De la feria de Simoca a Tafí del Valle.
Una gira pasando por un mercado de campo de origen colonial, las montañas de Tafí del Valle y el Observatorio de Ampimpa, para terminar en la legendaria fortaleza de los Quilmes.
Una gira tucumana pasando por un mercado de campo de origen colonial, las montañas de Tafí del Valle y el Observatorio de Ampimpa, para terminar en la legendaria fortaleza de los Quilmes.
Salimos a las 6 am desde Córdoba capital un día sábado para atravesar Santiago del Estero y almorzar en un puesto de la feria de Simoca, en el sur de Tucumán (479 km de viaje). Llegamos a la 1 pm para explorar el sector de comidas entre aromas a pollo, res y cordero asados, y un bullicio de parloteos climatizados por zambas y chacareras. Nos sentamos y pruebo una humita en chala. Luego compartimos un asado. Después del queso con dulce de cayote salgo a caminar entre puestos ordenados en hilera con calles peatonales paralelas. Algunos venden solo cuchillos, de los muy grandes y afilados a muy pequeños: son una herramienta permanente de trabajo en la feria. Cortan una torta, abren un sábalo en canal, separan la cabeza de un cerdo, dividen en dos un zapallo de un golpe seco o pelan una manzana.
La esencia de todo mercado –en general– es que no hay esencia: este es tradicional para gente de campo y conviven una gitana de larga túnica floreada con un
niño en brazos, dos senegaleses vendiendo pulseras y anillos doradísimos, rubias teñidas y rubias de verdad, un hombre bajo una sombrilla ofreciendo motos por catálogo y una señora con calzas rojas, camperita roja, anteojos negros y botas negras hasta la rodilla con taco aguja. Por un costado de la feria pasa el tren. En este caótico microcosmos, 4.000 personas comen y compran todos los sábados desde hace más de 300 años.
La feria se remonta al siglo XVII cuando había una posta de caballos y se comerciaba con la ley del trueque (aún se usa entre amigos). Hasta hoy llega gente mayor en sulky con caballo que estaciona en un playón especial. En la actualidad se ha ampliado la oferta. Hay monturas, fustas, estribos, botas de cuero y también ponchos, alpargatas, cintos, mates y cigarros en chala. Existe cierta distribución por rubro pero también mucha mezcla: cortes de cerdo, montañitas cónicas de orégano, comino y azafrán, y zapallos gigantes de 7 kilos apilados en la caja de una camioneta.
Uno de los pasillos con puestos es la “feria boliviana” techada con lonas de plástico donde se vende de todo: bombachas, estuches para celulares, barriletes, ungüentos curalotodo, pelotas, juguetes y baratijas de plástico fabricadas muy lejos por trabajadores asiáticos, ofrecidos aquí por un paisano tranquilo con sombrero ancho de paño y casi los mismos ojos rasgados que esos hombres en el otro extremo del planeta.
Casa Histórica y Villa Nogués
Nos instalamos en San Miguel de Tucumán y a la mañana siguiente visitamos la Casa Histórica de la Independencia, donde el 9 de Julio de 1816 nació la repúbli
ca. Atravieso su fachada con pórtico y falsas columnas del barroco español y me pregunto hasta qué punto la conmoción es solo por el significado histórico o también por conocer el modelo real de la casita dibujada en el colegio. Por la tarde hacemos un paseo desde la capital subiendo por la RP 340 a las laderas del cerro San Javier para ver la ciudad completa desde un mirador. Luego llegamos a la pintoresca Villa Nogués con sus residencias de fin de semana en el bosque. Poco antes de llegar está la saliente de Loma Bola, desde donde se hacen vuelos turísticos en parapente biplaza.
Al tercer día salimos de excursión al mirador del Parque Provincial Cochuna, a 140 kilómetros de San Miguel. En el primer tramo –autopista Tucumán-Faimallá y RN 38– atravesamos pueblitos azucareros, plantaciones e ingenios hasta el mirador, donde la ruta se convierte en camino de cornisa –de ripio en buen estado– a través de un relicto de la selva de Las Yungas. A los pocos kilómetros aparece el complejo turístico Samay Cochuna, donde se hace una caminata por la selva entre grandes árboles de laurel y cedro, cañaverales y helechos arborescentes. En el mirador del Cochuna vemos la selva desde arriba y las cumbres nevadas de las sierras del Aconquija, hoy parque nacional.
Al cuarto día seguimos viaje al pueblo de Tafí del Valle ascendiendo por un camino de cornisa a través de las montañas del “monte tucumano”, entre ca
ñaverales y cascadas que brotan de las rocas. Cada tanto aparece algún lapacho florecido de fucsia y la vegetación se hace cada vez más tupida: el verdor estalla en una profusión de helechos, lianas y árboles con plantas colgantes.
Ya cerca de los 2.000 metros de altura la vegetación decae: casi no hay árboles pero aparecen los cardones solitarios. Grandes montañas cubiertas por un suave manto verde rodean la ruta y cada tanto veo baqueanos bajando a caballo por los cerros, como en los versos de Yupanqui.
El Valle de Tafí aparece abajo –tras una curva– con su espejo de agua en el embalse La Angostura. Entramos al pueblo y vemos cardones entre algunas casas, superándolas en altura. También caballos pastando a una cuadra del centro y llamas en los patios de las sencillas moradas. Nos quedamos varios días para reposar, salir a hacer caminatas y cabalgatas por los cerros, y visitar el Parque Provincial Los Menhires con sus estelas de piedras paradas en el terreno, cinceladas por aborígenes a modo de petroglifos hace 2.000 años.
Al sexto día seguimos viaje hacia el norte por la RP 307, al pueblo de Ampimpa para pasar la noche en su observatorio astronómico, equipado con dormis de madera y baño privado. Llegamos a media tarde para recorrer senderos educativos sobre la historia del universo. Cuando cae el sol, se abre la cúpula que encierra al telescopio y observamos estrellas y galaxias con un astrónomo hasta la hora de la cena. Luego vamos a dormir y 5 am –la mejor hora– nos levantamos para guiñar un ojo y mirar con el otro los confines del universo.
El silencio de los Quilmes
Completamos la gira yendo a la cercana ciudad arqueológica del pueblo Quilmes junto a la Ruta 40. Ya de lejos veo levantarse en el paisaje reseco al cerrofortaleza de la legendaria ciudad, bajando por la ladera escalonada en terrazas. Pagamos la entrada y comenzamos a caminar por senderos que trepan las ruinas entre cardones con brazos de candelabro. La parte restaurada es una muestra de lo que fue este pucará. Avanzo un poco entre la maleza y veo la parte derrumbada: montículos de piedras que alguna vez conformaron gruesas paredes de casas.
La ciudad comenzó a poblarse en el siglo XV y hacia el siglo XVII la habitaban 3.000 personas. Llego a la parte alta del cerro y veo a mis pies un laberinto con cuadrículas de 70 metros por lado: andenes de cultivo, depósitos y corrales para llamas.
En las salientes de la montaña hay restos de piedra laja: parapetos a 120 metros de altura. Los quilmes dominaban el arte de la guerra por sus conflictos con tribus vecinas: fueron el hueso más duro de roer para los españoles en el norte argentino. Su ejército de 400 soldados resistió el asedio 130 años. Pasada la fiebre del oro, se los codiciaba como fuerza de trabajo. Sufrieron una política de destrucción de cultivos hasta rendirlos en 1666, no por la fuerza –la ciudad era indoblegable– sino por hambre y sed. Existen testimonios de que algunos preferían la muerte a la esclavitud y se lanzaron al precipicio. A los sobrevivientes –200 familias– los desterraron a la provincia de Buenos Aires –partido de Quilmes– adonde los llevaron caminando. Allí vivieron hasta 1812 en la Reducción de la Santa Cruz, una encomienda real donde pagaban tributo a la corona con trabajo. Las ruinas de la ciudad de los Quilmes son un testigo silencioso de su trágica historia.