Weekend

El desafío del salar de Uyuni.

Bolivia se abre exhuberant­e y generosa aunque, en este tramo, el ciclista extraña las bondades de la tecnología que dejó atrás.

- Por Bernardo Gassmann.

Bolivia se abre exhuberant­e y generosa aunque, en este tramo, el ciclista extraña las bondades de la tecnología que dejó atrás.

Sólo se me viene a la mente una palabra para definir Bolivia: salvaje. Es el país de Sudamérica que más fiel vive a sus raíces, donde no hay que esforzar esforzarse demasiado para conservar la l cultura de los pueblos originar originario­s (mal dicho indígenas) como suele pasar en muchas partes del mundo, donde forman parte de la exhibición de los museos.

Aquí el 60 % de la población tiene raíces quechuas o aymará. En muchísimos poblados, la única lengua es el quechua, de modo que a veces resulta un poco complejo comunicars­e. Fríos y reacios al primer contacto, luego de cruzar unas pocas palabras demuestran la misma amabilidad que todas las personas suelen tener. Más aún, todas quieren ayudar de alguna u otra manera, ya sea dando una indicación (muchas veces se convierte en el motivo de varios kilómetros pedaleados en vano), compartién­dote agua, una fruta, su casa para dormir, un grito de aliento y muchos etcéteras más.

Recuerdo que, yendo de Tupiza a Uyuni, en un paso asfalto–ripio asfalto–ripio como a 4.500 msnm, me estaba agarrando la noche y quería perder altura para pasar menos frío del que me esperaría en esas cotas. Me detuve en la única casa que vi en kilómetros para pedir algo de agua, la señora no hablaba castellano de modo que, mano va, mano viene, me convida una botella con agua, la que me encargo de hacer desaparece­r en cuestión de segundos sin darme cuenta, hasta el último trago, de que estaba llena de larvas. La sed fue mayor que la prudencia.

Cerrando la tranquera, a los pocos metros me encuentro con su nieto, que hablaba castellano perfectame­nte, respondien­do a mi pregunta me dice que, “a 1 km luego de esa curva que ve ahí, la ruta baja y las subidas le dan paso al llano”. Motivado y sonriente, salgo a toda máquina. La felicidad duró poco, el camino no dejaba de ganar altura. Creo que esa tarde cité a la madre del muchacho por unos minutos. Quizás sólo entendió mal mi pregunta o la dirección de mi recorrido, no conocía el camino o tal vez dejé escapar por mis ojos el deseo profundo de un camino más benévolo, de una pausa. Y solo por darme una alegría, mintió, como los niños suelen hacer, con inocencia.

Aventura en el Salar

Hacía varios días ya que decían que me olvidara de cruzar el salar de Uyuni en bicicleta. Decían que la temporada de lluvias se había extendido, siendo fantástico para

una travesía en 4x4 con fotos efecto espejo, pero no para mis planes de pedal. El Salar de Uyuni es el más extenso y elevado del mundo, ubicado a 3.650 msnm, con un espesor que llega a los 120 metros. En temporada de lluvia se cubre de agua, lo que lo hace intransita­ble en bicicleta.

En el pueblo hay una casa del ciclista (adeptos a este deporte que abren las puertas de sus hogares para recibir a cicloturis­tas), donde se puede descansar en un colchón, darse un bienvenido baño, hacerle mantenimie­nto a la bici, comer sentado en una mesa, es decir hacer casi una vida normal. Se suele dejar una contribuci­ón voluntaria o realizar algún trabajo para que la rueda siga girando.

Ahí fue donde llegué casi convencido de que era una locura cruzarlo hasta que, por esas cosas de la vida me encontré a una pareja de franceses que justamente venía del salar en dirección contraria. La regla de tres simple aplicó aquí también: si los franceses cruzaron… yo también.

Decidido, pero no tan convencido, salí rumbo a la entrada en el cercano caserío de Colchani, según las indicacion­es recibidas tenía que ir derecho hasta la isla Incahuasi, pasar noche ahí y, al otro día, doblar 90° a la derecha para salir a Tahua, primer caserío en tierra

firme 120 kilómetros después.

“Marca un waypoint en el GPS donde se encuentra la isla, es todo derecho. Lo único que a la isla la vas a ver sólo faltando unos 30 km, antes no ves más que horizonte blanco, no te desvíes por nada del track porque salís a cualquier lado…”, fueron las máximas recibidas. Cargué comida y agua para tres días por si acaso, una piedra (ya verán) y mucho protector solar (allí el factor UV es extremo por la altura y el reflejo de la sal). Sólo había un inconvenie­nte: no tenía GPS, en el afán de seguir la religión del minimalism­o a su máxima expresión, lo mandé de vuelta junto con varios accesorios más en La Quiaca.

Calculaba que, entre unas montañas a mi izquierda y el volcán de Tunupa a mi derecha, justo en el medio se encontrarí­a la isla Incahuasi, invisible en los primeros kilómetros. Apunté la brújula al objetivo invisible: acusaba 278° Oeste. Ese sería mi rumbo. Confiándol­o todo a un aguja magnética, crucé la franja perfecta que separa la tierra de la sal para internarme en un mundo blanco, inerte y desolado.

Unos 3 kilómetros separan la orilla con el hotel de sal donde se puede encontrar un monumento al Dakar del 2014 y otro decorado con las banderas del mundo. Hasta aquí fue todo un chapoteo incómodo en el agua salada, a veces con pocos centímetro­s, otras cubriendo media rueda. Caminos aquí no hay, sólo algunas huellas que no suelen conducir a ningún lugar. De todos modos, yo tenía mi rumbo fijo: 278° Oeste, así que seguí la canción de Joan Manuel al pie de la letra: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Lo curioso es que las distancias son tan inmensas y el terreno tan monótono que da la impresión de no avanzar, ya que los únicos puntos de referencia que se tienen están tan lejos que se mantienen estáticos.

La sal relaja

Mi plan parecía desmoronar­se cuando las horas de luz comenzaron su cuenta regresiva y ni noticias de la isla Incahuasi. Pero como era más sencillo seguir que volver, agaché la cabeza hacia la brújula y cambié al plato grande. Fue hermoso ver una protuberan­cia contrastan­do con el blanco horizonte, ahí estaba, 20 km más y llegaba. Los turistas que van hasta allí durante el día suelen dejar comida, m también hay baños y agua. Pero, ¿qué puede ser más romántico t que ver un atardecer en medio de un salar y acampar en él?

No tardé demasiado en buscar el lugar apropiado para echarme. Luego, a seguir el ritual de siempre: extender el nylon del piso, armar la carpa, clavar las estacas… ¡imposible! La sal es prácticame­nte una roca, no hay forma de enterrarla­s más que 5 cm, si no se clava y hay viento, segurament­e no será una buena noche. Sobre la sal sólo hay sal. Aquí es donde saco el elemento que va a cambiar la situación. Una simple piedra traída en el fondo de la alforja.

Se acerca la noche y la temperatur­a empieza a caer en picada.

Con la altura, la densidad de la atmosfera disminuye, no puede almacenar tanta radiación solar. Esto explica por qué, cuando estamos en altura, a la sombra nos helamos y al sol estamos a gusto. Saco mi calentador MSR, luego de unos cuantos bombeos está listo: arroz con cebolla acompañado por mates, contemplan­do uno de los mejores atardecere­s que se pueden pedir. Soledad y paz.

A las 19:30 me voy a dormir ya que quiero levantarme a las 5:30 para ver un prometedor amanecer. Lo cierto es que recién a las 10:30 pude abrir los ojos, evidenteme­nte la sal relaja. Mientras desarmo los bártulos para partir, el juego era hacerle un baile poco elegante y desnudo a los turistas que pasaban a lo lejos en las 4x4.

El chiste se me dio vuelta cuando, horas más tarde, llego a la isla y me encuentro con todo mi público almorzando civilizada­mente en mesas bajo gazebos blancos. “Oh ahí está el hombre del culo blanco…”, le dice un inglés estirado a su señora esposa.

Un guía de la zona me comenta que muy cerca de donde dormí anoche, una familia tuvo una avería en su vehículo, se aventuró a pie hasta la isla que estimaban cercana, los sorprendió la noche y nunca llegaron. Cinco cruces en la sal así lo testifican. También que un ciclista europeo se detuvo para tomar unas fotos, se desorientó y perdió de vista su bici. Lo encontraro­n un día después caminando y pasaron semanas hasta que dieron con su bicicleta. Por eso en todas las fotos del salar salgo junto a mis dos ruedas.

Luego de ser blanco de muchas preguntas (en varios idiomas) y fotos, me fui de la isla con mucha comida reglada. Doblando 90° a la derecha, sólo 50 km me separaban de tierra firme. Hoy el tramo resulta un poco más duro, la sal está más húmeda y aparece el viento, por supuesto en contra.

Celebro la salida del salar con una naranja y el tercer rayo roto. Sigo en sentido S-N durante dos días, alternando caminos de tierra y asfalto para llegar nuevamente a la carretera camino a Oruro.

En el pueblo hay una casa del ciclista adonde se puede descansar en un colchón, darse un baño y hacer mantenimie­nto.

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 ??  ?? Izq.: Isla de las Banderas, puerta de entrada al salar. Der.: acogido por un instante, en este mundo blanco y con la certeza de que el ser humano más cercano estaba de 70 km, sorprenden­temente me sentí más acompañado que nunca bajo un cielo de infinitas estrellas.
Izq.: Isla de las Banderas, puerta de entrada al salar. Der.: acogido por un instante, en este mundo blanco y con la certeza de que el ser humano más cercano estaba de 70 km, sorprenden­temente me sentí más acompañado que nunca bajo un cielo de infinitas estrellas.
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Banderas de diferentes colores, distintas formas, lejanas o cercanas. Todas auguran identidad.
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En el desayuno, la única sombra que se logra en el día. La similitud con la nieve desaparece con el gusto.

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