En lo más profundo y desolado de la Puna.
Por exigentes senderos de curvas y contracurvas, nos adentramos en lo más inhóspito del norte argentino, donde los paisajes parecen sacados de otro planeta.
El sol tímidamente asomaba por las montañas del este, comenzaba a resaltar las blanquesinas piedras que formaban el nombre del pueblo en el faldeo de la montaña: Antofalla. Sin embargo, en puro contraste, el propio cordón en trasluz permanecía sombrío, aún más renegrido en las profundidades de sus quebradas. El silencio reinante de la mañana, todavía con los ecos de las estrofas recién cantadas y la bandera de liviano paño ondeando en el viento frío. La mañana se ve interrumpida interrumpida, casi al unísono, por los ronroneos calcados de los arranques y las toses de motores, seguidas de un golpe de humo negro. Los motores al fin arrancan, remolones y desparejos por el efecto de estar a 3.380 metros de altura.
Emprendemos el camino de la última etapa de este recorrido por la Puna. La caravana enfila hacia el blanco del salar, pero a unos cien metros se retuerce en su propio cuerpo como un ciempiés y comienza a ascender en una serie de curvas y contracurvas. La empinada ladera nos hace ganar altura rápidamente y podemos observar desde lo alto el pequeño pueblo de Antofalla, que nos dio cobijo; más allá, la angosta y alargada figura del Salar. Los pilotos, aún con la modorra mañanera, deben estar atentos y manejar teniendo cuidado con las filosas piedras del camino. Acechan los flancos e incluso la rodadura de las cubiertas. Muchas de ellas, por filo y tamaño, podrían atravesarlas fácilmente.
Acariciando las cumbres
Al llegar a lo más alto, la huella mejora su estado y discurre con suaves curvas, por faldeos cercanos a las redondeadas cimas. Una tras otra, diversas cumbres nevadas se asoman cada tanto entre ellas a la distancia. Algunos de los miembros de la caravana, aún con ganas de entretenerse y pese a tantos kilómetros recorridos, se desvían y hacen uso de los rectos cortes marcados por las máquinas: descensos más abruptos e incluso algunos ascensos, que acortan las gran
des y largas curvas, que siguen a pie juntillas las figuras de los cerros. Mientras tanto, el macizo y las cumbres del volcán Antofalla se elevan a nuestra izquierda, quebrada de por medio.
Llegamos a los 4.291 msnm. Algunos recurren al tubo de oxígeno para palear el mal de altura. Desde distintas partes de este tramo se puede ver, gracias a lo límpido del día, toda la extensión del delgado salar Antofalla, hacia el oeste, coronado por el bello volcán Peinado. Desde nuestra posición, solo es un pequeño exabrupto entre los altos picos que conforman el horizonte.
Comenzamos a descender por los faldeos inferiores del Tabenquincho, que observa nuestro paso con grandes y estirados ojos blancos de nieves eternas. El rumbo es casi un perfecto norte. El GPS marca rápidamente la altura a medida que avanzamos. Desde la distancia, un corte semeja una gran herida en la planicie cercana al camino. Cuando nos acercamos, nos damos cuenta de que es una explotación de ónix a cielo abierto, la cantera Eliana. Pequeños pedazos de este mineral, con bellos colores del marrón al beige, se encuentran desperdigados a nuestro alrededor.
Un paisaje estelar
Nos adentramos en la grieta hasta que podemos ver cómo los operarios trabajan extrayendo el material. Algunos charlan con ellos sobre la dura vida en el lugar, recorren las instalaciones y recogen pequeños trozos de ónix como recuerdo.
Nos ponemos nuevamente en marcha. Así, por esta recta entramos en la provincia de Salta
y dejamos atrás Catamarca. El camino ahora es ancho, con bastante serrucho, recto y pareciera no tener fin al perderse en un horizonte blanquecino. Tras quince kilómetros llegamos a un paisaje blanco, las orillas del salar de Arizaro. Su superficie parece fruto de un bombardeo, es rígida y con miles de pequeñas agujas que apuntan al cielo. Doblamos al oeste y comenzamos a bordearlo. Unos nueve kilómetros más adelante, todos indefectiblemente fijan su mirada en la ventanilla derecha. Es un paisaje digno del filme 2001: Odisea del Espacio. Como emergiendo de la nada, de la gran planicie del salar, el Cono de Arita se eleva hacia el cielo de la Puna, inmenso y casi perfecto. Los que lo ven por vez primera se asombran, igual nos sucede a quienes ya lo hemos visto antes. El paisaje es tan desconcertante como hermoso; no importa las veces que lo hayas visto, sorprende y se disfruta siempre. Por supuesto que nos detenemos para una foto grupal, y cada uno de los miembros de la caravana aprovecha y saca varias fotos más.
Rumbo a la mina
Luego de este momento mágico seguimos adelante. Nuestro siguiente objetivo está a unos 50 km, la mina abandonada de azufre La Casualidad. Dejamos el llano contiguo al salar y comenzamos a ascender hacia el oeste, atravesando una pequeña explotación minera. Algunos se han retrasado y, desde la distancia, observamos cómo la caravana de vehículos avanza en fila como pequeñas hormigas. Los esperamos y, una vez todos juntos, retomamos el ritmo.
Cincuenta kilómetros aquí son más de dos horas de marcha. Quebradas y pequeños llanos hasta que llegamos al extremo norte del salar de Río Grande. La huella alcanza el camino principal, construcciones derruidas, esqueletos, restos de galpones, chimeneas y restos de alojamientos se elevan a ambos lados del camino, en la porción que el paso del tiempo les permitió. Nos adentramos en las viejas instalaciones y finalmente llegamos a la capilla. Allí nos detenemos para explorar los alrededores. El lugar permite un tour fotográfico excepcional, sectores inundados, ventanas al cielo, torres, talleres, soledad y viento, óxido y pintura corroída, ecos de golpes metálicos marcando el tiempo, a su modo y ritmo.
Desperdigados por allí, arrebatados por casualidad a manos del viento, algunos papeles amarillentos de la administración, listado de compras, de empleados… restos de la época en que más de 3.000 personas vivían y trabajaban aquí. El día va pasando y luego de comer algo bajo el res
en el límite con Chile, a unos 25 km de la mina La Julia.
Llegaba por cablecarril hasta la planta de flotación de La Casualidad y