió detrás de la neblina, agrisando todo y, sumado a nuestras panzas llenas, fue hora de activarnos. Al grito de “salimos en 10”, guardamos todo y partimos por asfalto rumbo a Magdalena –a solo 5 kilómetros- a dar la clásica vuelta del perro infaltable en todo pueblo.
Llegados a la Ruta 11, enfilamos nuevamente para Atalaya con dos novedades climáticas: por un lado había desaparecido la neblina y aparecido un solazo hermoso y, por el otro, se levantó un tremendo viento, en contra, obviamente. Cerramos filas y a la rueda fuimos turnándonos para ir cortando el viento y llegar a Atalaya con tiempo suficiente para prender el fuego del asado y visitar una cervecería artesanal en su happy hour.
El domingo amaneció con menos de 10 °C y una niebla con visibilidad
de 15 metros. ¿Y qué hicimos? Nos fuimos a sacar fotos a la antigua estación de ferrocarril y a la playa. ¡Y esta vez el río estaba en bajante! La niebla le daba un toque fantasmal y el momento en que el sol ascendió y la disipó fue mágico e irrepetible. Tanto divertirnos en la playa con las bicis motivó que muchos de nosotros tuviéramos los pies empapados y nos dirigimos al muelle a tomar unos mates y a cambiarnos las medias (tip indispensable para el frío: un par de medias secas: no ocupa lugar y nos alegra la pedaleada).
Sin conocer la historia, muchos se sorprendieron de la importancia que tuvo Atalaya en el 1800, cuando los cueros curtidos de los saladeros se embarcaban allí y no en el puerto de Buenos Aires. Nuestro guía nos llevó también a ver el faro –hoy inactivo–, ubicado a las orillas del arroyo Buriñigo, el amarradero y varios hermosos lugares que bordean el cauce, y luego nos encaminamos hacia el noreste. Seguíamos sorprendiéndonos del estado de los caminos rurales: ¡sencillamente perfectos! Tanto, que ni siquiera desbloqueamos las horquillas, y la verdad es que más que paseo nos motivaba para andar ligerito, con ese mágico sonido que solo el camino de conchilla produce al rodar.
Volvíamos a Atalaya dejando el campo raso. Ya vislumbrábamos los bosques costeros de tala, así que aflojamos el ritmo y nos dispusimos a pasear comentando el potencial de la zona, no solo para pesca sino también para el cicloturismo. Una jornada perfecta junto a mis amigos e hijos, Matías y Facundo.