Amílcar Gilabert, el George Martin de Charly y Serú cuando eran “los Beatles argentinos”
Fue su ingeniero de sonido y casi un quinto integrante. Los músicos lo apodaron "no te mueras nunca". Después tuvo un estudio en Valentín Alsina y enseñó en la UNLa.
Decir simplemente que estuvo en el momento y el lugar indicado en hechos clave de la historia musical y política argentina sería quitarle el enorme mérito que tiene el protagonista. Él lo atribuye a su intrínseca caradurez, pero quienes compartieron estudio con él le dan más peso al conocimiento, la ética laboral y un olfato de esos que no se adquieren en ninguna escuela.
Es Amílcar Gilabert y su nombre le tiene que sonar, aunque sea inconscientemente, a cualquiera que haya escuchado a Charly García, Spinetta, Pedro Aznar, David Lebón, León Gieco, Divididos... y una lista inmensa. Es, en resumen, el ingeniero de sonido de referencia en Argentina, la mano invisible en el resultado final de algunos de los discos fundacionales del rock argentino.
A los "casi 80 años" no sólo lleva más de 60 en la industria, sino que divide su tiempo como profesor. Craneó la carrera de sonido en la Universidad de Lanús, sigue dando clases en la Untref (Grabación I, II y III en la carrera de ingeniería en Sonido) y hasta viajó a Taiwán antes de la pandemia para grabar un premiado disco de obras de Piazzolla interpretadas por una orquesta asiática.
A poco de cumplirse 40 años del lanzamiento de Peperina, el cuarto disco de Serú Girán, Gilabert sin dudas alcanzó el lugar que para él debieran tener los ingenieros de sonido (no por crédito, sino por involucramiento con los proyectos): el de ser un miembro más de la banda. En tiempos de Serú y también de Charly solista, lo habían rebautizado Amílcar "no te mueras nunca" Gilabert.
Así sacó el medio disco que le faltaba a Dutra y, sin saberlo, comenzó una carrera que hilvanaría su vida entera. A su regreso a Buenos Aires, se metió en el Club Vélez Sarsfield para hacer el equipamiento de audio para las fiestas de carnaval, que en esa época congregaban hasta 50 mil personas por noche. "Hice todo a mano, columnas, equipos, amplificadores, consolas para mezcla tipo DJ, distintos patios de baile, folklore, música popular y tango", enumera como recurriendo a un plano de obra mental.
Después de vivir algunos años en Brasil, Amílcar volvió a Buenos Aires y consiguió un contrato para hacer el equipamiento de audio del Club Vélez Sarsfield en unas fiestas de Carnaval. Un vendedor de Music Hall, el sello discográfico más grande surgido en los 50, vio lo que había hecho y lo convocó para armar un estudio de ocho canales. "Era un lujo total, una vez que estuvo puesto nos venían a ver de todos los países, era algo único", remarca.
Aunque su rol era de mantenimiento, se le animó a la consola ante la ausencia de un técnico. "'Que no salga mal Gilabert, que nos estamos jugando la vida'", le dijeron como para no meterle presión. En un día, el pibe había grabado en dos pistas un disco completo para Japón. Nunca volvió a mantenimiento. "Debía ser muy malo, era sordo para grabar, pero en mantenimiento era peor", ironiza.
En Music Hall empezó a ocurrir la magia. Era un trabajo de 24 horas, con discos pero también festivales y funciones en vivo. Amílcar cubría toda clase de desafío. Llegó así Sui Generis.
"Una sala de grabación es como un consultorio psicoanalítico, se convive muchas horas, se aprende mucho unos de otros. También salíamos a hacer vivos, con Sui, con La Pesada del Rock and Roll... pero lo de Serú Girán fue especial", destaca. Y ahí el cariño por lo cuatro miembros de la banda se le filtra en la voz. La música de una época dorada que él tuvo entre manos mientras se cocinaba en el estudio y en los escenarios.
"En Serú empecé a darme cuenta de lo que era producir, fabricar música. Mi servicio debía ser que se viera el alma que pone el músico, aprovechando esa única oportunidad. Eso es lo mejor que puedo entregar y hacer yo para poder plasmar cómo suena realmente una banda o un artista. Es una documentación perfecta la que hay que lograr como ingeniero. Serú Girán me dio una tremenda libertad de tarea", afirma Gilabert y en su recuerdo aparece siempre la palabra "dedicación" cuando caracteriza el trabajo que hacía a diario la banda.
Cada miembro, claro, con su peculiaridad. Un Charly que ponía los dedos en el piano y ya había que empezar a grabar, no había prueba de sonido posible. "Nació con el solfeo incorporado. Tenías que ayudarlo de alguna manera porque inventaba rápidamente, es una máquina de hacer y había que seguirlo: grabá primero y probá después", cuenta con la seguridad de quien compartió jornadas maratónicas junto al músico. Del otro lado, un Pedro Aznar perfeccionista, metódico. Una combinación que, junto a David Lebón y Oscar Moro resultaría en cuatro años de discos ininterrumpidos donde la exploración sonora se renovaba cada vez.
"Jamás me dijeron que no. Tenía la libertad de desarrollar y experimentar, aprendía haciendo y estropeando. Siempre estaba la inventiva, es una de las cosas lindas de la profesión, estar experimentando y buscando que la expresión del músico sea plasmada. Lo llegamos a lograr por el resultado a lo largo de los años. Fue una época muy feliz para mí, a todo nivel", resume.
Gilabert siempre trabajó con Serú, precisamente hasta el momento de Peperina. "Tuve un encontronazo, una diferencia comercial con respecto al pago, no con ellos. Estuve en algunos de temas y después me plante: 'no grabo'", recuerda el productor. No obstante, sí estuvo al pie del cañón en las presentaciones en vivo del disco, como la histórica del Estadio Obras el 4, 5 y 6 de septiembre de 1981, que incluyó la idea de una puesta en escena cuasi cinematográfica, con una pantalla gigante que finalmente, por las características del lugar, no pudo realizarse