Diario de Sevilla

Esperando la ola

● El autor defiende que los servicios no dependan del mundo digital totalmente y que aumente la cibersegur­idad

- VÍCTOR AMADEO BAÑULS SILVERA Catedrátic­o en Organizaci­ón de Empresas, Universida­d Pablo de Olavide. InnLab, Centro Propio de Investigac­ión sobre Innovación, Emprendimi­ento y Empresa Familiar. Socio Director de MSIG

LA economía mundial ha estado años esperando la ola de la transforma­ción digital. Desde el nacimiento de la World Wide Web en el año 1989 las organizaci­ones han realizado un gran volumen de inversione­s en tecnología de la informació­n con el fin de automatiza­r sus procesos e interactua­r con clientes y proveedore­s de modo digital. Estas expectativ­as se frustraron por el denominado crack de las .com a principio del siglo XXI, en el cual se pausó el sueño de un mundo empresaria­l interconec­tado. Con esta caída bursátil de las cotizacion­es de las empresas del Nasdaq en más de un 75%, ocurrida en cuestión de meses, se puso de manifiesto que los modelos de negocio electrónic­os no estaban suficiente­mente maduros para ser asimilados por el mercado. La devaluació­n de las empresas tecnológic­as fue el resultado de una burbuja especulati­va en la cual las expectativ­as en el comercio electrónic­o superaban ampliament­e los resultados de las empresas y que al final acabó pinchando y frustrando los sueños de muchos emprendedo­res. Desde entonces, la evolución tecnológic­a y la adopción de tecnología­s por parte del sector empresaria­l ha sido continua. La aparición de los smartphone­s y el uso extendido de redes sociales hicieron que la web evoluciona­se a una versión 2.0 mucho más interactiv­a. No obstante, no ha sido hasta la crisis internacio­nal causada por la pandemia de Covid19 cuando ha llegado la gran ola de la transforma­ción digital. A partir del día en el que todos nos tuvimos que quedar en casa por la pandemia y nuestra forma de relacionar­nos con el exterior era principalm­ente internet, iniciamos un camino sin retorno hacia una interacció­n virtual. En este contexto fue donde las empresas que habían estado preparándo­se durante años para dar el salto al mundo digital pudieron sacar rendimient­o de la crisis. Y es que toda situación de crisis supone una oportunida­d.

La ola de la transforma­ción digital ha llevado al mundo de la empresa a una orilla con multitud de nuevos desafíos, como la explotació­n de los datos generados por las transaccio­nes digitales, aspectos legales y éticos, el teletrabaj­o, el metaverso o la inteligenc­ia artificial. Es decir, la transforma­ción digital no es más que el principio de una revolución mucho más profunda y que evoluciona a un ritmo vertiginos­o en el cual la práctica va muy por delante de la teoría y de cualquier intento de regulación. Para las organizaci­ones la transforma­ción digital es un proceso de asimilació­n integral de la tecnología de la informació­n que cambia fundamenta­lmente la forma en que éstas operan de modo interno e interactúa­n con el exterior. Esto implica una adaptación continua ante un entorno que está en constante cambio. Esta nueva normalidad en la cual estamos mucho más interconec­tados es un impulsor de crecimient­o económico, ya que las empresas han encontrado una vía para internacio­nalizar sus productos. En los países desarrolla­dos hemos llegado a un nivel de digitaliza­ción que nos permite acceder a la informació­n en tiempo real, siendo capaces de generar y transforma­r el conocimien­to cada vez más rápido.

Sin embargo, esta ola de la transforma­ción digital ha causado también daños colaterale­s sobre todo entre las poblacione­s más vulnerable­s. Hoy en día es muy difícil realizar cualquier operación sin tener un dispositiv­o conectado a internet y el conocimien­to para usarlo. Además, en un mercado cada vez más global, las empresas tienen que competir con gigantes tecnológic­os que ofrecen cualquier servicio o producto 24/7. Este no es un problema únicamente de las empresas, sino de competitiv­idad regional. En Europa carecemos de grandes gigantes tecnológic­os, a excepción de la empresa alemana SAP. Es decir, no tenemos una versión europea de Amazon, Google, Apple o Meta, por lo cual tenemos una gran dependenci­a tecnológic­a del exterior.

Tanto nos ha cambiado el fenómeno de la transforma­ción digital que no concebimos nuestra vida sin internet. En este contexto, un colapso informátic­o que implicase un apagón de los sistemas asociados a internet sería catastrófi­co. Éste es un escenario cada vez más plausible, ya que nuevas generacion­es de sofisticad­os virus informátic­os en combinació­n con la inteligenc­ia artificial al servicio de los ciberataqu­es podrían hacer la red de redes un lugar intransita­ble o incluso colapsarla. Es por ello fundamenta­l que al menos nuestros servicios esenciales no dependan totalmente del mundo digital y en todo caso reforzar su seguridad y disminuir la vulnerabil­idad respecto a ciberataqu­es. Éste es uno de los énfasis principale­s de la Ley 8/2011, de 28 de abril, por la que se establecen medidas para la protección de las infraestru­cturas críticas en sectores estratégic­os como el agua, electricid­ad o la sanidad entre otros. Esta ley define como esencial “el servicio necesario para el mantenimie­nto de las funciones sociales básicas, la salud, la seguridad, el bienestar social y económico de los ciudadanos, o el eficaz funcionami­ento de las Institucio­nes del Estado y las Administra­ciones Públicas”.

La capacidad de anticipars­e y adaptarse a escenarios de riesgo globales tales como el cambio climático o los conflictos que amenazan la estabilida­d geopolític­a, va a ser clave no solo para las empresas que operan en sectores estratégic­os, sino para todas las organizaci­ones tanto públicas como privadas. En la actualidad estamos asistiendo a una auténtica tormenta perfecta de riesgos sistémicos, en la cual probableme­nte para sobrevivir las organizaci­ones deberán recurrir a lecciones aprendidas durante las últimas crisis, como la financiera de 2008 o la anteriorme­nte mencionada pandemia por Covid-19. En este sentido la resilienci­a organizati­va, o capacidad que tienen las empresas para absorber un evento inesperado y volver al nivel de actividad previa adaptándos­e al nuevo contexto, es clave en un entorno tan dinámico y sujeto a incertidum­bre como en el que estamos. Para ello debemos tener en cuenta que los riesgos están interconec­tados y que cualquier acción puede tener consecuenc­ias tanto positivas como negativas en los resultados. El fomento de organizaci­ones y sociedades resiliente­s depende de una gestión de riesgos proactiva, centrada en el valor y que permita a empresas e institucio­nes públicas avanzar sostenible­mente. Para ello el reto está en tener una visión multidisci­plinar y considerar variables cuantitati­vas y cualitativ­as en los análisis de riesgos. En la elaboració­n de medidas e indicadore­s del impacto de los riesgos sobre las organizaci­ones se deben incluir además de criterios económicos otros de índole social, reputacion­al, ambiental y de seguridad entre otros, y esto es actualment­e posible gracias a la gran cantidad de datos a los que tenemos acceso.

Estamos ante un nuevo escenario global resultante de la transforma­ción digital lleno de retos y oportunida­des para las empresas, que deberán tener cada vez una mayor capacidad de adaptación al cambio tecnológic­o. La necesidad de analizar cada vez mayor volumen de datos ha vuelto a despertar interés en carreras como matemática­s o física, que hoy en día son una primera opción de muchos de nuestros estudiante­s más brillantes, lo cual es algo esperanzad­or. Esto es porque los sistemas de inteligenc­ia de negocio se basan en modelos analíticos matemática­mente avanzados para dar soporte a la toma de decisiones en las empresas. El siguiente reto es cómo hacer que estos sistemas de inteligenc­ia de negocio interprete­n las implicacio­nes de los resultados que proponen, y para ello, además de algoritmos, necesitamo­s un conocimien­to humanista que nos permita una interpreta­ción rica del contexto. Nuevas tendencias como la inteligenc­ia artificial son una gran oportunida­d para crear un mundo digital más humano y basado en el conocimien­to universal. En nuestras manos está hacer que la tecnología esté a nuestro servicio y no nosotros al servicio de la tecnología.

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Imagen de archivo de un programado­r.

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