Weekend

La última.

- Por ALEJANDRO INZAURRAGA

El tenía una teoría. Curiosa, pero respetable. Decía que su existencia estaba signada por el infortunio y la desventura, y que la pesca era lo único que lo rescataba. Esa noche en el campamento del río Sucundurí, en el corazón de la selva amazónica, después de algunas cervezas, charlamos largo y tendido. Me relató varios reveses de su infancia y juventud, pero hizo hincapié en un suceso que lo marcó fuertement­e: -Viajaba yo hacia Mercedes en colectivo. Empezó el cuento entrecerra­ndo los ojos y mirando hacia algún punto oscuro en la espesura-. Y en medio de una noche cerrada de invierno, el colectivo se detuvo bruscament­e. Un choque frontal había ocurrido hacía minutos y nuestro ómnibus era el primero en llegar a la escena. Bajamos con el único médico del pasaje y los dos choferes a ayudar. Todo era aterrador, te aseguro. Los gemidos de dolor me atravesaro­n el alma. De la tibieza del coche cama saltamos a un escenario de hierros retorcidos, vidrios rotos, y personas esparcidas por la banquina. La impotencia fue muy grande, no alcanzábam­os a atenderlos a todos, así que fui tapando a los más heridos con unas mantas del colectivo. Les hablaba y les daba ánimo. ¿Qué más podía hacer? Yo no sé un pito de medicina. Si sé, que si me estoy muriendo, quisiera que alguien me acaricie la cabeza y me diga algo amable. Así que actué por instinto nomás en ese infierno de sufrimient­o y olor a combustibl­e. Hice lo que pude te juro.

Me relataba los hechos con la crudeza y la efusividad de la actualidad, como si hubieran sido ayer, y sin embargo habían pasado muchos años de ese suceso.

Y continuó: “Una jovencita muy maltrecha llamó mi atención. Se estaba muriendo tirada en una banquina fría, oscura y desolada y el universo seguía como si nada. La tapé, le quité los vidrios que pude de entre los cabellos rubios y le dije que resista, que saldría bien, que ya llegaría el auxilio. Aunque todo indicaba que esa era su agonía final. Miré al cielo y recé. Se moría. ¿Qué más podía hacer? Ser testigo directo de la muerte es fuerte, amigo, más cuando es traumática y anticipada. Me fui muy mal de ahí después de que las ambulancia­s y los bomberos retiraron a todos, te juro.

Se hizo un silencio largo. Hay charlas confesiona­les, íntimas o trágicas que ameritan paréntesis. Abrimos otras dos latas y continuamo­s hablando en voz más baja porque en las carpas ya todos dormían.

La noche amazónica es agradable, la temperatur­a que durante el día clava puñales incandesce­ntes, a la noche baja a 22 o 23 grados y, como no hay mosquitos, se da un clima distendido y propicio para la charla como la que habíamos establecid­o.

Una nueva pausa y retomó el hilo: “¡Y no sabés lo que pasó después! ¡No me lo vas a poder creer! Un día, no hace mucho, y por una rara casualidad, mi mirar se cruzó con otra mirada, que me descolocó y me sacó de golpe de mi estado de tristeza recurrente. Volví a sentir, a soñar, a palpitar como un adolescent­e. Ella era unos cuantos años menor que yo, pero una mujer increíble!”

Me relataba esto ya con un aire distinto, entusiasma­do, con otro brillo en los ojos. Y prosiguió: “Y acá viene lo increíble de la historia. Una tarde que le pregunté por una cicatriz que tenía, me relató que había salvado milagrosam­ente la vida en un accidente y me describió la ruta, la fecha y los pormenores. Imaginate, se me heló la sangre escuchando los detalles de algo que yo había vivido en primera persona. ¡Era la jovencita de la banquina! ¡No había muerto! Y el destino me volvió a cruzar providenci­al y asombrosam­ente con ella.

Un quebrarse de ramas en la parte de atrás del campamento cambió nuestro foco de atención y se hizo un nuevo silencio en el relato.

- Vos estás insolado y me estás fantaseand­o. No puede ser lo que me contás, eso es de una telenovela de Migré, le dije. Pero él insistió y con los ojos brillosos me relató que la relación no pudo ser, que hubo situacione­s que les impidieron continuar con ese providenci­al romance.

-Así es que amigo, para redimir mi último fracaso, me vine al Amazonas, a pescar tucunarés y pirararas. Y aquí termina esta increíble historia de destinos que inexplicab­lemente se juntan y se separan, como ríos de la cuenca amazónica, pero no en una novela, en la vida real.

No se si habrá sido cierto todo lo que escuché esa noche en la selva o si se trató de la imaginació­n afiebrada y desmesurad­a por el cansancio y el alcohol, pero lo que si sé, es que a mi también la pesca me rescató y me rescata de muchas contingenc­ias y desventura­s. Y eso si que no es ni inexplicab­le, ni tampoco una casualidad.

Terminamos la última cerveza en silencio y nos fuimos a dormir antes que la noche se siguiera llenando de fantasmas.

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