Weekend

La última.

- Por DANIEL VADILLO

Dicen que la fe mueve montañas y aunque nunca pude constatar tamaña afirmación, algo de cierto debe haber. Paso a relatar… Llevábamos ya más de ocho meses de interminab­le cuarentena, viendo pasar la vida tras los vidrios de las ventanas, con los rostros pálidos, el ánimo por el piso y mirando de reojo como las cañas de pescar se cubrían de telarañas. ¡Por fin se hizo la luz y se autorizaro­n los viajes! Con renovado entusiasmo juntamos los equipos, cargamos todo en la camioneta y siendo apenas las cinco de la mañana, pusimos rumbo norte hacia los puentes de Zárate. Llegamos bien temprano al camping que sería nuestro destino, pero la tranquera no se abrió. Una señora bastante entrada en años, con nada de simpatía y voz de ultratumba, sentenció que sin reserva previa no había entrada.

Algo golpeados, retomamos el camino de huella hasta el segundo camping. Nos encolumnam­os allí en una larga f ila de autos, hasta llegar por fin al control de acceso. ¿Hicieron reserva por Facebook? No. ¡Imposible entrar!

Con bastante frustració­n pero nunca derrotados, volvimos al camino pasando por un tercer camping, donde un enorme cartel de “Cerrado” se clavó como puñalada en nuestros corazones.

Llegamos así al final del camino. Nuestra última posibilida­d. A llí detrás de una cadena cruzada, se extendía algo así como la tierra prometida del Antiguo Testamento. Un agradable lugar con muelle, sombra, mesitas y nadie a la vista. Es por orden de llegada, dijo el muchacho… Y la cadena por fin se abrió!

Mi compañero de pesca, de más de dos décadas, como siempre, mi hijo Martín. Desde muy chiquito, hiperactiv­o e incontrola­ble, apasionado de la pesca y con una alegría desbordant­e, siempre se las ingeniaba para pescar, donde sea y como fuera, las cosas más extrañas.Hoy con casi treinta años, licenciado en biotecnolo­gía, investigad­or y docente universita­rio, es todo un erudito en cuanto a la naturaleza, las plantas y los peces. Sin perder el entusiasmo de su primer día de pesca y sumada la experienci­a de estos años, no hace falta decir que es un pescador completame­nte atípico, en cuanto a sus objetivos, técnicas y logros.

Ya instalados cómodament­e en el muelle, iniciamos nuestros intentos de pesca, siempre de flote y con equipos muy livianos, acorde es nuestro estilo. Mientras tanto, al lugar llegaba otra gente, manteniend­o sus distancias y el río se poblaba de pesadas líneas de fondo.

Transcurri­do un buen rato en calma total y sin un solo pique en ninguna caña, sentí la necesidad de correr hasta la camioneta, armar mi copo extensible y llevarlo hasta el muelle. Esta extraña actitud despertó el interés de mis vecinos pescadores, ante lo cual, para justificar­me manifesté en voz alta: “Es cuestión de fe”.

Y así fue nomás, la línea tocó el agua, la boya desapareci­ó y clavé un hermoso doradito, cuya lucha se magnificó por lo liviandad de mi equipo. Apenas arañando la medida mínima, pero todo un trofeo para el momento y lugar. Al doradito lo siguieron un par de bogas que sacó Martín, dando su cátedra al aburrido vecindario. Consideran­do para el mediodía que la pesca ya estaba hecha, Martín se dirigió hasta un piletón para limpiar los pescados, situado al fondo del camping, frente a un pequeño canal taponado por camalotes. Mientras tanto yo me ocupé del almuerzo.

Picamos algo livianito y entablamos una tertulia con los pescadores de la mesa de al lado, que devoraban un sustancios­o asado. Al rato se levantó Martín y corrió a agarrar su caña. “¿Qué te pasa?”, le preguntó uno de nuestros vecinos.

“Mientras limpiaba los pescados se asomó una tararira” Le respondió Martín, al tiempo que salía corriendo hacia el canal. “La pesco y vuelvo!” Los presentes, que obviamente no lo conocían, se miraron extrañados sin emitir opinión, calculo que por respeto a mi persona.

No había pasado ni un minuto que volvió Martín corriendo, desbordant­e de felicidad y con ese brillo en los ojos. Una discreta tararira se sacudía prendida del anzuelo. Se lo extrajo con cuidado, la exhibió ante los vecinos y la devolvió a su hábitat.

“Papá ¡Ya podemos volver a casa!” Como decía la abuela… “La fe mueve montañas”.

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