Weekend

El pararrayos

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Como le sucede a muchos, mi pasión por la naturaleza y el aire libre se canaliza a través de la pesca, la caza, las cabalgatas y cuanto pretexto encontremo­s para caminar el monte, la llanura, navegar los lagos o esperar en la orilla de un río el movimiento de una boya o el tironcito en la línea. El resultado es eventual y regresamos felices, organizand­o ya la próxima excursión. Hacemuchos años, con miamigo Lalo salimos de la estación Témperley a las 4:45 rumbo a la parada o apeadero –ni siquiera estación– Km 112, Laguna de Lobos. Al llegar, uno se hacía cargo de los bártulos y el otro partía a la carrera para arribar primero a la fila y conseguir bote. Luego, los dos remábamos con la fuerza de los 18 años para llegar al arroyo Las Garzas, o al más lejano lugar de pique seguro entre el Castillo y el Techo Colorado. Cada tanto, tocaba la “pesca mayor” y viajábamos a San Pedro para intentar tres o cuatro días algún grande del Paraná; aclaro que para nosotros era grande un armado, boga o patí de cuatro o cinco kilos. Listas de equipos y comestible­s, limitados por la escasez de nuestros recursos provenient­es de los magros ingresos de empleados noveles del Poder Judicial. Mochilas con frazadas, marmita, garrafa de gas, farol-hornalla, latas de conservas, fideos, arroz y gruesas cañas de colihue con reeles frontales; posacañas de varilla de construcci­ón y toda la parafernal­ia que necesitamo­s los acampantes pescadores. Eso sí, nuestro poder adquisitiv­o no alcanzaban para una carpa, y dormíamos a la luz de las estrellas. Desde la estación hasta el río Baradero en taxi, y luego a la balsa de Vialidad Provincial, que funcionaba mediante una gran rueda que movía el operador y traccionab­a un grueso cable que descansaba en el lecho del río para no interferir en la navegación. En la otra orilla, cargábamos las mochilas de 25 o 30 kilos, los atados de cañas y posacañas y a caminar hasta el Paraná para acampar debajo de un gran sauce a orillas de la desembocad­ura de un arroyo. Allí pescábamos dientudos y mojarras para carnada blanca, y le comprábamo­s gruesas lombrices a un morador, que atendía un precario despacho de bebidas y comestible­s: una pulpería con mostrador y estantes de tablones tallados a hacha. En mis pagos, una y otra vez pasaba por las vidrieras de la desapareci­da Proveedurí­a Deportiva, y contemplab­a con ansias a la causa de mis desvelos: una carpa para tres personas (flacas) de reconocida marca, modelo canadiense, verde con sobretecho anaranjado. Cierres a cremallera y ventanas con mosquitero­s, aseguraban el abrigo en invierno y el descanso sin los zumbidos y picaduras de los mosquitos que llegan con el atardecer. Arribamos un mediodía a nuestro sauce de la isla, y armamos la carpa: dos parantes que se montaban enchufando tres tubos de aluminio; el superior con un aro de goma para proteger las telas y una varilla de 10 cm que pasaba a través de la carpa y del sobretecho; por encima de éste sobresalía el vástago infernal. La primera jornada de pesca fue propicia: bagres, patíes, y armados durante la noche. Lalo frió en la marmita unas gruesas postas de bagre inolvidabl­es, con rodajas de cebolla y dientes de ajo. A medianoche, gruesos nubarrones, relámpagos y truenos anunciaron la tormenta de verano. Con mi flamante carpa, piso impermeabl­e y sobretecho tensado con clavijas bien aseguradas, seguimos mirando las puntas de las cañas a la luz de los refucilos, desdeñando el temporal que se avecinaba. Las primeras gotas cayeron como piedras; dejamos las cañas con los anzuelos bien encarnados, guardamos debajo de los aleros lo que no debía mojarse, y muy ufanos nos acostamos encima de nuestras bolsas de dormir, algo entonados con el vino blanco que acompañó la cena de pescado frito. Al rato nos despertaro­n los truenos, los relámpagos que iluminaban el interior de la carpa y las ráfagas de viento. Algo vino a mi mente y me alarmó: “¡ Lalo! ¡Los parantes de la carpa son como pararrayos!”, exclamé. A la luz de un relámpago, ambos intentamos abrir el cierre de la carpa. Salimos y alumbramos con una linterna: una cortina de lluvia y un viento huracanado nos devolviero­n al abrigo de la bolsa de dormir. Tembloroso­s de miedo, el sueño nos alcanzó al amanecer, cuando amainó el temporal.

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