El que ríe último...
Las vacaciones en familia son la mejor oportunidad para compartir con los hijos las actividades postergadas por el trabajo y las obligaciones. Como contrapartida los chicos, de por sí exigentes y demandantes si son dos varones, requieren de un buen estado físico y dedicación casi exclusiva para atender sus necesidades. Con mi esposa habíamos descubierto lo más cercano a la felicidad: vacaciones de invierno en Mar del Plata, en un reconocido complejo, con actividades para los chicos, programadas en función de sus edades. Encontramos el justo equilibrio entre los momentos de algarabía en familia y esos ratitos de paz e intimidad, tan necesarios para los padres, por lo que adherimos a la propuestadurantevarios inviernos de entonces.
El complejo contaba con un hermoso predio a orillas del mar, situado en la zona de Chapadmalal, donde todas las tardes se congregaban numerosos grupos de chicos con la premisa de una diversión garantizada, bajo la atenta supervisión de personal especializado.
Momentos de paz para caminar por el predio, tomar un cafecito con mi esposa en el bar de playa o hacer unos tiritos en el mar con mi caña de pescar sin ser interrumpido a cada instante.
Entretanto, los chicos iban y venían toda la tarde sin parar, mientras unos grupos jugaban al fútbol, otros practicaban arquería y los más pequeñitos se concentraban en la búsqueda de algún tesoro celosamente escondido en un bosquecito.
Sin embargo, recuerdo que la actividad que más les atraía a mis hijos y a otros tantos chiquitos era la pesca de cangrejos en un arroyo. Se trataba de un pequeño curso de agua que atravesaba todo el predio, formaba una especie de charco al pie del médano, con no más de 50 centímetros de profundidad, y se prolongaba zigzagueante, casi imperceptible, hasta donde morían las olas del mar.
El mencionado charco se convertía durante un rato en el escenario de una bulliciosa actividad cuando el grupo de chicos, provistos con cañitas suministradas por los guías, se concentraba en una dura competencia por la obtención de esos diminutos cangrejitos, motivo de gran felicidad para los más afortunados en obtenerlos.
La técnica consistía en atar con un piolín una pequeña tirita de calamar, sumergirla con la cañita dentro del charco y esperar a que el hilo camine para sacar así a los obstinados cangrejos, que no se resignaban a soltar con sus pinzas esos tan apetecibles bocados.
Mi hijo mayor había adquirido gran destreza en esta actividad, mientras que Fabián, el más chiquito, intentaba seguir sus pasos con menor suerte.
Recuerdo esa ta rde en la que Fabi vino corriendo a buscarme con gran frustración y al borde del llanto. Era de los más pequeñitos, no conseguía atar bien el calamar con el piolín y los cangrejos le arrebataban una tras otra sus carnadas sin haber obtenido ninguno y siendo víctima de las consabidas cargadas de su hermano mayor.
En un intento por elevar su autoestima le armé una pequeña cañita de fibra con un trozo de tanza y un anzuelito en la punta, enseñándole cómo asegurar el calamar sin pincharse los dedos. De esta manera retomó su tarea con renovado entusiasmo.
No habían pasado ni siquiera dos minutos cuando el nylon se tensó, la caña se arqueó al límite y un intenso chapoteo interrumpió la calma del charco.
Ante el asombro de los presentes, un hermoso bagre emergió del agua prendido en el anzuelito y Fabi, desbordante de felicidad, exhibió su trofeo en medio de risas, aplausos y felicitaciones.
A continuación se produjo el descontrol.
“Yo también quiero mi pescado!”, “Profe, quiero otro pescado!”, “No queremos más cangrejos, queremos pescados!”, comenzaron a decir los demás chicos.
Ante la imposibilidad de dar respuesta a las crecientes demandas de los pequeños, viendo cómo la rebelión iba en aumento y la situación se desbordaba, el guía cambió rápidamente de plan...
¡Atención chicos! ¡Mejor juguemos a otra cosa! Y el grupo salió corriendo para el bosquecito en busca de otro divertimento.
Así terminó la pesca de ese día, con un protagonista excluyente y otra pequeña historia para compartir.