Viaje al País de las Maravillas.
Antofalla de la Sierra, en la Puna catamarqueña, era la meta de la caravana, no sin antes visitar a un lugareño solitario y animarse donde los locales temen ir.
Antofalla del a Sierra, en la Punac atamarque ña, erala meta de la caravana, no sin antes visitar a un lugareño solitario y animarse donde los locales temen ir.
En nuestros espejos retrov isores, per fecta mente enmarcado, se reflejaba y se iba haciendo cada vez más pequeña la imagen de los Alancay con sus brazos en alto, en señal de despedida, rodeados del verde del oasis Las Quinuas. Por delante de las chatas se extendía el blanco del Salar de Antofalla y el ocre de los cerros que lo limitan a ambas orillas. El volcán que le da nombre (¿o será al revés?), parece también adherirse a la despedida con algunas fumarolas dispersas, imitando el gesto de los brazos en alto. El camino, ahora es una delgada huella que va contorneando, curva a curva, los vericuetos de las orillas fangosas del salar. La altura se estabiliza en unos 3.300 msnm. Tanto los miembros de la caravana como los vehículos parecen haberse aclimatado y, salvo
por algún repentino bostezo negro de un escape, al frenar y volver a arrancarparasuperarunazanjao corte, avanzamos sin problemas.
Rumbo a vega Botijuela
Si bien el propósito del día era llegar a dormir al pequeño poblado de Antofalla, la jornada nos deparaba muchos paisajes y lugares de interés antes de llegar allí. A medida que avanzamos, no podíamos dejar de detenernos cada tanto para fotografiar las extrañas geoformas y contrastantes colores que surgen de la entrañas de los cerros. Nuestro objetivo más cercano era la vega Botijuela. Otro pequeño oasis al borde del salar, pero con otra particu
laridad. Este está habitado por Simón, un extrovertido personaje de la Puna. Vive cuasi como un émulo de El Principito de Saint Exupery, en su humilde rancho de piedra, que se encarama en lo alto de un cerro, se destaca un pequeño volcán apagado. Tal cual como el de la bella historia del francés, con un cono perfecto, que se recorta contra el bellísimo cielo de la puna.
Pero ahí no termina todo, unos metros más abajo, como si hubiere sido perfectamente recortada con un moderno efecto de borde infinito, se encuentra una tina natural con una espectacular vista de altura al salar de Antofalla. Personalmente, uno de los lugares/paisajes más bellos de la Argentina. Este combo Simón/vega/volcán/ tina/paisaje hace imposible pasar de largo el lugar sabiendo que está allí. Hace una veintena de años, la primera vez que alcanzamos tan inhóspito sitio, era poco más que una leyenda urbana del mundo del 4x4. En ese entonces, para llegar hasta la casa había que vencer la fuerte pendiente del propio cerro donde se encuentra, no sin antes superar la complejidad del Paso de la Ciénaga que forma la aguada a sus pies, en donde invariablemente alguna de las chatas se atascaba. Unos años después se abrió otro paso que va ascendiendo en forma paralela al salar, ganando altura de a poco y con unos paisajes a vuelo de pájaro de todo el entorno. Ese sería el camino a tomar.
Llegados al punto en donde una riada de verano rompe la huella principal, el sendero se desprende hacia el Norte, apenas visible. A una centena de metros bajamos al cauce seco del arroyo temporal, esquivando piedras y superando profundos cortes dejados por los cursos de la nieve derretida de los cerros. Continuamos. A veces la huella transita por laderas bastante inclinadas, haciendo que las camionetas derrapen buscando la
horizontalidad y que cosas sueltas dentro de los vehículos se corran de un lado hacia el otro.
Finalmente, las nacientes de la vega Botijuela están a la vista. Se divisan el rancho y un par de álamos atentos y vigilantes detrás de él. Al instante, casi como el personaje de un animée, la figura de un hombre sale del rancho y comienza a acercarse dando largas zancadas y pequeños saltos, agitando sus manos; sorprendente a más de 3.500 msnm. ¡Es Simón que se acerca, feliz, a darnos su bienvenida! Se detiene al borde del lodazal y comienza a dar indicaciones: por dónde deben pisar las chatas para superar el escollo. También arroja grandes piedras para generarles un piso y posibilitar su paso. Entre alguna y otra quedada, todas llegan a tierra firme.
En la Tierra de Nunca Jamás
Simón nos abraza uno por uno: somos 36. Los miembros de la caravana le preguntan sobre su vida en un lugar tan desolado. El responde gentilmente, también ofrece algunas piedras de bellas formas o brillos mientras recibe gustoso algunas cosas, ropa y otros enseres que le hemos traído, entre ellos una campera que era un pedido especial. Su pequeña y vieja radio a pilas (elementos que también había pedido), era su única comunicación con el exterior hasta hace pocos años. Hoy también tiene casa en Antofalla de la Sierra, alternando su vida solitaria aquí y allá.
Algunos viajeros trepan hasta
el borde del pequeño volcán. Ceci, Celia y unos pocos son los que se atreven y se dan un baño de agua termal. Los minerales de la original bañera natural dejan su piel oxidada y con fuerte olor. Los demás sacan innumerables fotos, absortos por la variedad de colores de los cerros y la vista del salar, inconmensurable, allí en el fondo del valle.
Pero el día es corto y queremos llegar, con las últimas luces, al pequeño poblado de Antofalla. Abrazos de despedida, promesas de volver pronto y la figura de Simón que queda recortándose contra el cielo junto a su pequeño volcán, cual Principito de la Puna.
La Caravana se acomoda de a poco y comienza a descender. La bajada se hace bordeando el curso de agua, pero no queda otra que atravesarlo luego; por supuesto que es mucho más fácil que hacerlo en subida, como ocurría años atrás. Ya sobre el típico suelo puneño de altura, rojizo y seco, alternando pedregullo, polvo suelto y baches, seguimos bordeando el salar con rumbo noreste. Superamos una y otra vez “conos de deyección”, uno inmenso de casi ocho kilómetros de largo. Creados por antiquísimos aluviones, llegan con su pendiente hasta el borde del salar. Al casi terminar el segundo, mucho más pequeño, nos detenemos. Este paraje se denomina los Ojos del Campo.
Hacia el atardecer
Detenemos los vehículos y de a pocos nos acercamos al borde del salar. Los lugareños no son muy adeptos a hacerlo, ya que desde antaño varias leyendas han identificado al lugar: la más difundida o el hilo conductor entre ellas, es que se “traga a los animales” o a las personas.
En forma sorprendente, separados por una decena de metros entre sí, aparecen redondos socavones con agua. Lo llamativo es que cada uno tiene un color diferente. Uno profundamente rojo, otro azul, uno negro y finalmente uno transparente. En este último, un pequeño burro, preservado en sal permanece intacto desde hace años, alimentando aún más la leyenda. Más fotos y lentamente, para no ser afectados por el mal de altura, cada uno sube a su vehículo.
Nos restan solo 14 km para el final del día. El salar con su estrecha figura nos sigue acompañando a la derecha del paisaje, mientras algunas manadas de burros salvajes corretean por sus bordes. Una subida marcada nos da la pauta de que estamos ya sobre los restos del tercer y último “cono de deyección”.
Al promediar el recorrido, otra ruta se une a nuestro camino. Es la que viene directo de Antofalla. Unas paredes pircadas comienzan a demarcar zonas de siembra y algunos techos se asoman hacia el camino. En el suave faldeo del cerro se puede leer, escrito con piedras blanqueadas prolijamente acomodadas, “Bienvenidos a Antofalla”. La primera vez que visitamos el poblado superábamos su cantidad de habitantes, que eran un total de 34. Nos acomodamos repartidos en las casas que disponen de lugar para visitantes o simplemente en la de aquellos que han preparado hospitalariamente un lugar. Luego de la cena, el cansancio vence y nos vamos a descansar.
La mañana es fresca, fría. Como siempre en la Puna. El sol comienza a lamer la punta de los cerros con su luz. Una cadena humana hace que las cajas de donaciones se acomoden en el interior del pequeño colegio. Una vez afuera, el maestro y un puñadito de alumnos se forman frente al edificio. Nuestra bandera comienza con su paño agitado a levantar vuelo entre los cerros; casi hasta confundirse con el cielo.
Todos contemplamos absortos; la voz parece ahogarse en la garganta. Esta vez, estoy seguro de que no es la altura, es la emoción. La del momento y la de saber que muchos más como estos, nos depara la Puna argentina.