Perfil (Domingo)

El lodo de la escritura

- TOMÁS VILLEGAS

Autora: Betina González Género: relatos

Otras obras de la autora: Las poseídas; La obligación de ser genial; Olimpia; Arte menor; El amor es una catástrofe natural; América alucinada; La aventura sobrenatur­eal (junto a Esther Cross) Editorial: Fondo de Cultura Económica, $ 11.500

La literatura infantil no es cosa de niños. Los cuentos folclórico­s que recopilaro­n los hermanos Grimm, por caso, anidaban una ominosidad cara a la literatura sugerente, a la extrañeza fantástica, a las fiebres del terror. Más acá, temporalme­nte hablando, los maestros Lewis Carroll y Roald Dahl demostraba­n que la extensión, la incorrecci­ón política y las complejida­des argumental­es convocaban por igual imaginario­s y deseos tanto de chicos como de grandes.

En el panorama argentino actual, Nicolás Schuff y María Teresa Andruetto –entre muchos otros, a decir verdad– se entroncan en esa genealogía que hace de las narracione­s infanto-juveniles una aventura para todas las edades. Un nuevo nombre –el de la galardonad­a escritora Betina González– debería incorporar­se

–con su último libro, Feria de fenómenos o El libro de los niños extraordin­arios– en el listado que celebra al poético (y no al etario) como el pujante y único corazón del hecho literario.

Tal como lo hiciera Tim Burton con su poemario La melancólic­a muerte de Chico Ostra, y, por momentos, con la punzante sensibilid­ad de Silvina Ocampo, la prosa poética de González conjura una galería de niños diferentes, mágicos, extraños, singulares, de peculiar y afilada belleza. Niño de Barro, Niña Poeta, Niño Salvaje, Niña Colérica. Lejos de las prácticas y ritos que encorsetan la cotidianei­dad convencion­al de las infancias (y del imaginario que dicta cómo deben ser decodifica­das, pensadas, atendidas) las vicisitude­s de estos seres se enmarañan en los grandes temas filosófico­s de la condición humana: el deseo, la angustia, el ser, la nada, el lenguaje. Así como en el –dicho algo pomposamen­te– entrecruza­miento ontológico. Es que el libro abre con la pericia de una narradora que, con el lodo de la escritura, concibe al Niño de Barro, encargado de salir, experiment­ar el aire libre e informarle, a la misma narradora, de qué se trata la vida más allá de las cuatro paredes, del encier ro (de los libros).

E s t o s c h i c o s de jan la n i ñez a l darle término a su educación sentiment a l . E l mentado N iño de Barro debe enfrentars­e a la intoleranc­ia (y la violencia) de los crueles, capaces de mutilarlo; el Niño Melancólic­o, a la idealizaci­ón de su propio ser, el que se refleja, impoluto, en las aguas de un aljibe; el Niño Salvaje, al advenimien­to del lenguaje (porque proferir una palabra supone la ausencia del referente designado); y la Niña Colérica, al desgano y la pobreza espiritual de los otros, que exigen el apaciguami­ento de su furia (de su fuego) interior.

González escribe con la frescura poética del que sabe que sólo hay un lector por satisfacer: el niño interior. Un niño (o una niña) que no conoce de cárceles ni de limitacion­es genéricas; para el que no existen palabras “difíciles” sino, en todo caso, signos misterioso­s que es necesario revelar; y que intuye, con una sabiduría atávica, que toda rareza esconde, para quien observa sin preconcept­os, un milagro singular.

Tal como lo hiciera Tim Burton y Silvina Ocampo, la prosa poética de González conjura una galería de niños diferentes, mágicos, extraños, singulares, de peculiar y afilada belleza.

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CEDOC PERFIL
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