Weekend

Abra de Acay, un desafío extremo.

Superar en bicicleta los 4.700 m de altura deja sin aliento. Los protagonis­tas de la nota lo hicieron y relatan sus experienci­as para que otros puedan imitarlos.

- Por Javier Rasetti.

Superar en bicicleta los 4.700 m de altura deja sin aliento a más de uno. Los protagonis­tas de la nota lo hicieron y relatan sus experienci­as para que otros puedan imitarlos.

Era agosto y llevábamos más de seis meses de viaje por la Ruta 40, atrás habían quedado los vientos patagónico­s y los tramos desolados de la estepa. Estábamos en la provincia de Salta, más precisamen­te en la ciudad de Cafayate y, por lo tanto, en lo que podíamos llamar la recta final hacia la ciudad de La Quiaca. Sin embargo, la 40 nos volvía a poner un desafío y conocíamos desde un principio que el Acay, uno de los pasos carreteros más altos del mundo con sus 4.895 msnm, era uno de los tramos más difíciles de sortear de toda la ruta.

▪ Cachi-La Poma

Salimos de Cachi bastante tarde porque sabíamos que Andrej, un amigo eslovaco al que habíamos invitado a cruzar el Acay, venía medio demorado y llegaría tarde a Palermo, el punto de encuentro acordado unos días antes. La experienci­a que teníamos en montaña nos decía que la clave para el ascenso era tomarse las cosas con mucha calma, hidratarno­s bien, comer sano en cantidad necesaria, e ir de a poco escuchando al cuerpo.

Llegamos a la entrada de Palermo al atardecer y decidimos esperar a nuestro amigo en la intersecci­ón de la 40 y el camino de entrada al pueblo, donde una casa nos servía de sombra. Sol decidió golpear en la vivienda para pedir algo de agua y afortunada­mente nos atendió Anastasia Díaz, una mujer de unos 70 años que nos encantó el corazón con solo saludarla. Enseguida Anita nos dio agua y nos propuso que montáramos campamento en el patio con tanta dulzura y amabilidad que no pudimos negarnos a la invitación. Andrej llegó entrada la noche; despues del abrazo de reencuentr­o lo ayudamos a armar la carpa mientras empezábamo­s a cocinar unos fideos con atún para cuatro, ya que Anita había aceptado nuestra invita

ción a cenar bajo un maravillos­o cielo de estrellas en el patio de su casa. Charla, risas, ojos llorosos y una de esas noches por las cuales uno decide viajar una y otra vez.

Al siguiente día desayunamo­s rápido, nos dimos un fuerte abrazo con Anita y salimos a la ruta con el objetivo de recorrer los 30 kilómetros que nos separaban de La Poma. En este tramo la ruta no cuenta con un gran desnivel, así que pedalear se hizo súperdis-frutable y nos permitió entrar en sitios arqueológi­cos como los graneros incas o monumentos naturales como el Puente del Diablo, en las cercanías del pueblo.

▪ La Poma-Puesto Blanco

Desde La Poma hacia el norte, la Ruta 40 se pone mucho más virgen, su desnivel se acrecienta en proporcion­es mayores, ya casi no hay pueblos y el viento empieza a dificultar la tarea. El tramo que teníamos planeado hacer era de tan solo de 20 km hasta Saladillo (3.500 msnm), ya que según nos habían dicho, desde La Poma en adelante comenzaba lo verdaderam­ente divertido.

Fue un trayecto muy disfrutabl­e, el camino comenzaba a mostrarnos de a poco su fama de difícil, con curvas y esporádica­s subidas que sorteamos sin inconvenie­ntes al igual que los ríos que, por la fecha de año, no bajaban con mucha agua. Llegamos temprano por la tarde, nos habíamos tomado muy en serio lo de subir despacio y nuestros cuerpos demostraba­n que no nos equivocába­mos. Estábamos a 3.500 msnm pero ninguno de los tres presentaba el mínimo síntoma de apunamient­o.

Saladillo es una escuela junto a la ruta, la iglesia y un puesto sanitario. De las tres dependenci­as solo había gente en la escuela, donde estaba una simpática maestra que, ante el frío de la noche, nos invitó a cenar en el comedor. Allí pudimos cocinar y comer refugiados del frío y el viento. Por

la mañana comprobamo­s que nuevamente el clima estaba de nuestro lado: un día hermoso, sin nubes y un cielo completame­nte azul enmarcaba perfectame­nte al nevado de Acay.

Aquí fue donde por primera vez sentimos que nos dirigíamos hacia las alturas. El camino desaparecí­a ante la primera curva y daba la sensación de que se perdía definitiva­mente en la montaña. Una curva, dos, tres; un río un poco más caudaloso y helado que hubo que vadear; otra curva, un zig-zag y así interminab­le mente.

El altímetro del reloj sumaba metros y el cuentakiló­metros de las bicis parecía no sumar nada; el aire se enrarecía y nosotros estábamos felices. Como a las 16 y tras recorrer unos 15 kilómetros, llegamos por fin al paraje Puesto

Blanco, donde viven Flavia y Damiana, dos amables pobladoras de la Puna que tienen su hogar a más de 4.000 msnm, en una de las zonas menos transitada­s de la Ruta 40.

Como llegamos relativame­nte temprano, teníamos la opción de continuar unos cinco kilómetros más y hacer noche en el paraje Negra Muerta, donde sabíamos que podíamos encontrar refugio y agua de la vega que le da nombre al lugar, pero como Flavia y Damiana nos invitaron a acampar en el corral de las llamas que se encuentra junto a su casa, no quisimos dejar ir la oportunida­d de pasar un rato con ellas. En pocos instantes teníamos armadas las carpas y estábamos compartien­do unos mates mientras el sol se ponía entre los majestuoso­s picos de las montañas puneñas.

▪ Puente Blanco - Abra del Acay

Desayunamo­s como para combatir el frío y nos despedimos de las dos mujeres. Restaban apenas unos 15 kilómetros hasta la cumbre, nos encontrába­mos a unos 4.000 msnm y deberíamos subir hasta los 4.856. Sin sacar demasiados cálculos, las cifras nos indicaban que nos quedaba por delante un desnivel de unos aproximado­s 800 m. Si uno analiza los números, la distancia no parece tan larga y el desnivel no representa una dificultad seria, pero los que han caminado o pedaleado en altura sabrán que allí las distancias no se miden como en el llano y que a veces sumar metros cuesta una vida.

Recorrimos los cinco primeros kilómetros hasta la vega Negra Muerta en el más feliz de los estados, los tres estábamos en inmejorabl­es condicione­s físicas y mentales, el día que nos había tocado para intentar la cumbre era el deseado y, por el momento, no contábamos con absolutame­nte nada de viento. En la vega hicimos una pequeña ofrenda a la Pachamama para agradecerl­e dejarnos llegar hasta allí y pedirle permiso para transitar el difícil tramo que nos quedaba por delante. Si bien la creencia de ofrendarle a la madre tierra no es común para la mayoría de los argentinos, en el noroeste de nuestro país está muy arraigada y es tan ancestral que decidimos incorporar­la cada vez que nos sumergimos en tierras donde la

La Puna es uno de nuestros lugares favoritos. La habíamos recorrido en vehículo y realizando montañismo, pero esta era la primera vez en bici.

naturaleza toma fuerza y se hace presente, abriéndose a nosotros en su estado más puro y salvaje. Tras dejarle un poco de coca, pasas de uva, chocolate, algo de alcohol y algún cigarrito que le habíamos llevado, nos dispusimos a pedalear los restantes 10 km que nos separaban de la tan soñada cumbre del Abra del Acay.

Eran alrededor de las 12.30 y, según nuestros cálculos, llegar a la cumbre nos podía llevar más de cuatro horas, pero una vez más la montaña nos enseñaría que cualquier tipo de cálculo previo es absolutame­nte inútil. A partir de la vega, la ruta se va poniendo cada vez más difícil ya que de a poco va saliendo al filo de las montañas.

Con eso empezamos a dejar de estar protegidos para exponernos a los fuertes vientos que generalmen­te soplan en esta zona. En nuestro caso, nos tocó experiment­arlo luego de una gran curva que, apenas terminó su recorrido, nos dejó expuestos a un vendaval terribleme­nte fuerte que nos impidió pedalear y apenas nos dejó avanzar caminando. En ese momento, nuestros cálculos previos se fueron al demonio y, a pesar de la buena energía que teníamos, llegamos a mirarnos con dudas.

▪ La cumbre se hace desear

Las horas pasaban rápido midiendo las distancias en metros, cinco o diez pasos y parar a respirar. Empujar la bici cargada en altura se transforma en una tarea durísima, por momentos alguno de nosotros, fastidiado de caminar, intentaba montar la bici pero, tras recorrer unos metros, el viento se encargaba de bajarlo rápidament­e. Caras de preocupaci­ón, un poco de dolor de cabeza y empezar a pensar en acampar arriba o bajar de noche hasta algún sitio seguro. Sabíamos que habíamos recorrido unos 7 u 8 km pero la cumbre no aparecía por ningún lado; hacía tiempo que veníamos zigzaguean­do y adelante solo veíamos más zig-zags que al parecer no conducían a ninguna parte. Eran casi las 5:30 pm, el altímetro marcaba unos 4.700 m y el Abra no podía estar muy lejos.

Paramos un instante y miramos el camino, quedaba poca montaña, empezamos a sentir que no había más para subir, no podía faltar mucho. Entonces nos dimos cuenta de que ya estábamos, que pasara lo que pasara, íbamos a llegar a la cumbre. Andrej montó la bici entusiasma­do, comenzó a pedalear y se perdió en la primera curva.

Nosotros también montamos las bicis y, cuando llegamos a la curva que había transitado nuestro amigo instantes antes, notamos que solo quedaba un zig-zag más, que Andrej ya se había perdido en la siguiente curva y que en ese preciso momento estaba gritando con todas sus fuerzas la palabra “cumbreeeee­eeeee!!!”.

A las seis de la tarde y tras ocho horas de pedaleo/caminata, finalmente habíamos llegado al Abra del Acay. Un interminab­le abrazo que el fuertísimo viento no pudo parar de ninguna manera. Las fotos en el cartel nos contaban que estábamos en el Abra y, al fondo, el Acay con sus 6.200 msnm observándo­nos e invitándon­os a soñar con un futuro intento a su bellísima cumbre nevada.

 ??  ?? El infaltable festejo al llegar al famoso cartel del Abra del Acay que solo conocíamos por fotos. Abajo: en el puesto de Flavia y Damiana, a 4.000 msnm, las llamas también son parte de la familia.
El infaltable festejo al llegar al famoso cartel del Abra del Acay que solo conocíamos por fotos. Abajo: en el puesto de Flavia y Damiana, a 4.000 msnm, las llamas también son parte de la familia.
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 ??  ?? Al doblar cada nueva curva, el camino nos sorprendía con sus colores y paisajes. Abajo: contar con una carpa cuatro estaciones nos permitió acampar en altura mucho más tranquilos y seguros del clima. Todos los días al caer la tarde tomabamos unos mates aprovechan­do los últimos rayos de sol.
Al doblar cada nueva curva, el camino nos sorprendía con sus colores y paisajes. Abajo: contar con una carpa cuatro estaciones nos permitió acampar en altura mucho más tranquilos y seguros del clima. Todos los días al caer la tarde tomabamos unos mates aprovechan­do los últimos rayos de sol.
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 ??  ?? En la casa de Anastasia, un burrito muy curioso buscaba comida en las bicis. Las pequeñas capillas de la Puna se funden con el entorno. Abajo: pedaleábam­os rodeados por enormes cardones que, contrastad­os por la luz del sol, parecían brillar en los cerros.
En la casa de Anastasia, un burrito muy curioso buscaba comida en las bicis. Las pequeñas capillas de la Puna se funden con el entorno. Abajo: pedaleábam­os rodeados por enormes cardones que, contrastad­os por la luz del sol, parecían brillar en los cerros.
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 ??  ?? En Puesto Blanco, Flavia y Damiana, nos permitiero­n armar las carpas en el corral de las llamas junto a su casa para estar reparados del viento. A los minutos de saludarnos, Anastasia ya me abrazaba como si nos conociéram­os de toda la vida. Camino a El Saladillo una familia y sus perros arrean ganado. Y cartel con calcos de los viajeros.
En Puesto Blanco, Flavia y Damiana, nos permitiero­n armar las carpas en el corral de las llamas junto a su casa para estar reparados del viento. A los minutos de saludarnos, Anastasia ya me abrazaba como si nos conociéram­os de toda la vida. Camino a El Saladillo una familia y sus perros arrean ganado. Y cartel con calcos de los viajeros.
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