Revista Ñ

COMBATIEND­O EL IDEAL DE LA SANTA MADRE

En diálogo . Una novela que derriba los mitos de la maternidad, de la joven y celebrada autora moldava Tatiana Tibuleac.

- POR MARIANA SÁNDEZ

Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años”, es la bengala que abre El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes. Primera novela de Tatiana Tibuleac, publicada por editorial Impediment­a, va por la quinta edición en España y acaba de llegar a la Argentina. Aleksy es –o cuenta haber sido– una especie de matricida literario, un adolescent­e que buscaba asesinar a la madre con la palabra y el pensamient­o, espacio mental donde es capaz de combinar la crueldad y el sarcasmo pirotécnic­o con una sensibilid­ad poética enrabiada. Queda claro desde el principio que se trata de un chico con problemas de carácter.

A mayor furia, más belleza parece salir de su veneno. Un joven que durante páginas reinventa el lenguaje para hacerlo coincidir con la espesura de su rencor y concibe, una detrás de otra, imágenes de lo más singulares: “Los ojos de mi madre fea eran los restos de una madre ajena muy guapa”.

La sensación que le causan esos ojos maternos va modificánd­ose en el hijo a medida que enlaza un capítulo con el siguiente, para dar cuenta de los cambios en la relación, hasta que al final dirá: “Los ojos de mi madre eran brotes a la espera”.

En el fondo, Aleksy odia porque ama demasiado y la atención que recibe de su madre, una mujer atormentad­a por otras pérdidas, no le alcanza. La historia nos sitúa en el momento de la transforma­ción que se produce durante los meses que madre e hijo pasan juntos cuando ella se enferma.

Un poco abrumada por la elogiosa recepción que demostraro­n los lectores de distintos idiomas en Europa, Tatiana Tibuleac dialogó con Ñ a raíz de la publicació­n de la novela en Argentina. Lo cierto es que la autora conversa como escribe, con un don para los símiles que llenan sus frases de arte y reflexión.

–Me sorprendió que un diario titulara una entrevista “Tatiana Tibuleac, la exitosa escritora que no sabe escribir de amor”, y que varias notas pusieran énfasis en la relación de odio de los personajes, cuando en mi lectura prevalece el amor.

–Suelo ser prudente con el tema del amor, cada uno lo ve de forma diferente. Para algunos, es algo visible y vibrante; para otros, puede ser una tenue luz oculta. Para mí una demostraci­ón de amor se parece a una torta con mucha azúcar: siempre necesitás algo con qué diluirla. Con dolor, con miedo, con incertidum­bre. Siento que a menudo se ha reducido el amor a las ideas de la carne y el placer de tal modo que muchos lo miramos con temor. El temor de no ser bueno para amar; de no ser lo suficiente­mente lindo, valioso, inteligent­e o interesant­e para ser amado.

–En el libro, Aleksy fue querido pero no en la forma en que él lo necesitaba. Su madre lo ama de la única forma que puede, pero para él no es suficiente. Esto ocurre a menudo en la vida, ¿no es cierto? Sentimos que no hemos recibido todo lo que precisábam­os, pero tampoco sabemos cómo reclamar lo que falta. En ese sentido también te han preguntado por qué elegías escribir sobre dramas familiares. Como si existiera una forma de discrimina­r familias dramáticas de las ¿normales?

–No sé lo que es la normalidad, nunca oí hablar de algo así (se ríe). Tengo cuarenta años y ya he asistido a tantos modelos de “normalidad” que he perdido la cuenta. ¿Quién es normal?, ¿qué es normal? Y más aún, ¿por qué algo debería ser considerad­o normal en oposición a otra cosa que supuestame­nte no lo es? No quería construir el libro ni tracé ningún tipo de plan para los personajes. No sabía qué iba a pasar con ellos hasta que empecé a escribir. En cierta forma hice lo que los chicos hacen a menudo: cavé un pozo en la tierra y escondí ahí mis tesoros. Mis miedos, mis secretos, mis mensajes. Por otra parte, es verdad, intenté presentarl­os como lo más “normales” posible. No quería que fueran pobres o marginales, o demasiado llamativos, adorables o famosos; busqué que se parecieran a “la gente de al lado” porque la existencia no es menos intensa para quien lleva una forma de vida promedio. Quizás, al contrario, lo que está en el medio permite abarcar un espectro más amplio de la realidad.

–Elegiste escribir sobre una “mala madre” y sobre el cáncer porque son dos temas a los que temés en tu vida personal, como una forma de alejarlos. ¿Y no te pasa al contrario: el temor de que, al escribir sobre ciertos problemas, los estés atrayendo?

–Es curioso que menciones esto: sí, tuve un período en mi vida en que lo sentí. Quiero decir: escribir sobre una enfermedad y luego estar asustada de quedar atrapada en ella. Es como abrir una puerta de la vida real y dejar salir por ahí lo que estaba encerrado en tu cabeza. Me pasó con mi primer libro, con el segundo ya no. Pero creo en algo más. Después de haber escrito El verano en que mi madre… comprobé que la gente cambiaba sus opiniones sobre mí. Gente que me había conocido toda la vida de pronto creía más en el libro que en mí. Intenté explicar muchas veces que el autor y los personajes no son lo mismo, pero igual seguí viendo en sus miradas que no me creían del todo, desconfiab­an, no lo podían desprender de mi persona. Ahora ya dejé de luchar contra eso.

–Tu explicació­n de por qué la novela gusta tanto es que viene a derribar un mito sobre la madre perfecta y la mujer intachable. Pero después de tantos siglos y de personajes tremendos, como Medea o Madame Bovary, ¿no nos hemos acostumbra­do a mujeres falibles, débiles, capaces de maldad con sus hijos? Madres comunes, digamos.

–De donde yo vengo, ser una mujer no tiene demasiados significad­os o alternativ­as. Se puede ser joven, vieja o estar muerta. Pobre, rica o afortunada. Podés ser querida, ignorada, loca. Hay pocas variantes, que desde ya van cambiando con el tiempo, pero hay una presión que demasiadas de nosotras debemos enfrentar: la maternidad. Ser madre es lo más difícil porque solo tenemos una opción: ser una buena madre, una santa madre. Esa exigencia es inmensa. Una vez que tenés un hijo se espera que vivas para él por el resto de tu vida, que te sacrifique­s todo lo posible, que des tu vida por él o ella. Fallar como madre es lo peor que te puede pasar y la culpa es tan enorme, una culpa que además nos enseñan desde que somos muy chicas y no deja escapatori­a. Conozco a muchas mujeres que son madres extraordin­arias, grandes profesiona­les, personas fantástica­s, y que sin embargo viven con el miedo permanente de no estar haciendo lo suficiente por sus hijos. –Consideran­do, además, que tu personaje femenino no es una persona abyecta, terrible, sino una mujer que ha sufrido mucho, que atravesó por situacione­s espantosas, que está marcada.

–Sí, ella es una mujer como todas, normal. No fue amada y entonces no sabe cómo amar a su hijo, aunque encuentra una forma feliz de terminar. El final es un poquito dramático, podría decirse, pero la muerte es sencillame­nte una metáfora en el libro. El mensaje que me interesaba dejar es que es posible enderezar las cosas y hacerlas bien aun cuando ya crees que es tarde. Siempre se está a tiempo de transforma­rse, eso es lo que me importaba trasmitir.

–Mucho se ha dicho sobre el estilo brutal, descarnado, y a la vez poético de tu prosa. Coincido, aunque también percibo destellos de un humor negro, un humor que proviene de la angustia.

–Me pone muy contenta cuando los lectores encuentran no solo luz en mis libros sino también oscuridad. El humor no está entre los rasgos centrales de mi escritura pero me gusta que despierte sonrisas. Sin embargo, noto que solo los lectores españoles señalan ese aspecto; no me ocurrió ni en Moldavia ni en Rumania o Francia. Creo que debería supervisar qué ha estado haciendo de especial mi traductora de español, a ver si accidental­mente no ha estado traduciend­o a otra persona (guiña un ojo).

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“Hice lo que los chicos hacen a menudo: cavé un pozo en la tierra y escondí ahí mis tesoros”, asegura.
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Tatiana Tibuleac
Trad. Marian Ochoa Impediment­a
256 págs
El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes Tatiana Tibuleac Trad. Marian Ochoa Impediment­a 256 págs

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