La Chiquitanía: al sonido de arpas y violines.
Un recorrido por las misiones jesuíticas de Bolivia, Patrimonio Cultural de la Humanidad, rodeadas de un ambiente verde en tierras muy vinculadas con la música.
Un recorrido por las misiones je suí tic as de B olivia, Patrimonio Cultural de la Humanidad, rodeadas de un ambiente verde en tierras muy vinculadas con la música.
Así como en el centro del país, más precisamente en Córdoba, los jesuitas dejaron las huellas de sus obras en forma de grandes estancias como La Candelaria de blancas y gruesas paredes a la cal (hoy Patrimonio de la Humanidad de la Unesco), lo hicieron en el norte argentino con las conocidas Misiones de San Ignacio y sus similares, pero de mayor tamaño en Paraguay. En estos últimos casos con construcciones de grandes piedras rojizas, siempre aprovechando los materiales existentes en la zona.
Menos conocidas son las acciones y obras de esta laboriosa orden en el sector del oriente boliviano. En plena selva no sólo dejaron
espléndidas iglesias cimentadas en inmensos y macizos troncos, sino un legado musical que aún sigue vigente e intacto. Hacia allí iríamos, al corazón mismo de esa obra, La Chiquitanía.
Rumbo a Bolivia
El día comienza tempranito con el canto de las aves y la melodía del agua corriendo por una acequia que riega los parques del hotel. Ya en marcha, vamos dejando nuestro país para ingresar a Bolivia, que sería nuestro anfitrión por las próximas nueve jornadas. Rodeados por el verde de la yunga nos vamos acercando a la frontera. Una vez que terminamos los trámites de aduana y migraciones, debemos abrirnos paso por el caótico y atrayente cúmulo de vehículos y comercios que conforman el entorno de la calle central de Yacuiba. Una vez que lo logramos y nuevamente en ruta, ya sobre suelo boliviano, ponemos rumbo a Camiri, a la que llegamos cruzando el nuevo puente sobre el río Pilcomayo. Hace algunos años lo debimos atravesar por un puente ferroviario, lugar de foto obligada para todo aquel que se aventuraba por Bolivia en décadas pasadas.
En la ribera norte está la localidad de Villa Montes y sus esculturas: el Pescadito, El Mate, el Soldado. A partir de allí, el camino se abre paso entre curiosas formaciones rocosas que nos acompañarán hasta nuestro destino del día.
Camiri, ciudad conocida como la capital petrolera de Bolivia, ubicada a orillas del río Parapety, que desagua en los Bañados de Izozog, junto a cuyas orillas descansamos. Pocos kilómetros nos separan de la ciudad más importante del oriente boliviano, Santa Cruz de la Sierra.
Almorzamos en un paradisíaco restaurante con jardines de espejos de agua donde se destacan majestuosas, las espléndidas victoria reggia, yrupé o aguapé, y recorremos la ciudad, diferente de todo el resto del país, que demuestra en sus modernas edificaciones y vehículos el potencial económico que ostenta.
Luego de un suculento desayuno, comenzamos a recorrer los kilómetros que nos separan de uno de los principales destinos de esta caravana, la iglesia jesuítica de San Jose de Chiquitos, declarada por la Unesco, junto a las demás capillas que visitaremos en este periplo, Patrimonio Cultural de la Humanidad. Intentar describir su singular belleza, su interesante y peculiar arquitectura y su pintoresco entorno es casi imposible. Hay que estar allí y descubrir su magia.
Los fuertes colores presentes en las guardas y decorados de casi todas las construcciones contrastan con el oscuro de la noble madera. Largas, altas y gruesas columnas que otrora fueron grandes árboles que reinaron en la selva, dan sustento a las inmensas portadas y a angulosos techos a dos aguas. Dentro, aún con poca luz, los delicados acabados dorados y los intrincados tallados demuestran el esmero puesto en su construcción.
Misiones y más misiones
El mediodía nos encuentra en un restaurante propiedad de Jerome, un francés que quedó enamorado de este lugar, atrapado por su magia. En el gran y verde parque, un grupo local de baile, chicos y chicas de la zona, muestran su arte, su ritmo e invi
tan a bailar a los exploradores de la caravana. Luego de este recreo toca emprender el último tramo de ripio rojizo. Las camionetas van dejando sus huellas en el estrecho camino luego de unas livianas lluvias. Hasta el corazón mismo de la Chiquitanía, en plena selva boliviana, San Ignacio de Velasco.
Dedicamos el día al recorrido de las misiones cercanas. Así se suceden una tras otra, hilvanando las sendas entre pequeños poblados: San Miguel, San Rafael, Santa Ana y San Ignacio. Su gente, sus calles, sus magníficas iglesias, fruto del trabajo de los habitantes originarios, bajo la atenta dirección y diseño del arquitecto y músico jesuita suizo Martín Schmidt. En ellas descubrimos la impronta dejada por sus creadores, que es el alma de estas magníficas construcciones.
Sonidos variopintos
Mientras paseamos por las calles de cualquiera de ellas admirando sus originales artesanías, no será extraño oir desde una ventana el sonido de un violín o escuchar un improvisado concierto en la esquina de una plaza a cargo de niños que no llegan a los diez años; asomarnos a un taller de tallado en madera o de fabricación de macetas y esculturas en cerámica. Continuamos por sendas de ripio, penetrando más aún la selva boliviana, rodeados de bañados, árboles frondosos, flores y atravesando pequeños poblados que serán los compañeros de viaje hasta la última misión que visitamos, Concepción.
Restaurada también por el arquitecto suizo Hans Roth, quien encontró las famosas partituras de música barroca sembradas por su compatriota Schmid, dedicó su vida entera a la concreción de esta maravillosa obra. Son la inspiración para muchos jóvenes de la región, a través de los cuales vivirá para siempre el legado jesuita, y que motiva la realización del Festival Internacional de Música Barroca que se lleva a cabo con muchísimo éxito cada dos años, desde 1996, constituyendo el evento más importante de Bolivia y el más grande del mundo en su género.
Debíamos emprender el último tramo de camino hacia la hermosa hacienda que nos daría cobijo, previo cruce del río Grande en balsa; pero un corte imprevisto de ruta por parte de una etnia local hace que demos un rodeo que alargará el de por si largo trecho en más de 350 km para llegar a destino. Y lo hacemos ya pasada la medianoche.
Pese al cansancio del día anterior, el desayuno en el bello entorno de la hacienda será el escenario ideal para el comienzo de un nuevo día de aventura hacia Villa Tunari. Una vez allí, el Parque Nacional Carrasco nos posibilita un paseo increíble por la selva, recorriendo un impresionante sendero de 2,5 km de extensión, cruzando el río en oroya –una especie de canastilla que se desliza por los cables que penden sobre el agua–, la visita a la caverna de los guacharos, especie de ave nocturna, y también la de los murciélagos.
Reserva + rafting
Merece la pena que visitemos el parque Machia, con su abundante flora y fauna, en especial monos y otros animales que fueron rescatados de personas que los mantenían como mascotas de manera ilegal. Lo que, sumado al rafting por las turbulentas aguas del río Espíritu Santo, hace el combo perfecto de un día de aventura, coronado por los platos de un riquísimo pacú a la parrilla.
Al día siguiente almorzamos en una exclusiva hacienda, El Cafetal, donde luego hacemos el Tour del Café recorriendo los sembradíos y conociendo el proceso de elaboración. Por supuesto, la degustación de las distintas variedades de la mayor exportadora de café de Bolivia es el esperado corolario.
Ruinas y parque
Los días han pasado y ya debemos ir bajando hacia nuestro país. No obstante, la aventura no termina: ponemos rumbo a las ruinas del Fuerte de Samaipata, que se cree obra de la cultura guaraní, ocupada luego por los incas. Está construido sobre una colina, labrado en la piedra caliza, rico en figuras zoomorfas entrelazadas con diseños geométricos. Disfrutamos durante el camino de regreso de escénicos paisajes y vistas al Parque Nacional Amboro, cuyos límites recorrimos durante los últimos días.
Seguimos el derrotero de regreso, kilómetro a kilómetro, con sonidos de violines que escapan del verde de la selva. Mientras transitamos el puente internacional pintado con las colores patrios de ambos países, río abajo imaginamos las frenéticas idas y vueltas de los botes que transportan mercadería de un lado al otro según las conveniencias de los cambiantes economías, pero que nunca se detiene. Siempre hay algo que da ganancias. En tanto el Pilcomayo, con su paso sereno y murmullo rojizo, nos avisa que hemos vuelto a casa.