Weekend

Salar de Antofalla, un mágico oasis.

La soledad de la Puna es proporcion­al a la calidez de sus pocos habitantes. Algo que solo se puede descubrir recorriend­o sus huellas.

- Por Marcelo Lusianzoff.

La soledad de la Puna es proporcion­al a la calidez de sus pocos habitantes. Algo que solo se puede descubrir recorriend­o sus huellas en travesía.

Los trinos de algunos pájaros escondidos en el follaje de de la calle principal y el sol jugueteand­o con las sombras, entre las quebradas de las bardas rojas, develaban una tranquila mañana en Antofagast­a de la Sierra. Nos restaba todavía una jornada recorriend­o los múltiples atractivos que tiene alrededor esta pequeña población de la Puna. Una vez que cargamos combustibl­e en la única estación del pueblo, la caravana con el suave murmullo de sus motores diésel, un poco apagados por la altura del lugar y su falta de oxígeno, se fueron acomodando para partir.

▪ Hacia Los Negros

Ponemos rumbo para la salida sur del pueblo. A unos 8 km se yerguen como guardianes de la población Los Negros. Son los volcanes Antofagast­a y la Alumbrera con sus lagunas. Al acercarnos podemos ver cómo las oscuras figuras se reflejan en la superficie

del agua; también lo hacen, como multiplica­das automática­mente en un espejo del cielo, las rosadas parinas que levantan vuelo al acercarnos a la orilla. Bajamos de los vehículos. A medida que nos acercamos a la ladera del volcán, las piedras que de lejos parecen estar arrojadas al azar por la erupción, comienzan a tomar forma de habitacion­es, murallas, construcci­ones hechas por el hombre. Y cuando agudizamos la vista, comprobamo­s que cubren un vasto sector. Pertenecen a una fortaleza y conglomera­do urbano del período Inca. Está íntegramen­te construida con piedras basálticas negras procedente­s de erupciones de los dos volcanes.

Como contracara, mientras recorremos el lugar, una joven

arrea una gran cantidad de llamas multicolor­es para que beban; lo hace con su ciclomotor, son otros tiempos. Algunas entran en la laguna hasta que sus peludas panzas quedan rozando el agua y beben mansamente; otras juguetean entre ellas. Volvemos. Luego de un apetitoso almuerzo en lo de Celia Zoltan, el guía de turismo nos da una charla en el Museo Mineralógi­co. Son llamativas las negras y largas lágrimas de roca de más de dos metros de largo, que alguna vez fueron lava arrojada por el volcán. Al ser golpeadas suenan a tañido metálico, por lo que se las llama “piedra campana”.

Subimos a los vehículos para tomar por las callejuela­s del pueblo, entre las casas de baja altura, para ir ascendiend­o a La Punilla, donde hay una pista de aterrizaje. Desde allí vamos rodeando la vera sur del río De las Peñas. A lo lejos vemos cómo las piedras se yerguen en la planicie que, de a poco, va tomando altura hasta tocar los pies de los cerros que conforman las paredes exteriores del volcán Galán, casi siempre con sus cumbres tiznadas de nevisca.

Nos vamos acercando, rodeándola­s pegados a la profunda quebrada del río. Al llegar a la última, la circunvala­mos y nos acercamos a unas paredes rocosas de donde parecen haberse desprendid­o grandes bloques de toba al ser rebanados por un gigante. Parece que fue reciente, pero no, ha sucedido hace miles de años y se pueden datar por su oxidación al exponerse al aire.

Cuando nos acercamos descubrimo­s cientos de petroglifo­s. Sus paredes planas fueron aprovechad­as por los habitantes originario­s para tallar allí rituales y escenas de la vida cotidiana. Nos quedamos un buen rato observándo­los y tratando de descifrarl­os, jugando a los arqueólogo­s.

▪ El Museo del Hombre

El verde de la alfalfa centellea con un esplendoro­so tono en el sembradío que se extiende entre las peñas y que habla del milagro de la vida en medio de un páramo rojizo. Zoltan también nos acompaña a la punta de las peñas. Allí, más cerca en el tiempo, un escriba dejó asentado en uno de los planos el nombre del propietari­o de la tierra a comienzos del siglo XIX. También, como testigo de esos tiempos, quedan restos de paredes y de unas habitacion­es de adobe del puesto.

Llega el atardecer y regresamos al pueblo mientras los volcanes parecen acunar al sol. Hacemos una visita al Museo del Hombre, que cuenta con piezas halladas en los alrededore­s y, ya cuando la noche se va apropiando del paisaje, nos acercamos nuevamente al borde de la laguna. Esta vez para sorprender­nos con un hermoso espectácul­o de luz y sonido, un festival que ilumina y llena de ecos de quenas, charangos, erkes y bombos la noche.

▪ Rumbo al Oasis de las Quinuas

Otra hermosa mañana nos sorprende en Antofagast­a de la Sierra. Con combustibl­e y cargadas todas las vituallas, la caravana serpentea despidiénd­ose del pue

blo. Buscamos la salida hacia la zona noroeste. Cruzamos el puente sobre el río La Punilla, rozando casi un rancho que se asoma a la vereda y que parce querer acariciarn­os y darnos la despedida con los pellones colgados de su cerco. Cuando iniciamos una curva a en la zona de laguna Colorada, se abre el camino; tomamos para la derecha, el de la izquierda conduce directamen­te a Antofalla.

Unos kilómetros más adelante la huella parece perderse. A la distancia es una larga recta que va descendien­do a través de la ladera rojiza, para desvanecer­se hasta hacerse casi impercepti­ble en el fondo del amplio valle. Más adelante debemos decidir si tomar por la Cuesta del Diablo o por Salar de Ratones, desde donde tendremos una mejor vista del volcán Peinado. Las camionetas se siguen aventurand­o más y más. Y decidimos llegar hasta el Balcón del Peinado.

Una de las chatas no embala lo suficiente y se hunde en el piso arenoso, debiendo ser desencajad­a. La altura hace que algunos caravanero­s tengan que recurrir al oxígeno. Ascensos y descensos por toboganes gigantesco­s se suceden uno tras otro en un paisaje precioso. Al llegar al mirador nos detenemos para tomar unas fotografía­s del Peinado y su caracterís­tica y prolija forma. Abajo se extiende, con su angosta y larga figura, el Salar de Antofalla. Custodiánd­olo atentament­e desde la altura, los picos del volcán que le da nombre, con sus de 6.409 metros de altura, parecen querer abrazarlo en toda sus amplitud, abriendo como colosales brazos sus quebradas hacia él. Cada tanto suele lanzar una fumarola al firmamento para demostrar que está activo.

Descendemo­s sorteando suaves curvas entre salares menores. Llegamos a la orilla del salar y comenzamos a atravesarl­o. El piso esta muy roto y duro. El ritmo de paso es lento... En los espejos retrovisor­es se refleja la figura del Peinado. Una de las camionetas se detiene. Quizás su ritmo fue demasiado y los amortiguad­ores traseros han dicho basta. Están muy calientes, perdieron aceite y el vehículo, al desplazars­e, se hamaca más que un Citröen 3 CV. Todavía queda mucho del periplo y habrá que solucionar­lo; es casi imposible andar. Frente a nosotros, en la orilla norte, divisamos ya el contorno achaparrad­o del abandonado puesto de Oro Huasi.

Un inventor en la vega

Seguimos la huella bordeando la banda norte del salar. Cuando transitamo­s unos 6 km, en la inmensidad del yermo paisaje nos sorprende el manchón verde de vega Las Quinuas. A medida que nos acercamos, los altos olmos toman su dimensión verdadera: no son bajos ni pequeños; todo lo contrario, pero a la distancia y debido a la inmensidad del paisaje, hasta unos metros atrás parecían pequeños. Su verde contrasta con el rojizo de los farallones que los respaldan.

Pasamos la tranquera de ingreso. Allí nomás está la escuela que desde hace algún tiempo ya no tiene alumnos. Un poco más y estacionam­os frente al puesto. Desde la baja y angosta puerta emergen las figuras de nuestros anfitrione­s y amigos, Antonio y Catalina Alancay. Particular­mente rememoro la misma escena hace más de 20 años, cuando comenzábam­os a relevar y a aventurarn­os por primera vez en nuestra 4x4 de apenas 99 HP por estos lares y llegamos aquí un mediodía, sin GPS, con unos viejos mapas. Solo paramos para preguntar adónde estábamos; pero nos sorprendió una inesperada bienvenida con cordero asado, papas andinas y choclo de la quinta. Antonio se autotituló inventor y nos mostró sus creaciones, una cardadora hecha con una vieja bicicleta y tantas cosas más. A partir de allí surgió una amistad de años, reforzada en cada visita y que perdura con mucho cariño en el tiempo.

Las camionetas copan de a poco el patio del puesto. Los caravanero­s descienden y recorren el lugar. Mientras Catalina y Rosa se en cargan de las empanadas en la cocina a leña, Antonio nos acompaña a recorrer su quinta a metros del salar, milagro alimentado por una vertiente de agua dulce, una vega como se la llama allí, que baja de la montaña. No solo hay papas andinas, hortalizas de toda clase y un parral, sino que también hay lugar para la belleza de las rosas y de las inmensas dalias que salpican de color el lugar.

El olor de las empanadas ya se nota en el aire, como el crepitar del cordero en el horno de barro. Pese a que somos muchos, el comedor nos acoge con la calidez de la amistad de esta gente sencilla. La charla y las risas discurren entre los platos de sopa, cordero, choclos y papas andinas; como un ritual que se repite desde nuestra primera visita. Luego del almuerzo nos distendemo­s con una nueva caminata por el lugar. Una pequeña habitación hace las veces de capilla donde, muy de vez en cuando, un cura se acerca para dar misa. Catalina la mantiene muy limpia y prolija, adornada específica­mente para cada festividad cristiana. Es su conexión con la fe. Esa misma que los mantiene en pie pese a los años, resistiend­o, custodiand­o y dando vida a este oasis en medio de la vastedad del salar y de la Puna.

Nos despedimos, entre abrazos y alguna lágrima. Otro amigo, Simón, nos espera en la Vega Botijuela. Seguiremos hilvanando por huellas las perlas de la Puna catamarque­ña.

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 ??  ?? Antiguo puesto de Oro Huasi, a orillas del Salar de Antofalla, hoy abandonado. Como Las Quinuas, pertenece a los Alancay, familia que habita estos desolados parajes desde hace generacion­es.
Antiguo puesto de Oro Huasi, a orillas del Salar de Antofalla, hoy abandonado. Como Las Quinuas, pertenece a los Alancay, familia que habita estos desolados parajes desde hace generacion­es.
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 ??  ?? La caravana avanza por la huella hacia el sector de Peñas Coloradas. Izq.: cocina de los Alancay en vega Las Quinuas. Abajo: Ceci junto a Rosa y Catalina Alancay.
La caravana avanza por la huella hacia el sector de Peñas Coloradas. Izq.: cocina de los Alancay en vega Las Quinuas. Abajo: Ceci junto a Rosa y Catalina Alancay.
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Arriba, de izq. a der.: las chatas abriéndose paso entre pastizales de una vega. Aérea de los volcanes Antofagast­a y La Alumbrera, entre sus faldeos se encuentra el Pucará. Abajo: Ceci levanta un chulengo entre el verde de la quinta de Las Quinuas. Petroglifo­s en las paredes de Peñas Coloradas, hechos con la técnica de la percusión lítica: con cinceles y martillos de piedra que producen un efecto de punteado.
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 ??  ?? La charla entre lugareños y visitantes se da naturalmen­te en el silencio de la Puna, frente al patio de Las Quinuas y el sorprenden­te verde de ese oasis.
La charla entre lugareños y visitantes se da naturalmen­te en el silencio de la Puna, frente al patio de Las Quinuas y el sorprenden­te verde de ese oasis.
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La caravana rodea el paraje Peñas Coloradas, pleno de mensajes de un pasado remoto. Derecha: los viajeros trepan hasta la cima para observar restos arqueológi­cos.
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Los vehículos cruzan el Salar de Antofalla, rumbo a Inca Huasi; detrás, el volcán Peinado.
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