El desafío de Pircas Negras.
Temperaturas extremas de frío y calor, subidas interminables y paisajes de otro planeta son la recompensa querecibequienseanimaaenfrentar esta aventura.
lidad y supimos que el día de pedaleo había terminado.
Los Salinas son una familia hermosa que nos recibió entre risas y chistes. El abuelo es el único que vive permanentemente allí, pero los hijos y nietos lo visitaban durante el verano y se quedaban para ayudar a que aquel maravilloso lugar permaneciera eternamente en el tiempo, como lo hacía, desde que sus tatarabuelos tuvieron la loca idea de creer que a base de perseverancia, paciencia y amor, la vida crece a pesar de desiertos o inclemencias. Y sólo había que verlos o escucharlos para entender que su legado había sabido perdurar a lo largo de las generaciones.
Lo difícil de hacer cumbre
El camino mejoró notablemente y, como en la cordillera nada es gratis, comenzaron las subidas. Primero fue la Cuesta del Castaño, compuesta por curvas de durísimas pendientes. Mucho más adelante, al llegar al puesto abandonado de migración chilena y mirar hacia arriba con el cuello muy estirado, supimos que aún no habíamos empezado a subir. La Cuesta del Ángel le decían, y fue sin lugar a dudas la más dura y hermosa que tuvimos que afrontar.
Las pendientes que de lejos metían miedo, de cerca parecían directamente imposibles, las curvas subían más y más, y uno perdía la noción de dónde terminaría la montaña y empezaría el cielo. Tardamos cuatro horas y media en recorrer los 12 kilómetros que finalizaron en un enorme grito de cumbre. Nos abrazamos tambaleando, con la respiración agitada y el viento frío pegándonos en el cuerpo. Era uno de esos festejos cortos e inolvidables que te dan las cumbres. La bajada fue mucho más corta de lo que habíamos imaginado y, para cuando nos dimos cuenta, ya estábamos trepando otra vez. Con los músculos cansados de viento y subidas, llegamos al límite internacional. De un lado Chile del otro Argentina; bailamos en los dos para que no se pusieran celosos. Entre ripio y esporádicos manchones de asfalto, seguimos hacia el puesto fronterizo Barrancas Blancas, 25 km después, mientras el sol se escondía definitivamente entre los cerros. Agotados y felices, llegamos.
En Vialidad como en casa
En Barrancas Blancas estaban los chicos de Vialidad, ellos nos dieron un refugio con camas, sopa de verduras y las charlas a las que todos esos trabajadores nos tienen tan acostumbrados. No importaba en qué parte del mapa nos encontráramos, llegar a un refugio de Vialidad para nosotros ya era como estar en
casa. A la mañana siguiente, después de los abrazos y las despedidas, dejamos Barrancas Blancas para continuar hacia Laguna Brava, un lugar muy especial para nosotros.
La Reserva provincial Laguna Brava es uno de los grandes tesoros de la cordillera. En medio de un extenso y árido valle de piedras volcánicas vigilado por enormes montañas nevadas como el Piscis y el Veladero, se encuentra aquel espejo de agua y sal. El cielo se refleja en la laguna y una gran familia de flamencos rosados parece picotear la nubes. La primera vez que llegamos con nuestro auto hasta aquel lugar que parecía sacado de un cuento de Julio Verne, no pudimos evitar sentirnos invasores. Los ruidos del motor, la ruedas dejando huellas. Pero esta vez era distinto, ya no íbamos sobre motores ruidosos que nos transportaban sin esfuerzo por la montaña, ni ventanillas que nos reparaban del viento. Llegamos en bici, cansados y dóciles, con la piel curtida y la emoción llenando los ojos. Entre subidas y músculos rígidos, nos habíamos ganado el derecho de estar en aquella laguna para mirarla sin culpas y decirle que, a veces, los humanos buscamos simplemente poder descubrir la paz que nos da lo que alguna vez fuimos.
Pic-nic en Vinchina
Luego de Laguna Brava, la ruta sube un poco más hasta el Abra del Portezuelo y comienza la bajada hasta Vinchina. Cuando llegamos al asfalto, el aire caliente nos recordó que abajo estaba el verano riojano. El choque fue duro, en sólo algunas horas pasamos de la pluma y las medias térmicas a desesperarnos por un poco de sombra y una Coca-Cola bien helada.
Entramos a Vinchina y los dos teníamos muy claro cuál era la prioridad, por eso íbamos despacito y cabeceando de un lado para el otro por las calles del pueblo, hasta que finalmente lo encontramos, frenamos de golpe, apoyamos las bicis donde pudimos y entramos: “¡Buenas tardes! 150 de salame, 200 de queso, 100 de paleta y medio kilo de pan por favor”.
Abrí la heladera de bebidas del mercadito y el aire fresco me provocó unas ganas incontenibles de meterme adentro y cerrarla, pero el paquetito de fiambre me recordó que tenía algo muy importante por delante, así que continué, toqué una a una las gaseosas para medir frescuras y agarré la de atrás de todo.
La plaza de Vinchina era grande, tenía mucho pasto y sombra. Para muchos seguramente una plaza como tantas otras; para nosotros, el paraíso. Y aunque suene exagerado, si hoy me dieran el más elaborado e increíble plato del mundo, nunca podría equipararse con el placer que sentí aquel día. Porque a veces sólo hace fa lta esta r atento o viajando en bici para entender que lo más maravilloso de la vida se compone de cosas tan simples como un sándwich de salame y queso, con gaseosa bien helada, en la plaza de un pueblo.