El desafío de Pircas Negras
Temperaturas extremas de frío y calor, subidas interminables y paisajes de otro planeta son la recompensa que recibe quien se anima a enfrentar esta aventura.
Lo primero que vi al abrir los ojos fue un enredo de ramas, hojas, uvas y el sol intentando asomarse por cada pequeño huequito que encontraba, creando los efectos de una bola de espejos en todo lo que nos rodeaba. Tuve que esperar algunos minutos para que la cabeza recuerde, se ubique y así comprender adónde estábamos, algo que nos pasa muy habitualmente, tanto como cada mañana que despertamos en un lugar distinto. Era temprano y aún así ya hacía calor; abrí la bolsa de pluma y me quedé boca arriba, nos cubría un parral hermoso, sus hojas verdes en contraluz, el sonido de las gotas que muy lentamente lo regaban. Permanecí en silencio porque Javi dormía, pero me hablaba suave y por dentro, mimándome con palabras, tragando de a sorbos todos aquellos rayitos de luz que entraban a través del parral: ¿Cómo puede importarme dónde estoy si me despierto bajo un techo de uvas?
El legado de los Salinas
Hacía sólo tres días estábamos en medio del Paso San Francisco con la mandíbula tiritando por el frío y el aliento haciendo humo.
Ahora nos despertaba el calor, era 4 de febrero y la sensación térmica nos hacía desear desesperadamente subir unos metros sobre el nivel del mar. Estábamos en Chile a tan solo 30 kilómetros
de Copiapó, rumbo al paso Pircas Negras. Nos habían contado que durante los primeros kilómetros el camino estaba en muy mal estado a causa del terrible aluvión que había afectado toda la zona, y no hubo más que pedalear algunos metros para entender que esta vez no habían exagerado.
Hacía un calor insoportable, la transpiración nos empapaba la vista, íbamos desquiciadamente lento porque teníamos un desnivel de 1.400 metros y el camino era realmente espantoso. Del lado chileno el agua no sobraba, por eso, a pesar del peso, intentábamos transportar la mayor cantidad posible. Javi llevaba 14 litros, yo 12 y, aunque a veces no fuera necesario reponerla, lo hacíamos sin dudar cada vez que se presentaba oportunidad, porque el no tener la seguridad de llegar a encontrar más arriba, nos hacía cargar litros y litros de precaución líquida.
Varios kilómetros más adelante la ruta se hizo curva y apareció un oasis. Entre todo aquel paisaje de rocas, tierra y arena, se levantaba una finca verde, llena de frutas y verduras. Era la finca de los Salinas. Nos frotamos los ojos para corroborar la rea